II

—¿Cómo ha ido? —le preguntó Versilio, escrutándolo de reojo.

—Hummm... —respondió Publio, tratando de recorrer mentalmente todo lo que había ocurrido, y para lo que le costaba dar aún un juicio desapasionado.

—En mi opinión, ha sido genial —afirmó Publio Licinio Craso, echándose, satisfecho, en un triclinio y comenzando de inmediato a picotear en las ricas bandejas que los esclavos de Pomponia traían a ritmo incesante.

La madre de Publio quería celebrar a su manera el regreso de su hijo, y él estaba decidido a no impedírselo, para relajarse en las atmósferas acolchadas de la domus Scipionis, rodeado de los vestidos vaporosos de su madre y Emilia, que no había tardado en sugerirle que deseaba quedarse a solas con él.

Entre los huéspedes que participaban en el banquete en su honor, Publio había querido que estuviera Versilio. Pomponia había levantado las cejas, sorprendida, pero luego se había dejado de historias, y ahora el siracusano se sentaba rígido e incómodo en un triclinio, sin recostarse con la naturalidad de los demás huéspedes y mirando a su alrededor como si esperara acabar convertido en ceniza por la cólera de alguna oscura divinidad.

No obstante, era evidente que ardía de curiosidad por saber qué había sucedido en el Senado.

—Podrías intentar contarlo, ¿qué dices? —intervino Cayo Lelio, que ya se había convertido en un amigo inseparable de Publio y en el más valiente de sus comandantes. Tenemos curiosidad.

—Digamos que no ha ido mal —sonrió Publio. Habían sucedido tantas cosas, demasiadas, y todas las novedades de aquel día lo habían desbordado. Sólo ahora conseguía relajarse un poco—. He propuesto mi candidatura al consulado —continuó, sobresaltando a Versilio por la sorpresa—. Como también la de Publio Licinio. Ahora sólo nos queda esperar que los senadores no intenten extraños golpes de mano.

—Imposible —intervino el pontifex maximus, divertido—. Tenemos a los dioses a nuestro favor, ¿recuerdas?

Todos se echaron a reír, mientras Publio razonaba sobre el hecho de que la suerte estaba de su lado. La amistad con Publio Licinio Craso se estaba revelando fundamental para sus objetivos. El pontifex maximus era la máxima autoridad religiosa de la República, y Publio Licinio, también gracias a las inmensas riquezas acumuladas por su familia, que lo convertían en uno de los hombres más acaudalados e influyentes de la Urbe, desde hacía seis años ocupaba ininterrumpidamente aquel cargo. Fue gracias a su intercesión y su opinión ampliamente positiva por lo que Quinto Fabio Máximo y los suyos se habían encontrado en dificultad, cuando intentaron poner obstáculos a la candidatura de Publio para el consulado del año siguiente.

—No olvidemos, además, que quien presida la Asamblea será Lucio Veturio Filón —añadió Publio Licinio—, que me ha prometido que cumplirá con su papel.

—Por tanto, te convertirás en cónsul —afirmó Versilio, mirándolo con atención—. Sin embargo, no te veo satisfecho. ¿Hay algo que no nos has dicho?

Publio suspiró. Su padre habría estado orgulloso del hecho de que con sólo treinta años lo hubieran nombrado cónsul, sin embargo... ése no era su verdadero objetivo, y para llegar a donde le pedían el corazón y la mente, Publio necesitaba más tiempo y moverse con absoluta precisión, para no incurrir en errores que podrían comprometerlo todo.

—Tienes razón —respondió—. No estoy del todo satisfecho porque el Cunctator no se ha quedado mirando en silencio, al contrario. Ha hecho lo posible por ponerme trabas, y en cierta medida lo ha conseguido.

—¿Quieres explicarte, por favor? —le pidió Versilio.

Publio volvió a suspirar.

—Me concederán el consulado, pero deberemos movernos con discreción para que las artimañas que ha ideado Quinto Fabio Máximo se traduzcan en una ventaja real para mí y para lo que quiero hacer.

Todos lo miraron, esperando que continuase, y Publio sonrió, dándose cuenta de que había pensado en voz alta en lugar de explicar a sus amigos los pasos retorcidos del difícil juego político y diplomático en que se había zambullido.

—He pedido también a Publio Licinio que presentara su candidatura a cónsul, y no creo que nadie se atreva a oponerse a semejante decisión —continuó—. Llegados a ese punto, pediré que me concedan el mando de las legiones que están asentadas en Sicilia, visto que un pontifex maximus, por su cargo sagrado, no puede alejarse de la Urbe.

