II

Las estrellas brillaban más de lo habitual, a pesar de que la luna resplandecía en el cielo, ya casi llena. La luz que emanaban era tan intensa que Himilce pensó que no podía haber elegido una noche peor para emprender el viaje. Unos ojos atentos podrían reconocerla a ella y su carro desde una gran distancia, aunque el polvo removido por las ruedas, que a sus espaldas subía como un torbellino, era casi invisible. Sacudió otra vez las riendas, aun sabiendo que el caballo estaba agolado, y trató de no mirar a su alrededor.

La sugestión le estaba jugando una mala pasada, dando vida a las sombras que corrían en torno a ella y que parecían extrañas criaturas de la noche concentradas en escrutarla y en seguirla de reojo. Sin embargo, Himilce sabía que no había nadie. Era la única que empujaba el carro a la máxima velocidad por aquellas pistas de tierra batida, las mismas, según le habían referido algunos soldados de Aníbal, que su marido había recorrido con el ejército para dirigirse hacia la frontera del Ebro.

El recuerdo de lo que estaba sucediendo la sacudió otra vez: Aníbal no se detendría ante aquel río, no se limitaría, como sostenían todos en Nueva Cartago, a lanzar un gesto de desafío a Roma, dando a entender que era bastante fuerte para poder atravesar aquel confín en cualquier momento, y llevar su desafío a la República. No, ella sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de su marido, las había intuido con una facilidad que le sorprendía, aunque Aníbal no se había confiado con ella. Sabía que él estaba listo para emprender la guerra contra Roma. Había adiestrado a las tropas durante mucho tiempo, con cuidado y método, infundiendo aquel sentido de la disciplina que había heredado de su padre, y ahora vibraba por el deseo de asestar un golpe letal a Roma, al símbolo de la derrota de Cartago, para devolver a su tierra y a su gente la dignidad y el poder que estaba convencido de que le correspondían.

Cuántas veces lo había oído murmurar palabras de odio contra los romanos, prometer en voz baja al espíritu de su padre que continuaría su obra, que pondría fin de una vez y para siempre al poder de aquellos bárbaros que habían quitado a Cartago el dominio del mundo.

Aníbal nunca hablaba directamente con ella. No porque Himilce no fuera cartaginesa, sino porque el odio que lo atormentaba era un fuego que quería mantener en su interior, aprestándose para el momento en que pudiera hacerlo emerger al exterior e implicar a su pueblo en una empresa que todos consideraban imposible.

También Anshat, la hermana mayor de Aníbal, la única que alguna vez había conseguido descifrar los turbios pensamientos de su hermano, había intuido algo, exactamente como ella, pero al contrario de Himilce no estaba preocupada por la suerte hacia la que Aníbal había decidido lanzarse a pecho descubierto. Ella estaba orgullosa y satisfecha del gran proyecto que apremiaba a su hermano y al que ahora, después de tantos años de batallas y conquistas en tierras ibéricas, estaba a punto de dar comienzo.

—Debemos detenerlo —le había implorado Himilce una semana antes, después de reunirse con ella en sus habitaciones del gran palacio que Asdrúbal el Bello había hecho construir para celebrar la gloria de los Barca en Nueva Cartago—. Ayúdame a ir a verlo. No podemos permitir que inicie una guerra contra Roma.

Anshat la miró con curiosidad y, en apariencia, divertida.

—Nosotros siempre hemos estado en guerra con Roma —respondió, inclinando apenas la cabeza para observarla. Himilce siempre se había sentido incómoda bajo la mirada de aquella mujer, que nunca perdía ocasión de escrutarla con intensidad, no sabía si para intentar entender cuáles eran sus pensamientos o, sencillamente, por la típica curiosidad con que las mujeres feas intentan averiguar qué tiene de tan especial una muchacha guapa.

Anshat tenía la nariz demasiado grande y los labios demasiado delgados para resultar interesante, y más de una vez Himilce había observado que si se cortara el pelo parecería más un varón que una mujer. También el cuerpo delgado, ahusado y leñoso contribuía a dar la impresión de que se trataba de un muchacho con ropas de mujer, y sólo la mirada, el color y el corte de los ojos revelaban su parentesco con Aníbal y sus hermanos.

