I

A su entrada en la ciudad, Publio fue aclamado como un triunfador. La multitud alababa su nombre, le atribuían el apelativo de imperator, y ello a pesar de que nunca había sido elegido pretor o cónsul y, por consiguiente, no tenía los requisitos para desfilar en triunfo por las calles de Roma.

Naturalmente, sabía que dejarse complacer por aquel alborozo y saludar a la multitud como si fuera un conquistador que volviera después de años de batallas sería no sólo un error formal, que podría exponerlo a una intervención del Senado, sino sobre todo una jugada equivocada desde la óptica de aquellas alianzas políticas en las que pronto debería apoyarse para obtener sus fines.

Publio había programado con extrema precisión sus próximos pasos, que lo llevarían primero a la elección como cónsul y, después, al mando de un ejército bastante poderoso como para poner en marcha los planes para el que consideraba el epílogo no sólo de la guerra contra Aníbal, sino de toda la primera parte de su vida. Una vez que hubiera aplastado al Bárcida y el desafío proveniente de Cartago hubiese sido controlado, lo aclamarían como el más grande general romano de todos los tiempos y podría relajarse para centrarse en todas las demás cosas importantes que hasta entonces siempre había descuidado: su esposa, su madre, toda su familia, su carrera política. Como cualquier otro buen Escipión, era en eso en lo que debía pensar, para asegurar la prosperidad de su familia y un futuro lleno de gloria para sus hijos.

Sin embargo, mientras Aníbal siguiera al mando del ejército de Cartago, todo ello debería esperar.

Cuando el clamor de la multitud lo sacudió, y muchas manos se alargaron para intentar tocarlo, mientras avanzaba a pie junto a algunos de sus tribunos de mayor confianza, Publio sonrió y se dijo que, en el fondo, el alborozo que la multitud le estaba tributando no sería tan dañino para él. Es más, quizá serviría para que las facciones hostiles en el Senado entendieran que ahora él ya no era un chiquillo, ya no era sólo el hijo de Publio Cornelio Escipión, sino que reivindicaba con fuerza un lugar destacado en la jerarquía política y militar de la República.

Sabía que sobre todo los Fabios, encabezados por el viejo y siempre carismático Quinto Fabio Máximo, no veían con buenos ojos su regreso a Roma y que por ello habían hecho lo posible por convencer al Senado de que, aun tratándolo con respeto, no sobrestimase los resultados que él había obtenido en Iberia. Gracias también a las relaciones políticas de su hermano Lucio y de Emilia, Publio estaba informado de las corrientes que existían en el Senado, algunas a su favor, otras hostiles y dispuestas a apoyar a los Fabios para que él, con aquel imprevisto regreso a Roma, no se beneficiara demasiado de la popularidad que había conseguido entre la gente, harta de oír hablar sólo de las victorias de Aníbal y las derrotas de las legiones.

Publio levantó una mano y saludó a la multitud, obteniendo como respuesta una verdadera ovación. Todos gritaban su nombre, lo aclamaban imperator, y evidentemente no se preocupaban demasiado por el hecho de que él, por orden del Senado, no hubiera podido hacer su ingreso en la ciudad pasando por debajo del arco de triunfo. No era un cónsul, no era un gran comandante que hubiera obtenido la victoria final contra el enemigo, y aquello que había hecho en Iberia, por más decisivo que hubiese sido, no había provocado el entusiasmo de los políticos a la antigua, ante todo de aquel Quinto Fabio Máximo que aún se vanagloriaba de que su estrategia dilatoria con relación a Aníbal hubiera sido la única que había dado un cierto resultado.

El primer ejemplo de aquella hostilidad preconcebida que debería tener en cuenta, Publio lo tuvo a su llegada a Roma, aquella misma mañana. En vez de ser recibido por los representantes del Senado en el pomoerium, donde solían recibir a los caudillos romanos en reconocimiento a sus victorias, le acompañaron al templo de Bellona, y allí le tributaron los honores por los éxitos obtenidos, no sin antes darle a entender de inmediato que no lograría el consenso para pasar por debajo del arco de triunfo.

Publio se esperaba una jugada semejante y replicó a su manera: aceptó los honores que le tributaban los paires y luego pidió conferir con el pontifex maximus, Publio Licinio Craso, para organizar una celebración por los caídos en Iberia, a los que había prometido interceder ante los dioses. Además, solicitó llevar en persona al Foro el botín que había recogido durante su expedición, para entregarlo al erario público.

El Senado no había podido negarse, y ahora Publio se dirigía hacia el Foro a pie, sabiendo perfectamente que el rumor de su llegada ya se había esparcido por la ciudad y que toda la Urbe esperaba ver al vencedor de Iberia. Publio Licinio Craso, coetáneo suyo y proveniente de una familia muy cercana a la suya, caminaba a su lado, para demostrar a la gente que los dioses eran favorables a las celebraciones que Publio iba a dedicar a los gloriosos caídos de sus campañas militares; pronto se revelaría un formidable aliado para el plan que Publio ya tenía estudiado hasta en sus más mínimos detalles.

La parte más difícil sería el enfrentamiento, en el Senado, con las facciones más hostiles a su familia, envidiosas del éxito que estaba cosechando. Pero Publio había pensado también en esto, y sabía cómo poner de su lado a los senadores indecisos y suavizar a los hostiles.

Con una sonrisa en los labios alcanzó el Foro y, después de saludar a la multitud, se dirigió hacia el centro de la Curia, seguido por Publio Licinio Craso y una hilera de esclavos que transportaban enormes baúles reforzados con tiras de hierro.

Al ver que Quinto Fabio Máximo lo esperaba observándolo con mirada siniestra, como un cernícalo posado en una rama a la espera de devorar a la presa, comprendió que el momento había llegado. Que empezaran los juegos...

Cartago
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