III

—¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó Magón bramando de ira.

Aníbal le lanzó sólo un breve vistazo, luego bajó del caballo y se dirigió hacia su tienda. Himilce lo estaba esperando, probablemente presa de la ansiedad típica de las mujeres cuando los hombres van a la guerra, y él no quería mantenerla en vilo más tiempo.

—¿Cómo puede ser que no logres verlo por tu cuenta? —rebatió Maharbal, que después de apearse, a su vez, del caballo, había cogido las bridas del semental de Aníbal y lo mantenía quieto—. La infantería romana estaba alineada en defensa compacta, apoyada por varias filas de arqueros y honderos. Atacarlos habría significado mandar a la muerte a muchísimos de los nuestros. Demasiados.

—¡No estoy de acuerdo! —gruñó Magón, acercándose a Aníbal y aferrándolo por un brazo, obligándolo a detenerse.

—¡Los hemos derrotado, estaban en nuestro poder!

Mostró el puño a su hermano y lo apretó con fuerza.

—Habría sido la derrota de Roma, y desde nuestra primera batalla.

Aníbal se quedó mirándolo un instante, luego sonrió y le puso una mano detrás del cuello, apretándolo con afecto.

—Me gusta tu valor, Magón —le dijo—. Pero la temeridad es un defecto que un guerrero debe intentar mantener a raya.

—¿Por qué me tratas como a un muchacho? —se lamentó Magón—, Responde a mi pregunta, más bien, y explícame porqué no has llegado hasta el final.

Aníbal suspiró.

—Maharbal tiene razón. He visto de qué son capaces los arqueros romanos, cuando defienden una guarnición o una línea de retaguardia. Tienen una capacidad de tiro impresionante, y sus honderos son implacables, nunca fallan un blanco. Nosotros tenemos por delante una larga marcha de conquista, recuérdalo. Debemos llegar hasta Roma, y no podemos arriesgarnos a diezmar las tropas con asaltos temerarios.

Magón había escuchado negando pausadamente con la cabeza.

—Quizá lo que dices sea verdad —convino al fin—, pero de este modo hemos dado a los romanos la posibilidad de reagruparse. Ahora será más difícil desbaratarlos.

—No —lo contradijo Aníbal—, Mañana tratarán de responder a nuestro ataque como han hecho hoy. Conozco a los romanos, sé que no son lo suficientemente astutos como para comprender cuándo ha llegado el momento de retirarse. Intentarán detenernos oponiendo sus manípulos de legionarios y de aliados itálicos, y nosotros aprovecharemos para barrerlos con los elefantes y la caballería númida, como íbamos a hacer hoy. En ese momento, ya nadie podrá detenernos.

A pesar de la indecisión, Magón pareció vibrar ante las palabras de Aníbal. Su hermano siempre tenía el poder de transmitirle emociones fuertes, y una vez más inclinó la cabeza y asintió, consciente de que Aníbal tenía razón.

—Ahora Maharbal y tú ocupaos de los hombres —ordenó al encaminarse otra vez hacia su tienda—. Necesitan ver que estamos con ellos.

—¿Y tú?

Aníbal sonrió.

—Yo tengo que hacer algo, luego os alcanzaré. No necesitaré mucho tiempo.

* * *

Hizo una señal a los guardias que custodiaban la entrada de la tienda, apartó el telón y se sumergió en la penumbra alumbrada por algunos braseros. Mirando a su alrededor, Aníbal se dio cuenta de que la presencia de su esposa había hecho mucho más cálida y acogedora su tienda, de costumbre extremadamente espartana. Había una tibieza acogedora, unas mullidas pieles dispuestas un poco por doquier, una bandeja cargada de fruta y una jarra llena de vino siempre listas. Aunque Aníbal estaba convencido de que la frugalidad, para un guerrero, era una virtud, no podía fingir que todas aquellas atenciones por parte de Himilce le disgustaban. Es más, en aquel momento estaba dispuesto a demostrar a su esposa lo feliz que estaba de tenerla con él.

Al verla aparecer, desde una de las zonas más en sombra de la gran tienda, extendió los brazos para acogerla.

—¡Maldito loco e insensato! —lo agredió Himilce, furibunda, lanzándose contra él con los puños levantados y golpeándole con ira la coraza de cuero que aún llevaba, sucia de la sangre de los enemigos que había abatido—, ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué no te comportas como lo que eres?

—Eh, eh, eh —trató de calmarla Aníbal, sorprendido, aferrándola por las muñecas—, ¿Se puede saber qué sucede? ¿Esta es la manera de acoger a tu hombre, que acaba de volver de una feroz batalla?

Ella lo miró con una luz airada en los ojos, pero cuando Aníbal vio que se le saltaban las lágrimas, se dio cuenta de que el furor que la sacudía lo causaba sobre todo el miedo.

—Me lo han contado todo —replicó Himilce, esforzándose por contener el llanto—. Tú estabas allí, delante de las tropas, con el pecho expuesto a los golpes enemigos, listo para dejarte matar por... ¿por qué? ¿Me dices por qué?

Intentó soltarse de Aníbal para volver a golpearlo, desesperada, pero luego, cuando se percató de que sería inútil, se echó en sus brazos, estallando finalmente en llanto.

Él la estrechó, le acarició el pelo y la besó.

—Soy su comandante, ¿entiendes? —le dijo, lo más tiernamente posible—. Si están dispuestos a combatir y a morir por mí, por mis proyectos de conquista y mis ideales, ¿cómo voy a permanecer apartado? Tengo que combatir junto a ellos, deben sentir que soy uno de ellos.

—¡Pero no debes morir con ellos! —gritó Himilce, exasperada, echándose atrás de golpe—. Tú eres el comandante del ejército cartaginés, sin ti estarían perdidos. ¡No puedes arriesgar tu vida! Contigo a su lado combaten con más vigor, pero ¿qué harían si murieses? ¡Demonios, piénsalo!

Aníbal negó con la cabeza.

—Estos razonamientos valen bien poco durante la batalla. Ya sabes cómo soy. No puedo echarme atrás, no quiero que crean que su comandante es un cobarde que los lleva al matadero.

Himilce abrió la boca para replicar, pero las lágrimas le inundaron otra vez los ojos y la cerró, estrechándose de nuevo contra él.

—Perdóname —le dijo, y esas palabras hicieron comprender a Aníbal que era un hombre afortunado.

—Éste es nuestro destino —respondió, abrazando a Himilce—. Si eres fuerte y estás a mi lado, te prometo que llevaremos a cabo la misión que los dioses nos han encomendado.

Himilce volvió a mirarlo a los ojos.

—¿Me estás pidiendo que elija entre tu vida y el destino de Roma?

—No —respondió él—. Te estoy pidiendo que elijas entre el destino de nuestro pueblo y el olvido. Entre la libertad y la esclavitud. Mi vida es muy poca cosa.

—Quizá para ti, que no eres más que un salvaje —objetó Himilce golpeándolo otra vez en el pecho—. No para tu esposa.

—Lo sé —asintió él.

Siguieron mirándose durante un momento, luego, sin hablar y como si obedecieran a un instinto que tenían en la sangre, comenzaron a desvestirse mutuamente.

Cartago
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