II

—¡Rápido, demonios, la espada! ¡Tráeme la espada!

Publio no conseguía poner freno a la excitación, y la ira que lo invadía cada vez más no iba dirigida tanto contra Versilio, que procuraba ayudarlo a prepararse lo más deprisa posible, como contra él mismo, por haberse dejado coger desprevenido justo en el momento en que finalmente llegaba la orden de movilizarse.

Aquella noche se había entretenido con una muchacha algo más joven que él, que pertenecía al grupo de prostitutas que se había unido a las legiones desde que se marcharon de Pisae. Era etrusca, y los rasgos delicados del rostro, los ojos claros y el largo pelo castaño lo habían hechizado desde el primer momento. Se había quedado sorprendido de que una muchacha tan joven ejerciera ya la profesión, pero algunos veteranos le habían contado que se trataba de la hija de otra prostituta, habituada a viajar con los soldados y probablemente iniciada en aquel trabajo desde las primeras menstruaciones. No era raro tropezar con aquellas chiquillas procaces, aunque a los legionarios más ancianos y a los veteranos de costumbre les agradaba entretenerse con mujeres más expertas, que conseguían satisfacer incluso a dos o tres de ellos a la vez.

Cuando Publio conoció a la chiquilla etrusca de ojos verdes, no tuvo dificultades para pretenderla para él y llevársela a la tienda que compartía con Versilio. Era un hábito al que se sometía cada vez más a menudo, como devorado por una fiebre que se expresaba en el deseo por el cuerpo inmaduro pero increíblemente sensual de la chiquilla.

Versilio no solía hacer ningún comentario al respecto y se limitaba a acurrucarse en su camastro en el rincón más oscuro de la tienda, donde Publio le había ordenado que permaneciera escondido, no sin antes haber reavivado el fuego en los braseros y preparado una túnica limpia para su amo, que se pondría cuando acabara de retozar con la prostituta etrusca sobre las pieles de oso que había hecho disponer para la ocasión.

Pero aquella noche la chiquilla y él se excedieron. En efecto, ella había decidido darle una sorpresa y se había presentado con una amiga, una muchacha de pelo negro como la noche y con unos extraños ojos, que había declarado que tenía la misma edad que Publio. En realidad, él imaginó enseguida que debía de tener al menos dos o tres años más, pero, al intuir lo que la chiquilla etrusca tenía preparado para él, no protestó.

Ella siempre trataba de sorprenderlo y envolverlo en nuevos juegos eróticos, y aunque Publio sabía perfectamente que lo hacía solo por las monedas que le metía entre las manos cada mañana, cuando ella se deslizaba fuera de la tienda, no perdía la ilusión de que él le interesara de verdad y se divirtiera mostrándole todas las capacidades amatorias que había aprendido de su madre.

Cuando las dos muchachas, después de imponerle que permaneciera sentado mirando, empezaron a besarse y desnudarse mutuamente, Publio se sintió invadir por una sensación de vértigo y no le cupo la menor duda de que prefería los cuerpos femeninos y que nunca podría dejarse llevar por la debilidad griega que empujaba a muchos soldados a yacer con otros hombres.

A él le gustaban las mujeres, precisamente como aquellas dos chiquillas que reían y lo miraban pasándose la lengua por los labios, mientras retozaban la una sobre la otra, completamente desnudas, exponiendo a su mirada y a su deseo las partes más íntimas de su cuerpo.

Aquella noche, cuando finalmente las muchachas le concedieron unirse a ellas, Publio se entregó completamente, hasta derrumbarse entre las pieles de oso, extenuado pero satisfecho como nunca en su vida. Hasta el punto de que a la mañana siguiente no logró despertarse a tiempo, y sólo la insistencia de Versilio, que le arrancó de encima los cuerpos calientes de las dos prostitutas y lo sacudió hasta obligarlo a ponerse en pie, evitó que Publio llegase con retraso a la reunión que los toques de trompeta habían anunciado.

