VIII
Aquella noche Magón despertó a Aníbal haciéndole señas de que los huéspedes que esperaban habían llegado.
—¿Cuántos son? —preguntó mientras se vestía deprisa, ya despierto y perfectamente lúcido. Aníbal consideraba el sueño algo fundamental para un guerrero, capaz de regenerar las fuerzas que había gastado en la batalla, pero también una pérdida de tiempo insoportable si el cuerpo no estaba agotado por los combates o las largas sesiones de entrenamiento.
—Tres, como nos habían dicho —respondió Magón—, También está el experto que habías pedido.
Aníbal asintió satisfecho y salió de la tienda. Había decidido recibir a los delegados de los boyos al aire libre, en torno a un fuego, para que se sintieran más a gusto. Sabía que aquella gente era tan desconfiada como hábil en la batalla, y llevaba tiempo intentando ponerlos de su parte, de modo que se sublevaran cuando su ejército se extendiese por Italia, convenciendo a las demás tribus galas para que los secundaran en su desafío contra Roma.
Los boyos hacía tiempo que reivindicaban con obstinación su independencia de la República, pero, solos, nunca estarían en condiciones de liberarse de las cadenas de los romanos. Por eso, hacía meses que había mandado emisarios a toda la Galia Cisalpina, con la misión de referir el grandioso plan que Cartago estaba poniendo en práctica para asestar un golpe decisivo a Roma, y con la esperanza de reunir aliados, tanto más preciosos porque conocían el territorio y porque, si se alineaban con él, no sólo engrosarían las filas de su ejército, sino que privarían a las legiones romanas de los refuerzos que Roma esperaba de las poblaciones subyugadas, y que siempre habían constituido la fuerza de la República.
Mientras el recuerdo de Himilce, y de la sonrisa cargada de desafío que le había dirigido mientras se alejaba, aleteaba aún en su mente, junto con una extraña sensación de inquietud, Aníbal llegó al fuego en torno al cual se encontraban los delegados de los boyos junto a Hannón y a algunos guardias selectos del Escuadrón Sagrado.
—Bienvenidos —dijo poniéndose delante de ellos. Había hablado en su lengua, pero cuando vio que los galos apenas inclinaban la cabeza y lo miraban fijamente, comprendió que eran hombres con los que debería tratar de igual a igual.
Hizo señas a sus huéspedes de que se sentaran, y ordenó con una simple mirada a Hannón que les sirviera de comer y beber.
—Conozco vuestra lengua —empezó el más alto de los boyos, un hombre de espaldas enormes y pecho desnudo, cubierto sólo en parte por una piel cortada en seco y una doble correa de cuero en la que estaban enganchados anillos de hierro, pequeñas alforjas y puñales de distintas dimensiones. El pelo del galo era largo e hirsuto, y estaba recogido en la nuca y sujetado por una cuerdecilla de cuero. Las densas patillas llegaban hasta la mitad de la mandíbula, donde una tira de piel blanca resaltaba como una cicatriz, antes de que una poblada y rojiza barba cubriera el resto de los rasgos.
—Entonces podremos hablar con más facilidad —dijo Aníbal, satisfecho.
—Nuestros hombres están listos —fue al grano el jefe de la delegación gala—. ¿Cuándo podré confirmar vuestra llegada?
—Mañana atravesaremos el Ebro —les explicó Aníbal, consciente de que no iba a poder esconder nada si quería su pleno apoyo—. Luego marcharemos hacia los Pirineos, cruzaremos el Ródano y llegaremos a las proximidades de los Alpes.
—Los romanos podrían interceptaros en Massalia —le hizo notar el guerrero galo, y Aníbal sonrió. No eran unos desprevenidos, y ya habían tratado de analizar todos los posibles escenarios de la empresa a la que se disponían los cartagineses.
—No nos dirigiremos hacia Massalia —afirmó Aníbal, advirtiendo una chispa de curiosidad en los ojos de los boyos—. Iremos directos hacia los desfiladeros alpinos, que esperamos poder atravesar también gracias a vuestra ayuda.
—¿Dejaréis a vuestras espaldas esa ciudad sometida a Roma? —preguntó el jefe de los galos haciendo una mueca—. ¿Intacta?
—No tendrá ninguna importancia —respondió Aníbal—, siempre que consigamos golpear a Roma en su territorio.
Los galos se intercambiaron miradas dubitativas, luego el jefe de la delegación señaló a uno de los hombres.
—El conoce todos los secretos de los desfiladeros de montaña —declaró—. Os ayudará a encontrar el mejor paso para vuestro ejército.
—¿Crees que lo conseguirán los elefantes? —se entrometió Magón, ganándose una mirada hosca de Aníbal.
El jefe de los boyos exhibió una sonrisa, luego hizo una señal a su experto en los Alpes y éste les mostró un envoltorio, que posó en el suelo.
—Mirad —dijo el jefe de los galos desenvolviendo el hato y dejando a la vista su contenido—. Se han encontrado a alturas que consideraríais imposibles para un elefante. Y, sin embargo, allí estaban.
Con una cierta sorpresa Aníbal observó los restos de algunos colmillos que relucían junto a las chispas del fuego. Eran extraños, con una forma y una dimensión particulares, aunque se trataba sólo de fragmentos. No obstante, era indudable el mensaje que transmitían: alguien ya había llevado elefantes a las montañas. O en aquella zona existían animales muy similares a los elefantes, lo cual demostraba que el plan de Aníbal no era tan descabellado como todos creían.
—Necesitaremos las informaciones de vuestro experto —afirmó Aníbal, mientras las narices se le dilataban por la excitación.
—Cuando lleguéis, estaremos preparados —declaró el jefe de los boyos, levantándose—. Beridice se quedará aquí con vosotros. Será vuestro guía.
—Quedaos al menos una noche —le propuso Aníbal—. Estaréis cansados. Tenemos excelente comida, vino y mujeres a voluntad.
El galo sonrió bajo la maraña de su hirsuta barba, pero luego inclinó la cabeza con un movimiento decidido y respondió:
—Te lo agradezco, pero debemos regresar de inmediato a nuestra tierra. Advertiré a nuestros hombres de que estén listos, a la espera de vuestra llegada.
Aníbal se limitó a asentir, comprendiendo que habría sido inútil insistir, y los boyos se alejaron en la noche, mientras el hombre que se llamaba Beridice permanecía firme en su puesto.
Hannón se adelantó y le dio una palmada en el hombro, luego con mirada cómplice le dijo:
—¿Qué dices, te interesa probar nuestro vino, nuestro jabalí o nuestras mujeres?
—¿Por qué no todo a la vez? —respondió el galo con una luz codiciosa en los ojos.
Hannón se lo llevó, riendo, y Aníbal pudo relajarse junto al fuego. Por encima de ellos, el cielo estaba cubierto de estrellas, y todo hacía presagiar el enorme éxito de la grandiosa empresa que estaban a punto de realizar.
—Nuestro padre estaría orgulloso de lo que estás haciendo —murmuró Magón junto a él.
Aníbal no replicó nada, limitándose a dirigir una leve sonrisa al manto de estrellas que los dominaba.