VII
Aquella noche hicieron el amor con tal intensidad que Himilce creyó que había vuelto a los primeros días de su matrimonio, cuando el deseo, la pasión y la curiosidad los empujaban a uno en los brazos del otro en todo momento, para explorar, poseer y compartir sus cuerpos con un ardor que los dejaba siempre exhaustos.
A la mañana siguiente, al despertar, advirtió que Aníbal ya no estaba acostado junto a ella. Se levantó, se lavó en la palangana de agua y se vistió. Cuando salió, en la luz resplandeciente de la mañana, vio que había un carro preparado, con un contingente de jinetes de escolta completamente armados.
Aníbal estaba junto a uno de los jinetes, y le hablaba con tono decidido.
Cuando advirtió su presencia, se volvió y la miró. La arruga había reaparecido en el centro exacto de su frente, y esto, más que cualquier otra cosa, hizo comprender a Himilce que ya no le concedería ni un instante de su tiempo.
—¿Crees que te será fácil desembarazarte de mí? —le preguntó acercándose al carro y haciéndose ayudar por él para subir al pescante, donde un conductor con un arco en bandolera sujetaba las riendas del caballo.
—Yo no te dejaré nunca —respondió Aníbal—. Siempre estarás en mis pensamientos.
Himilce lo miró conteniendo la ira, luego se relajó y le sonrió.
—Eres un iluso —le dijo.
Antes de que Aníbal pudiera pedirle explicaciones, hizo una señal al conductor de que partiera, y el hombre dio un golpe a las riendas. El carro se movió, seguido por la escolta armada, y se alejó hacia el sur, por una de las pistas que habían sido trazadas por el ejército en marcha y las caravanas de aprovisionamiento.
Mientras abandonaba el campamento, Himilce sentía los ojos de Aníbal clavados en ella, y se dijo que aquel cartaginés testarudo aún ignoraba por completo de qué pasta estaba hecha la mujer con la que se había casado.
Se daría cuenta de ello antes de lo que imaginase.