También el hijo de Himilce y Aníbal, Amílcar, tenía aquel corte de ojos, ya reconocible aunque sólo tenía dos años.

Himilce a menudo se sentía blanco de las intensas miradas de Anshat, y si las primeras veces creyó que sólo se debían a la típica desconfianza de los cartagineses por cualquiera que no perteneciese a su estirpe, luego entendió que su cuñada estudiaba cada uno de sus movimientos, sus tocados y la manera en que aprovechaba la capacidad de los albayaldes cosméticos provenientes de Roma y de Grecia para dar relieve a algunos rasgos de su rostro y ensombrecer otros.

Quizás alguna vez la había visto arder de celos por ella, porque Himilce sabía que era una mujer hermosa y deseable, pero luego había comprendido que había algo más, algo que le creaba un punto de inquietud y que la hacía sentirse a disgusto cada vez que se encontraba en presencia de Anshat.

Sin embargo, no vaciló en correr a verla para pedirle apoyo cuando se percató de las verdaderas intenciones de Aníbal. Se había atormentado durante varias noches, reflexionando en aquello que le había dicho antes de partir, en el modo en que la había acariciado y besado, en que había tenido en brazos al pequeño Amílcar, observándolo con mirada sombría, como si pensara que podía ser la última vez que los viera, y cuando finalmente ató todos los cabos y entendió qué se proponía realmente su marido, se había quedado helada.

Aníbal pretendía cruzar el Ebro y marchar con el ejército hasta Italia, para combatir a Roma en su mismo territorio. Una empresa descabellada, sin ninguna esperanza de éxito, y ella debía detenerlo.

Pero Anshat, que había llegado a sus mismas conclusiones, no estaba asustada ni angustiada ante la idea de la suerte que Aníbal y sus hermanos podrían correr. En ella latía el mismo odio que endurecía los rasgos de Aníbal cuando alguien nombraba a Roma, y probablemente tenía una sola pena: no poder estar al lado de su hermano durante aquella absurda campaña militar.

—Morirán todos —dijo para intentar sacudirla Himilce, pero como respuesta sólo recibió una extraña sonrisa.

—Eres muy guapa —murmuró Anshat, alargando la mano para rozarle el rostro.

Himilce la apartó con ira y se fue al comprender que nunca conseguiría convencerla de que le ayudara.

Después de confiar Amílcar a las criadas, que se ocupaban de él noche y día, corrió a los acuartelamientos del Escuadrón Sagrado y ordenó a los pocos jinetes que quedaban en Nueva Cartago que le dieran indicaciones sobre los movimientos del ejército de Aníbal. Luego había cogido aquel carro, había uncido el caballo más robusto que había encontrado y se había lanzado hacia el norte, llevando consigo sólo una bolsa con comida y un odre lleno de agua.

Nadie había intentado detenerla, y ella había viajado ininterrumpidamente noche y día, dejando al caballo sólo el tiempo de alimentarse y reposar un poco, antes de volver a lanzarse por las pistas de tierra batida por las que aún podía ver las señales dejadas por el avance de los elefantes.

Llevaba nueve días espoleando a aquel pobre animal y ahora finalmente sabía que había avanzado mucho. Por eso había decidido viajar también de noche, aprovechando todas las horas disponibles para intentar alcanzar a Aníbal antes de que cruzase el Ebro. Si ya lo había conseguido, sabía que para ella sería imposible convencerlo de que renunciara y volviera atrás.

Ante aquel pensamiento angustioso las lágrimas le brotaron de los ojos, así que dio otro azote al caballo, espoleándolo más de lo que permitían sus escasas fuerzas. De improviso, el animal dobló las patas delanteras y cayó redondo al suelo. El carro lo arrastró, e Himilce sintió que brincaba del pescante y se encontró volando. Cayó al suelo algunos metros más allá, se dio un fuerte golpe en el hombro y rodó varias veces sobre sí misma, intentando atenuar la caída.

Antes de que la oscuridad le llenara los ojos, junto con las lágrimas de ira y dolor, consiguió distinguir el cuerpo empapado de sudor del caballo, sus ojos vidriosos y sin vida, y le pidió perdón.

Cartago
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