Con la cabeza que le dolía y el cuerpo entumecido como si hubiera combatido con un gladiador en la arena, Publio pagó generosamente a las muchachas y ordenó que salieran para poder concentrarse en ataviarse según mandaba su rango.

Ahora, finalmente, todo estaba listo, y mientras el trasiego de los caballos lanzados al galope hacía temblar el terreno bajo sus pies y las trompetas continuaban resonando incesantes, Publio aferró la espada de las manos de Versilio y se concedió un último y profundo suspiro.

—¿Estás listo? —le preguntó el siracusano mirándolo con aprensión.

—Sí —respondió Publio, mintiendo descaradamente. Hacía días que había concluido la marcha de acercamiento de las legiones a la cabeza de puente de Aníbal, y gracias a los exploradores enviados el día anterior por su padre sabían que el ejército enemigo había vadeado el río Sesites y había acampado a menos de cien estadios de ellos, demostrando toda la arrogancia de Aníbal.

El cónsul y sus oficiales se habían reunido esa misma tarde para establecer las tácticas que debían poner en práctica con vistas al enfrentamiento que ya se presagiaba inminente, y aunque no habían convocado a Publio al consejo de guerra, lo habían advertido de que al día siguiente, al amanecer, lo esperaban en una reunión de todos los tribunos militares para organizar la formación de las legiones y marchar hacia el enemigo.

Quizá fuera precisamente a causa de la tensión y el nerviosismo de la espera por lo que Publio se había dejado arrastrar por los placeres de la carne, pero ahora pagaba las consecuencias de ello.

—¡Vete! —lo exhortó Versilio, arrancándolo de sus pensamientos con un estremecimiento doloroso—. ¡Y procura lucirte!

Publio trató de decir algo, pero advirtió que tenía la garganta seca, como si hubiera bebido brea caliente. Así que se limitó a asentir y salió de la tienda con el yelmo emplumado bajo el brazo.

Su caballo estaba listo, y saltó a la grupa con la ayuda de Versilio. Por doquier los legionarios estaban en movimiento, decuriones y centuriones aullaban órdenes tajantes a sus hombres, y las unidades de caballería comenzaban a reunirse siguiendo las indicaciones de los tribunos. El aire estaba saturado de polvo, el estrépito era impresionante, y Publio se dio cuenta de que nunca había visto a tantos hombres en orden de guerra.

Después de haber intercambiado una última mirada con Versilio, espoleó su caballo hacia la altura en la que habían instalado la gran tienda consular, donde se celebraría la reunión.

—¡Recuerda que eres un Escipión! —le gritó Versilio, y para su sorpresa Publio se dio cuenta de que aquellas palabras habían sido suficientes para que cobrara seguridad y ahuyentase el miedo que hacía que le temblasen las piernas.

Estaba a punto de entrar en batalla junto con su padre. Su primera batalla. En la que procuraría lucirse.

* * *

Durante el consejo de guerra todo pareció claro y bien planeado. La disposición de las legiones en el campo de batalla quedó reflejada en el gran cuadrado de arena que usaban los oficiales romanos, y el cónsul se esforzó por que todas las escuadras de caballería y los manípulos de legionarios, tanto aquellas que formaba los ciudadanos romanos como los que componían los aliados itálicos, pudieran alinearse de manera ordenada, sin estorbarse entre ellos.

Ahora que veía alineados los manípulos, con las unidades de caballería en los flancos, Publio se dio cuenta de que el ejército consular era mucho más fragmentado y heterogéneo de lo que había creído. Sobre todo si se comparaba con el ejército enemigo, que se había dispuesto a pocos estadios de ellos, extendiéndose hasta donde llegaba la vista con hileras y más hileras de soldados cartagineses perfectamente formados, las unidades de caballería en los flancos y en la retaguardia y los elefantes colocados ordenadamente aquí y allá, con enormes armazones de madera encajados en la grupa en los que varios hombres esperaban empuñando arcos y jabalinas.