—Así es —confirmó Craso—. Las legiones de Roma estarán a mi mando, mientras que a Publio le confiarán las que están asentadas en Sicilia.

—¿Las legiones Cannenses? —preguntó Versilio, sorprendido—. ¿Qué broma es ésa? ¿Por qué no te dan la posibilidad de organizar un ejército poderoso como mereces? En Sicilia están los desechos de todas las batallas que hemos perdido contra Aníbal.

Publio asintió, íntimamente satisfecho de haber querido también a Versilio entre sus interlocutores: el siracusano era el único que parecía comprenderlo a fondo.

—No me habrían concedido reunir un nuevo ejército —respondió—. Quinto Fabio Máximo ha sido muy hábil. Me ha dado su apoyo indirecto para la elección como cónsul, pero, al mismo tiempo, ha sugerido al Senado que podría ser muy peligroso si dispusiera de un ejército de un cierto peso.

—¿Peligroso? —preguntó Cayo Lelio—. ¿Por qué? ¿Qué piensan que harías, echarlos a patadas de la Curia?

—Bueno, en cierto sentido no sería una mala idea... —murmuró Craso, haciendo reír a todos. Pero Publio levantó una mano y los hizo callar, porque aquello era muy importante para él.

—Los Fabios me tienen miedo, ¿no lo entendéis? —dijo—. El Cunctator es viejo, y no saben cuánto más vivirá. Yo soy el único que ha conseguido victorias importantes contra los cartagineses, y estoy disfrutando del favor popular. Mis soldados me han concedido el título de imperator sobre el terreno, y esto les ha hecho pensar que podría ser muy peligroso, si tuviera ambiciones al menos equivalentes a las suyas. Y esto, en resumen, puede jugar en mi beneficio.

—¿Cómo? —le preguntó Versilio.

Publio lo miró.

—Las legiones Cannenses están formadas por veteranos de guerra —respondió—. Soldados amargados y desilusionados, porque Aníbal los derrotó y los dejó pudrirse en Sicilia con el peso de la vergüenza sobre sus espaldas. Muchos de ellos son tan viejos que se los podría licenciar, pero no se van porque saben que en Roma se los trataría con ignominia. Yo me apoyaré en eso. Los adiestraré y les enseñaré a luchar por su redención personal, y esto los transformará en veteranos sedientos de sangre, listos para morir sin vacilar, con tal de ver rescatada en batalla su vergüenza.

Un murmullo se difundió entre los invitados e incluso Publio Licinio Craso dejó por un instante de beber para observar a Publio, sorprendido.

Este se levantó y siguió hablando, intentando dar voz a la emoción que sentía crecer en su interior.

—Mi intención es convertir las legiones Cannenses en unidades de veteranos de altísimo nivel, y entre tanto reclutar la mayor cantidad de hombres posible en las ciudades aliadas de Roma. No pediré un solo legionario más al Senado, pero si todas las poblaciones que tienen cuentas pendientes con Aníbal quieren mandarnos soldados, jinetes, naves y armas, yo no se lo impediré.

—¿Naves? —le preguntó Versilio, asombrado, quizás el único que había captado aquel detalle aparentemente de escasa importancia—. ¿Para qué quieres las naves? Aníbal está en Italia, y no te será difícil alcanzarlo desde Sicilia, incluso sin reunir una flota.

—Pero yo no tengo ninguna intención de atacar a Aníbal —respondió Publio, sobresaltándolos a todos por la sorpresa—. Tengo otros objetivos en mente.

—¿Cuáles? —le preguntó Cayo Lelio, impaciente. Como todos, ya no lograba seguir a Publio.

—¿Qué hemos hecho en Iberia? —respondió Publio, mirándolos a todos, alternativamente—, ¿Acaso hemos entablado una batalla con los hermanos de Aníbal golpeándolos ciegamente, sin tener ninguna estrategia preventiva?

—No —habló por primera vez Marco Aurelio Sedaño, que había seguido toda la discusión en silencio—. Nos has enviado a Nueva Cartago, para conquistarla y cortar los suministros de los Bárcidas, además de dar una señal fuerte a las tribus ibéricas aliadas de los cartagineses.

Publio le apuntó con un dedo, satisfecho.

