I
A marchas forzadas, las legiones del cónsul Cornelio Escipión alcanzaron un amplio claro que se abría en una ensenada del Po, y los comandantes ordenaron montar el campamento, según la ya probada colocación que veía las tiendas de los vélites y los asteros dispuestas en alineaciones frontales, en el centro aquellas de los principes y los triarii, y a los lados las de los jinetes, con los recintos para los caballos. Aquí y allá, dependiendo de dónde fuera necesario consolidar la defensa del campamento para no tener puntos expuestos a eventuales ataques por sorpresa, estaban las aglomeraciones irregulares de tiendas que habían erigido los aliados itálicos incorporados a la operación, las cohortes, entre las que destacaban las tribus de los samnitas, los umbros, los etruscos, los apulos, los mesapios y muchas otras raleas que a Cornelio Escipión le costaba reconocer. Los carros de los pertrechos se esparcirían por toda la vasta superficie del campamento para servir a las centurias de manera ordenada, sin desperdicios inútiles de vituallas.
Mientras los hombres trabajaban con su habitual eficiencia erigiendo las tiendas y las fortificaciones, cavando los canales de desagüe para el agua de lluvia y las letrinas comunes, el cónsul se dirigió con paso expedito hacia un lugar al oeste del campo, donde más allá de los recintos para los caballos algunos jóvenes soldados estaban construyendo una torreta de vigilancia.
Cornelio Escipión no pudo menos que sentirse satisfecho por la eficiencia mostrada por sus hombres, sacando la conclusión de que sólo aquel tipo de disciplina y adiestramiento sería capaz de volver invencibles a las legiones romanas.
Pero ahora era otra la preocupación que lo apremiaba.
Una vez localizado al pelotón de iuniores, que estaban ocupados en atender a sus caballos y en erigir las tiendas dispuestas en hileras ordenadas, hizo señas al centurión de su escolta personal para que fuera a buscar al comandante de la escuadra.
Pocos instantes después un joven de anchas espaldas y de aire altivo llegó escoltado a su presencia. Se inclinó respetuosamente, pero con una actitud que causó una excelente impresión en Cornelio Escipión.
—Necesito hablar contigo —le dijo.
—Te escucho, general —respondió el joven, usando el término que se empleaba cuando las legiones entraban en batalla y los cónsules asumían el mando.
—Mi hijo será nombrado vuestro comandante —fue directamente al grano—. Vuestra compañía deberá disponerse en la retaguardia, lista para intervenir, pero con otro cometido de suma importancia.
Calló y aguardó una reacción del joven, que, no obstante, se limitó a permanecer a la espera, moderado y rígido, en una pose que declaraba su absoluta fidelidad al cónsul.
—Deberás ocuparte de vigilar a mi hijo —continuó Cornelio Escipión, satisfecho de haber encontrado la persona adecuada para la delicada tarea que estaba a punto de confiarle—. Es inexperto, no tiene el nervio de un comandante, sobre todo en el campo de batalla. Te confío, por tanto, la misión de guiarlo, aunque dejándole creer que es él quien manda vuestra escuadra. Procura que los demás jinetes entiendan la importancia de vuestro cometido. Debéis batiros por Roma, pero también debéis preocuparos de proteger a mi hijo y aplacar su temeridad en los momentos culminantes de la batalla.
El cónsul se interrumpió de nuevo, miró al joven y suspiró, apoyándole una mano en el hombro.
—No es una tarea fácil, me hago cargo, y tampoco demasiado gratificante. Pero si la llevas a cabo como espero, disfrutarás de mucha fama en nuestras legiones, y un cometido de prestigio te esperará cuando hayamos domado a los cartagineses. ¿Qué contestas?
—Que es un honor asumir ese cometido —respondió sin vacilar el joven—. Haré lo posible por que tu hijo pueda expresar sus cualidades sin poner en riesgo su vida.
Cornelio sonrió.
—Eres listo, muchacho. ¿Cuál es tu nombre?
—Marco Aurelio Sedaño —respondió el joven, golpeándose el pecho con el antebrazo—. Y estoy a tus órdenes.
—Bien —asintió el cónsul, haciendo señas a su escolta de que podían alejarse—. Cuento con ello.
Dicho esto volvió hacia la gran tienda que ya estaba erigida en el centro del campamento, donde los legados y los tribunos militares lo esperaban para un consejo de guerra antes de que se hiciera de noche.
Ahora estaba más tranquilo: Marco Aurelio estaba dispuestos a dar la vida por proteger la integridad de Publio, y esto era más de cuanto habría podido pedir a un joven jinete que probablemente no conseguiría volver vivo a Roma. Lo importante, se dijo, era que su hijo pudiera sobrevivir a aquella expedición y seguir dando un honroso futuro a la estirpe de los Escipiones.