Al observar a aquellas bestias de largos colmillos, de los que Publio sólo había oído hablar y que veía por primera vez, el corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho. Imaginó lo poderosa que podía ser su fuerza de choque: la carga de los elefantes abriría brechas por las que la caballería enemiga se desplegaría sin obstáculos, y éste sería el primer problema que deberían resolver los legionarios más expertos y los manípulos aliados.

Por su parte, Publio estaba alineado con su escuadrón en la vertiente occidental del campo de batalla, en la retaguardia, inmediatamente después de la fila de los triarii, que seguía a la de los principes y los astati.

No sabía cuándo su escuadrón podría desengancharse de las posiciones de refuerzo para enzarzarse en la batalla, pero sospechaba que esto ocurriría bastante tarde, después de que las tropas de caballería enemigas hubieran conseguido penetrar a fondo en la formación de las legiones, o para barrer a los enemigos fugitivos cuando el ejército cartaginés, como todos esperaban, fuera derrotado.

No era una perspectiva emocionante para un joven guerrero que soñaba con cubrirse de gloria desde la primera batalla, pero Publio no era necio y sabía que no se encontraba ante una de las simulaciones que reconstruía junto a Versilio: aquella era la realidad, y la otra cara de la victoria era la derrota, e incluso la muerte.

Irguiéndose lo más posible sobre el caballo, escrutó las tropas inmóviles y silenciosas de los cartagineses, y trató de localizar al hombre que había decidido lanzar aquel desafío a Roma, adentrándose hasta Italia después de una increíble marcha que lo había llevado a atravesar montañas consideradas inaccesibles. Aníbal Barca estaba en alguna parte detrás de sus veteranos, a la grupa de su caballo y rodeado por sus generales, tal como el cónsul Escipión que, desde una altura apartada a pocos centenares de pasos de donde se encontraba Publio, observaba la situación en silencio, listo para ordenar el avance de las legiones.

Cuando, desde algún punto del campo de batalla, resonó el aullido de los cuernos enemigos, Publio se estremeció, dándose cuenta de que el momento tan esperado había llegado.

Las tropas cartaginesas respondieron al llamamiento como un solo hombre, acabando con las vacilaciones y avanzando en filas cerradas, mientras el estrépito de los cascos se elevaba en el aire, junto a las nubes de polvo, y la tierra temblaba bajo las enormes patas de los elefantes.

Publio apretó con fuerza las riendas, esperando la orden de avanzar, pero durante un momento que le pareció infinito no ocurrió nada. Los cartagineses avanzaban cada vez más rápidamente, mientras las unidades se extendían sobre las alas y los elefantes apuntaban derecho hacia la infantería ligera romana, luego de improviso resonaron las tubas y la primera línea del ejército consular se movió, adelantando a los vélites y a las compañías refunfuñantes de los celtas, que estaban ansiosas de poder lanzarse contra el enemigo.

El impacto entre los dos ejércitos fue terrorífico, y por primera vez Publio advirtió el terror primordial del soldado que ve que se le echa encima el enemigo dispuesto a matarlo.

* * *

Aunque no tenía experiencia en batallas, Publio advirtió de inmediato que las cosas no iban como su padre y los oficiales habían planeado. La cuña del ejército cartaginés estaba constituida por los elefantes, pero también por las unidades de caballería pesada ibérica, que penetraron en las mallas de los vélites como una cuchilla en la mantequilla, sin encontrar ninguna resistencia. Los celtas combatían con valor y con su insana voracidad de sangre, pero se habían fragmentado en grupos desordenados y no estuvieron en condiciones de asegurar ni una válida oposición a la caballería enemiga, ni un ataque a fondo en el corazón mismo de la alineación cartaginesa.

Al darse cuenta de la situación, el cónsul había puesto en marcha a la caballería romana y aliada para tratar de oponer a la cuña cartaginesa una enorme barrera que pudiera permitir que las legiones realizaran una maniobra de flanqueo y rodear en tenaza al grueso de las fuerzas enemigas.