—Exacto —dijo—. Y es lo que haremos ahora. Es inútil atacar a Aníbal aquí en Italia y dejar que Cartago continúe tramando y prosperando en la sombra. ¿Tenéis idea de cuántos senadores, sobre todo en la facción de los Fabios, siguen comerciando con los cartagineses? ¿Cuántos se hacen de oro, aprovechando la guerra?

—Y quieres poner fin a todo eso, ¿verdad? —le preguntó Versilio.

—Quiero atacar Cartago, o, en cualquier caso, desembarcar en Africa y llevar allí la guerra. Quiero obligar a Aníbal a venir a buscarme para luchar en defensa de su ciudad, e inducirlo de este modo a abandonar Italia.

El murmullo entre los invitados creció, cuando todos se dieron cuenta de las implicaciones de lo que estaba diciendo.

—¡Claro! —asintió Cayo Lelio—. Si Aníbal vuelve a Africa le será imposible amenazar de nuevo a Roma, aunque te... —se interrumpió, mirando a Publio, incómodo.

—Aunque me derrotara —concluyó Publio, con una sonrisa—. Tienes toda la razón. Y dado que no soy estúpido y sé que puede ocurrir, es más, en cierto modo es la hipótesis más probable, una derrota en Africa tendrá para mí contragolpes políticos muy inferiores, comparados con otra batalla perdida en Italia. Y, como he dicho, gracias a la supremacía absoluta de nuestra flota, una vez desembarcado en Africa, Aníbal ya no podrá regresar a Italia.

—No podrá hacerlo por mar y tampoco por Iberia —constató Marco Aurelio—. Ahora está completamente bajo nuestro control.

—Así es —asintió Publio volviendo a sentarse. Fuera como fuese, devolvería la confianza a los romanos, que al no tener ya el peligro de Aníbal en sus territorios, lo considerarían un salvador, incluso en el caso de una derrota en una batalla campal.

—Pero tú estás convencido de que podrás vencerlo —intervino Versilio con su sagacidad habitual.

Publio lo miró y evitó estirar los labios en una sonrisa. Se limitó a encogerse de hombros y a responder:

—Haré lo posible para que eso ocurra.

Aníbal se sentía como un león enjaulado. Iba de un lado para otro en su tienda pisando el suelo con ira, como si de aquel modo pudiera mandar una señal a Mot, el dios de los infiernos, para que se decidiera a hacer algo.

La inacción lo irritaba. Un sentimiento de inadecuación no le permitía dormir de noche. Los romanos ya no se dejaban embaucar por los escuadrones de caballería que él enviaba para azuzarlos y obligarlos a reaccionar. De vez en cuando, se producían unas escaramuzas entre sus veteranos y alguna unidad al mando de algún joven tribuno poseído por sueños de gloria, pero todo se reducía a veloces combates que decretaban la derrota de los romanos, y en nada afectaba al deseo de Aníbal de enfrentarse otra vez con las legiones.

Sin embargo, sabía que Roma, en este sentido, no se quedaba de brazos cruzados: cada día se reclutaban centenares de legionarios y auxiliares, que iban a engrosar las filas de un ejército que, de ser reunido bajo un único estandarte de mando, sería cinco veces más numeroso que el cartaginés.

—Nadie puede gobernar semejante ejército —sostuvo Maharbal durante una encendida discusión con Aníbal y sus principales comandantes—. Los romanos lo saben y, por tanto, esperan que sea el tiempo el que nos agote.

—¡Si las cosas siguen así, sucederá de verdad! —exclamó Maruda, al que los años habían consumido el rostro, como si fuera un antiguo pergamino, y cuya mirada se había hecho aún más sombría e inquietante—. Debemos hacer sacrificios a los dioses y movernos hacia Roma. ¡Combatamos hasta la muerte para ganarnos el favor de los dioses!

Aníbal escupió al suelo, furioso.

—Si yo tuviera esas legiones —gritó—, nadie podría detenerme.

Se hizo el silencio. Aníbal sabía que se había equivocado: tal vez habría debido atacar Roma de inmediato, después de la masacre del Trasimeno. Pero no lo había hecho, convencido de que podría aislar a Roma del resto de Italia, de aquellos aliados que componían su fuerza y que se habían demostrado un depósito inagotable de hombres y medios para sus adversarios.

