VI
—Es increíble lo que hemos encontrado —dijo Cayo Lelio bebiendo un largo sorbo de vino de una copa de oro tan pesada que le costaba sostenerla con una sola mano—. ¿Cómo es posible que los cartagineses hayan sido tan necios como para dejar casi sin vigilancia una ciudad como ésta?
—Han sido unos necios por no informarse con las poblaciones locales sobre las características del territorio —puntualizó Publio, que, sentado en una amplia banqueta con respaldo miraba a su alrededor satisfecho, lamentando no tener a su disposición un cómodo triclinio para reconstruir la atmósfera de los grandes banquetes que su padre organizaba en Roma—. Y en subestimar al aquí presente.
—Estaba seguro de que los Bárcidas acudirían en ayuda de sus conciudadanos —dijo Marcio Septimio, que después de la asombrosa victoria obtenida aquel día parecía mantener otra actitud hacia Publio. Su desconfianza y la animadversión que había demostrado desde que había desembarcado en Iberia, se habían disuelto en los vapores del vino y en las comidas abundantes que enjambres de criados servían en platos de oro y plata. Sabía que la noticia de aquella importante victoria se propagaría de inmediato, y llegaría a Roma agrandada con mil detalles gloriosos que encalzarían su gesta a niveles inimaginables.
Publio lo miró, complacido, intentando absorber sosegada pero profundamente todas las sensaciones nuevas y embriagadoras que lo embargaban. La victoria había sido clara y más fácil de lo previsto, y las pérdidas insignificantes. Después de haber escalado los muros en perfecto silencio, sus hombres se habían introducido en la ciudad, habían eliminado a todos los soldados cartagineses con que se habían tropezado, y luego habían abierto las puertas a Marcio Septimio y a sus hombres, que habían atravesado el primer cerco de muros como una avalancha imparable. El comandante de la guarnición de Nueva Cartago se había atrincherado en la fortaleza, pero cuando Publio había mandado a un mensajero para asegurarle que nadie resultaría muerto si se rendían, había cedido casi de inmediato, entregándole la ciudad.
—¿Sabes por qué no han venido? —dijo Publio—, Porque saben que sería inútil. ¿Qué podrían hacer? ¿Asediar Nueva Cartago? ¿Destruirla con el lanzamiento de piedras y flechas incendiarias? ¿Para qué? Entre tanto nosotros subiríamos a nuestras naves con todas sus riquezas y desapareceríamos en un santiamén, dejando sólo ruinas a nuestras espaldas.
—O podríamos resistir atrincherados aquí dentro mucho mejor de lo que han sabido hacer ellos, y mantenerlos empeñados en un asedio agotador e inútil durante meses, mientras que las tribus rebeldes ibéricas lo tendrían muy fácil para recuperar el control de sus tierras —añadió Sannio Castro.
—Exacto —asintió Publio, satisfecho, perfectamente consciente de que también él, de haberse encontrado en el lugar de los hermanos Barca, se lo habría pensado muy bien antes de aventurarse a un asedio tan arriesgado.
—Pero aquí están sus mujeres, sus tesoros, sus compañeros —dijo Marcio Septimio, quizá más por polemizar que por otra cosa—. Yo estaría dispuesto a morir por intentar recuperarlos.
—Ellos no son Aníbal —dijo Publio, sin añadir nada más.
En la gran sala del palacio real de los Barca la fiesta continuaba al ritmo de los sonidos de los músicos, mientras los sirvientes traían los exquisitos manjares que estaban custodiados en las despensas y los vinos que guardaban en grandes ánforas en las bodegas subterráneas. Los cartagineses tenían buen gusto, y las provisiones conservadas en el palacio habrían sido suficientes como para que un ejército celebrara banquetes durante meses.