La maniobra habría podido tener éxito si, de improviso, desde ambas alas de la formación púnica, no hubieran aparecido aquellas criaturas de pesadilla que Publio recordaría durante el resto de su vida. Negros como la noche, cabalgaban sin el auxilio de las bridas, sujetando a sus cabalgaduras con las piernas y las rodillas para poder mantener las manos libres y lanzar sus cortas jabalinas contra los legionarios romanos, tan rápidos y veloces como para evitar siempre el combate cuerpo a cuerpo con el enemigo y llegar, de pronto, desde cualquier dirección para matar con embestidas feroces a quien se interpusiera en su avance.

Publio vio que la caballería númida hacía estragos con los vélites y los asteros, que no conseguían alcanzarlos con sus jabalinas, y una vez que las incursiones de aquellos Africanos de ojos salvajes acabaron de completar el cerco de la pesada caballería romana, comprendió que todo estaba perdido.

La acción había durado el tiempo de un suspiro, como si todo hubiera ocurrido en las espiras vaporosas de un sueño, y mientras la tierra temblaba bajo sus pies y el aire se llenaba de los alaridos desgarradores de los hombres heridos de muerte, Publio se dio cuenta de que los aliados galos abandonaban el enfrentamiento y se dispersaban en todas direcciones, mientras los centuriones gritaban desesperadamente las órdenes a sus hombres, tratando de mantener compactas las filas de los veteranos romanos, que ahora eran los únicos en el campo capaces de oponer una mínima resistencia.

Publio se volvió desesperado hacia los hombres de su escuadrón, que miraban a su alrededor, desorientados, aún milagrosamente a salvo del núcleo furibundo de la lucha, pero que pronto, si no se movían, serían localizados y atacados por los jinetes númidas.

Estaba indeciso sobre qué ordenar a sus hombres, si mandarles replegarse hacia el campamento romano para buscar la salvación en la retaguardia, que ya estaba preparada para la fuga, o incitarlos a ayudar a sus compañeros, zambulléndose en la lucha encarnizada que se había desencadenado entre los alaridos de los hombres, los relinchos de los caballos y los barritos de los elefantes.

Fue el azar el que decidió por él: se le acercó un elefante a paso de carga, con la trompa levantada para emitir un sonido estridente, y los colmillos adelantados, que habrían sido capaces de ensartar a tres hombres a la vez.

—¡Separaos! —aulló Publio desenfundando la espada y clavando los tobillos en los flancos del caballo, de modo que hiciera un extraño y evitase la carga del elefante. El escuadrón se dividió en dos, pero cuando Publio obligó al caballo, con un tirón de las bridas, a girar sobre sí mismo para dirigirse hacia el elefante, fueron muchos los que gritaron de ira y lo siguieron blandiendo las espadas.

—¡Rodeémoslo! —gritó Publio, tratando de espolear al caballo a acercarse. La empresa no era fácil porque el animal, espantado por los barritos salvajes, hacía extraños y se encabritaba, intentando sortear los dardos que los cartagineses situados en el armazón instalado sobre el elefante lanzaban con sus pequeños arcos letales.

Pero muy pronto Publio consiguió amansar a su caballo, y junto con una decena de jinetes de su escuadrón se lanzó contra la enorme bestia, golpeándola en los flancos y las patas. Cuando una flecha rebotó en una de las placas de hierro de la loriga que llevaba, Publio agradeció a sus antepasados y se desvió, para ponerse detrás del elefante, donde estaba al abrigo de los dardos que provenían de lo alto. La enorme bestia enemiga reaccionaba con ira y con barritos desgarradores a los golpes que recibía, moviéndose furiosamente y siguiendo las órdenes del cartaginés que se sentaba en su cuello, que a su vez combatía lanzando flechas con una habilidad impresionante.