Ahora era demasiado tarde para volver atrás. Si Maruda quería inmolarse en nombre de los dioses, podía hacerlo incluso solo, degollándose junto a uno de sus toros sacrificales. Por su parte, no tenía ninguna intención de desafiar a Roma directamente, dado que sabía que el ejército alineado en defensa de la Urbe estaba compuesto por más de sesenta mil hombres. Continuaría con su estrategia de desgaste, tratando de reflexionar sobre lo que había sucedido y volviendo a empezar desde el principio, quizás incluso abandonando Italia para regresar a Iberia, allí donde su padre había dado los primeros pasos hacia la gloria de los Bárcidas.

—¿Qué noticias hay de Escipión? —preguntó a Paribio, que se sentaba en la mesa a la que Aníbal había mandado llevar bandejas de frutas y garrafas de vino, junto a Amidal y a Varix, el galo que se había quedado con ellos durante todos aquellos años y no dejaba de aportar refuerzos de las tribus aliadas de la Galia Cisalpina.

Paribio negó con la cabeza.

—No se mueve, tampoco él. Se ha establecido en Sicilia, y se desplaza de ciudad en ciudad como si estuviera ocupado en legaciones comerciales, en vez de en operaciones de guerra. Está comprando madera, hierro y telas. Y está equipando una flota de naves que añadir a la que ya posee.

Aníbal gruñó. También Publio Escipión había resultado ser una decepción. Cuando lo eligieron cónsul, él creyó que por fin había llegado el momento de la confrontación definitiva, la que esperaba desde hacía tiempo y que reviviría los días de gloria de las batallas del Trasimeno y de Cannae. Aquel joven de mirada cargada de odio ya se había atravesado en su camino, y nunca había vacilado en combatir por sí mismo, por su padre y por Roma, con una furia y una habilidad que en cierto sentido le parecían sorprendentes.

Al enterarse de sus victorias en Iberia, en perjuicio de los ejércitos al mando de Asdrúbal y Magón, Aníbal se persuadió de que era el caudillo que Roma necesitaba para decidir reunir a sus legiones y enfrentarse con él a campo abierto.

Aníbal estaba convencido de que nadie lograría derrotarlo y, por tanto, deseaba ardientemente que Escipión hallara el valor de confrontarse con él, dándole la posibilidad de obtener otra importante victoria, que al fin sacudiría a Cartago de su letargo y la persuadiría a darle todo el apoyo que necesitaba para el acto final: el asedio y la destrucción de la Urbe.

Pero antes necesitaba que todas las esperanzas y la confianza que Roma tenía depositadas en el más valiente de sus generales se derrumbaran bajo el ímpetu de su ejército, difundiendo el desasosiego y el miedo por toda Italia, hasta el corazón mismo de la República.

En cambio, Publio Cornelio Escipión se había revelado como un cobarde y un partidario de tácticas dilatorias al igual que todos los demás cónsules que le habían precedido. Se había atrincherado en Sicilia tomando el mando de un ejército compuesto de desechos de las legiones romanas, y nunca había mostrado la intención de organizarse para moverse contra él.

Aníbal se detuvo, frunció el ceño al notar un pensamiento que se abría camino dentro de él y a continuación se volvió para mirar a los demás.

—Vamos a Sicilia —dijo, sintiéndose sacudido por un estremecimiento de excitación—. No esperemos a que Escipión esté preparado. Cojámoslo por sorpresa y aniquilémoslo. Entonces, si Sicilia está en nuestro poder, y con ella todas las naves de la flota romana, Cartago ya no podrá escudarse en el pretexto del bloqueo naval y deberá intervenir en nuestro apoyo.

Cuando terminó de hablar, en la tienda se hizo el silencio. Paribio, Amidal y Varix se intercambiaron ojeadas inciertas, luego volvieron a mirar a Aníbal, como si esperasen de él una respuesta a lo que había propuesto.

Pero Aníbal ya estaba cabalgando hacia los nuevos horizontes que se abrían en su mente. Había encontrado el modo de escapar de la inmovilidad que los paralizaba, y que les impedía continuar la guerra con el empuje que siempre habían mantenido.

—Sicilia está repleta de fortalezas bien defendidas —intervino Paribio—. No será fácil.

Aníbal sonrió mostrando los dientes.

—Nada es fácil, cuando se combate —respondió—. Lo importante es ir siempre un paso por delante del adversario. Y es lo que haremos.

Nadie objetó nada, así que Aníbal los despidió.

—Que circulen las órdenes. Que se disponga todo para desplazar al ejército. Con la llegada de la primavera deberemos ponernos otra vez en marcha.

Cartago
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