Pero la mayor sorpresa se la llevaron Publio y sus comandantes cuando descubrieron la estancia del tesoro, una pequeña cueva cavada en la parte meridional de la ciudad y protegida por pesadas puertas de madera cubiertas de hierro y por una garita de vigilancia. Publio ordenó que transportaran al aire libre las riquezas custodiadas en aquel lugar e hicieran un inventario de ellas. Cuando Versilio le llevó el recuento, él mismo se quedó sorprendido.
—Hemos hecho una estimación pesando el oro y la plata y comprobando la calidad de las piedras preciosas —le reveló el siracusano—. Este tesoro no valdrá menos de seiscientos talentos.
Era una cantidad enorme, que habría servido para comprar los edificios de media Roma.
—Pero eso no es todo —continuó Versilio, consultando sus pergaminos—. Hay documentos que atestiguan la capacidad productiva de algunas minas de plata a pocos estadios de la ciudad. Deberían estar en condiciones de proporcionar más de veinticinco mil dracmas de plata al día.
Publio sintió que la cabeza le daba vueltas, pero enseguida recuperó el control.
—Mis hombres, en cambio, han hecho el inventario de las naves ancladas en el puerto —intervino Cayo Lelio, al que le costaba contener la excitación. Hemos contado sesenta y tres naves de carga, muchas de las cuales tienen las bodegas llenas de materiales valiosos.
Publio hizo poner a buen recaudo el tesoro y ordenó a Cayo Lelio que controlara las naves: no toleraría ningún episodio de depredación, ni el intento de apropiarse de la carga. Todo lo que habían conquistado pertenecía a Roma, y él tenía la intención de trasladarlo a la Urbe lo antes posible, para dar al Senado y al pueblo de la República una señal concreta de la victoria que habían obtenido.
Ahora, mientras miraba a su alrededor y veía a los tribunos militares, a los centuriones y a los primipili que participaban en el banquete, comprendía que no podría contentarse con aquel primer triunfo, por más significativo que fuera.
Había sido una victoria fácil, y no la habían conquistado en una batalla campal. Se prometía poner remedio de inmediato a esa carencia, desafiando a los ejércitos de los Bárcidas a campo abierto, pero no antes de haber consolidado el control romano en la ciudad y en aquellos territorios.
Se trataba de pasos lentos, pero necesarios, para acercarse a su objetivo final, el verdadero objetivo de su vida y de su misión política y militar: enfrentarse con Aníbal y derrotarlo sobre el terreno.
—¡Procónsul! —lo llamó de improviso una voz—. ¡Tenemos un regalo para ti, y estamos seguros de que lo apreciarás!
Publio se dio la vuelta y vio llegar a Marco Aurelio y a Ennio Marco Catulo, uno de los tribunos que más se habían distinguido bajo su mando. Se aproximaban tambaleándose un poco, como si estuvieran hasta las orejas del vino fuerte y aromático de aquellas tierras, y entre los dos llevaban sujeto algo, una visión que dejó a Publio sin aliento: era una chiquilla de no más de diecisiete años, con la piel tan blanca que reflejaba la luz que se filtraba por las ventanas y el pelo rubio como el trigo. Caminaba tropezando con los pies descalzos, espantada, cubierta por un vestido tan ligero y transparente que parecía desnuda, como una virgen sacrifical.
Publio se quedó subyugado por ella, y al ver cómo la arrastraban a su lado y la echaban a sus pies, fue presa de un arrebato de ira.
—¿Quién es? —preguntó, haciendo esfuerzos por contenerse, pues tenía ante sí a dos de sus más fieles comandantes.
—Una virgen celtíbera, de sangre noble, según nos han dicho —respondió Marco Aurelio con voz gangosa.
—Estaba prometida a algún príncipe celtíbero —añadió Ennio Marco con un guiño—, pero me parece que serás tú quien la consagrará a Venus.
Todos se echaron a reír, también Cayo Lelio y Marcio Septimio, pero Publio interceptó la mirada de Versilio, que los observaba a poca distancia, y comprendió que compartían la misma opinión.