Publio trató de ahuyentar el pánico que lo estaba invadiendo y se acercó, llegando casi a la altura de la corta cola del elefante, que batía sobre las nalgas imponentes, envueltas por las largas tiras de cuero que sostenían el armazón. Refunfuñando por la ira y para mantener alejado el terror, Publio golpeó furiosamente con la espada una de aquellas correas, repetidas veces, abriendo desgarros en la piel dura del elefante, pero sobre todo consiguiendo cortar casi por completo la tira de cuero, que de improviso, con un chasquido, salió despedida.

—¡Cuidado! —aulló Publio excitado al ver que el castillo de madera instalado en la grupa del elefante se inclinaba hasta precipitarse al suelo. Sus hombres consiguieron apartarse a tiempo, y cuando la estructura se estrelló y los arqueros cartagineses cayeron rodando, volvieron a acercarse velozmente, matando a los enemigos uno tras otro.

Animado por aquel éxito, Publio ordenó a sus hombres que siguieran golpeando al elefante: debían abatirlo antes de que su conductor lo volviera contra ellos.

Ahora que ya no había púnicos asaeteándolos desde lo alto, los jóvenes jinetes romanos consiguieron rodear al elefante y golpearlo repetidamente, hasta que, después de un último y fragoroso berrido, la enorme bestia se derrumbó sobre un costado, aún viva pero extenuada por las heridas recibidas.

El conductor rodó lejos, antes de acabar aplastado, pero dos hombres de Publio lo alcanzaron y lo remataron de inmediato.

—¡Bien hecho! —gruñó Publio sintiendo que la sangre le llenaba los ojos. Habían logrado abatir a un elefante y matar a todos los arqueros cartagineses, lo cual significaba que el enemigo no era imbatible, y que aquella batalla aún no estaba perdida.

Dilatando las narices por la excitación, se volvió para buscar a su padre con la mirada, pero al percatarse de lo que estaba sucediendo en el campo de batalla, sintió que el corazón se le encogía por el terror.

* * *

Los romanos habían sido derrotados. La caballería númida perseguía a los legionarios que se estaban dando a la fuga, para alcanzarlos y golpearlos en la espalda, el cuello o las piernas con sus largos puñales de hoja ancha.

Lo que quedaba de la caballería pesada romana estaba rodeado por los jinetes púnicos y los elefantes, que demostraban ser letales cuando los maniobraban en parejas.

Con lágrimas en los ojos por la desilusión, después del soplo de esperanza que lo había llenado, Publio trató de localizar a su padre, que ya no estaba en la altura. ¿Era posible que se hubiese retirado? ¿Que hubiese abandonado el campo de batalla, condenando a una muerte segura a sus legiones? No, no podía creerlo. Sollozando por la ira espoleó el caballo, dirigiéndolo hacia el punto en que la lucha era más encarnizada, y de improviso lo vio: sil padre estaba combatiendo a la grupa del caballo, rodeado por la guardia de corps consular que intentaba protegerle los flancos y las espaldas, aunque ahora la situación parecía desesperada.

—¡Padre! —gritó, lanzándose hacia delante para acudir en su ayuda, sin controlar si su escuadrón de jóvenes jinetes estaba dispuesto a seguirlo en aquella cabalgada desesperada. Aún no había alcanzado al cónsul, cuando se dio cuenta del guerrero cartaginés que avanzaba sobre un poderoso caballo negro. El hombre combatía con una fuerza, una energía y una habilidad tales que Publio comprendió de inmediato de quién se trataba: era Aníbal, el comandante en jefe del ejército cartaginés. Y estaba a punto de alcanzar a su padre, avanzando como una furia imparable.

* * *

Con un gruñido desesperado Publio se inclinó sobre el cuello del caballo y lo incitó a zambullirse hacia delante, superando los cuerpos de los soldados muertos o heridos que cubrían el terreno. Rotaba la espada con furia, procurando impedir que alguien lo detuviese. Debía alcanzar a su padre antes de que lo hiciera Aníbal, porque, estaba seguro, el Bárcida no tendría piedad del cónsul y lo mataría, separándole la cabeza del cuerpo para levantarla al cielo teñido de sangre y proclamar la victoria de los cartagineses.