—Soltadla —ordenó, evitando mirar a la muchacha para no dejarse seducir por su belleza—. Reunid a todas las mujeres ibéricas y decidles que son libres, que pueden regresar con sus familias.
El silencio reinó de improviso en la sala.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Marcio Septimio.
—Sí —asintió Publio, con voz firme—. No quiero enemistarme con las tribus ibéricas. Necesitamos su apoyo para combatir a los cartagineses, y no hay mejor demostración de nuestras intenciones que ésta: devolverles a sus seres queridos. Es una lección que he aprendido de Aníbal, y que valoro.
No hubo ninguna objeción, y Publio percibió la mirada satisfecha de Versilio.
—De acuerdo —dijo al fin Marco Aurelio—. Creo que tienes razón. Perdona nuestra torpeza.
Ayudó a la joven virgen a levantarse y la acompañó fuera de la estancia del banquete, tratándola con extrema amabilidad.
Publio la miró salir mientras una punzada de arrepentimiento le atravesaba el corazón, pero apretó los puños para reafirmarse en que había actuado correctamente.
—¡Celebremos nuestra victoria! —gritó en voz alta, levantando la copa llena de vino, con un gesto que pronto todo el mundo en la gran sala imitó—. ¡Por Roma y por nuestros dioses!
—¡Por Roma y por nuestros dioses! —respondieron a coro todos los presentes, y el vino corrió otra vez a mares, mientras Publio planificaba sus siguientes movimientos.
Adiestraría a las tropas escrupulosamente, aplicando una férrea disciplina. Luego las movería en rápidas campañas de guerra en un radio cada vez más vasto a partir de Nueva Cartago, que sería su cuartel general. Su intención era acostumbrar a las tropas al combate con los cartagineses comprometiéndolas en enfrentamientos de alcance cada vez mayor y, de ese modo, crear un grupo de veteranos que sería el corazón de su ejército, cuando tuviera la ocasión de encontrarse nuevamente cara a cara con Aníbal.
Publio sabía que los hermanos del Bárcida no tenían ni el temple ni el genio militar del mayor de los Barca, y éste era uno de los motivos por los que había decidido que le asignaran Iberia: sería más fácil combatir contra Asdrúbal, Hannón o Magón, y entre tanto familiarizarse con las maniobras de los jinetes númidas y las tácticas de la infantería libia, los verdaderos puntos fuertes de Aníbal.
Incluso las armas que usaban los cartagineses habían sido objeto de un atento estudio por parte de Publio, que ya había ordenado reconvertir los talleres de artesanos de Nueva Cartago para fabricar armas adecuadas para enfrentarse a los púnicos en condiciones de igualdad.
Publio se había quedado muy impresionado por la espada corta ibérica, provista de una amplia empuñadura y una hoja de doble filo, con la punta ancha y ligeramente plana. Un arma extraordinariamente manejable, capaz de garantizar mayor precisión y velocidad en el combate cuerpo a cuerpo.
Ya había hecho iniciar la producción de esas espadas, con las cuales quería equipar a todo su ejército. Como también dotaría a sus vélites de las eficientes jabalinas usadas por los cartagineses, las phalarica, cuya ligereza y manejabilidad estaban garantizadas por el asta de madera, y en cuya punta de hierro estaban fijados unos ovillos de tejido impregnado con pez que permitían convertirlas en cualquier momento en eficaces armas incendiarias.
Mientras alrededor de él la fiesta continuaba, Publio dejó que en su mente el gran plan de acercamiento a Aníbal tomara lentamente forma, siguiendo el camino hecho de fatiga, máximo empeño y capacidad de aprender que estimaba indispensable para enfrentarse al caudillo cartaginés con esperanza de victoria.
No dejaría nada al azar. Tal como habría hecho Aníbal si se hubiera encontrado en su lugar.