Con la vista ofuscada por las lágrimas, Publio consiguió abrirse paso en la reyerta, y de improviso localizó a su padre. El cónsul aún estaba a caballo, y luchaba con ira, pero con método, demostrando una excelente técnica de combate y sin dejar de incitar a sus hombres.

—¡Estoy aquí, padre! —gritó percibiendo con el rabillo del ojo la punta de una jabalina que habían arrojado contra él y evitándola por un pelo. Publio no perdió tiempo en desembarazarse del guerrero púnico que había intentado ensartarlo: al ver que Aníbal había alcanzado a su padre y cruzaba la espada con él, gritó de ira y miedo y se lanzó hacia delante, confiando en llegar a tiempo.

* * *

Las espadas de Aníbal y del cónsul chocaron entre sí, despidiendo una cascada de chispas. El guerrero cartaginés era gigantesco, una furia de hombre con ojos centelleantes que nada parecía capaz de detener, y cuando Publio vio que su padre encajaba con una mueca de dolor el golpe que le había asestado su enemigo, comprendió que Aníbal lo mataría.

Espoleó aún más el caballo para acercarse y tratar de desarzonar al Bárcida u obligarlo a dirigir su furia a otra parte, pero no llegó a tiempo.

En efecto, moviéndose en la cascada de chispas producidas por el impacto de las hojas de las espadas, Aníbal giró decididamente el busto y consiguió asestar un nuevo golpe antes de que el cónsul tuviera tiempo de pararlo y Publio lograra interponerse entre ellos: la punta de la espada se hundió apenas debajo de la axila del cónsul, introduciéndose en un intersticio de la loriga y penetrando en la carne.

Publio se dio cuenta de ello mientras un alarido desgarrador le escapaba del pecho, y se echó con su caballo contra el corcel de Aníbal, logrando ahuyentarlo. El comandante cartaginés, cogido por sorpresa, no pudo apretar con bastante fuerza las rodillas en torno al cuerpo del caballo y cayó de él, derrumbándose sobre un montón de cadáveres y de jabalinas rotas.

Publio no se preocupó de comprobar la suerte del Bárcida, saltó de su caballo y se dirigió hacia su padre para socorrerlo. Aún estaba vivo, y Publio notó que la herida, aunque grave, no debía de ser mortal.

—¡Sal de aquí! —le dijo, intentando levantarlo.

El padre lo miró con una luz de sorpresa y extrañeza en los ojos, luego hizo fuerza con las piernas, apoyándose en él, y se levantó. En aquel momento, a pocos pasos de ellos, Aníbal se irguió como un dios enfurecido, empuñando la espada y con la mirada cargada de un odio que debía de quemarle el alma.

Durante un momento los ojos de Publio se clavaron en los del Bárcida, y el joven Escipión comprendió que para él y su padre era el fin.

* * *

—¡Comandante, por aquí!

El grito llegó repentino y lo hizo volver a la realidad. Publio miró en dirección a la llamada y vio llegar a algunos hombres de su escuadrón lanzados al galope contra los cartagineses que estaban convergiendo hacia ellos y contra Aníbal.

Publio aprovechó para alcanzar su caballo, que bufaba nervioso a poca distancia. Lo tranquilizó con un par de golpecitos en el cuello y luego ayudó a su padre a montarse. Detrás de ellos los alaridos de la batalla eran desgarradores, y Publio comprendió que los valerosos jóvenes de su escuadrón se estaban inmolando para proteger su fuga. Gruñendo de ira saltó al caballo él también y pegó un tirón a las riendas para huir de aquel lugar en que el olor a sangre y muerte lo impregnaba todo.

Buscó a Aníbal con la mirada, pero no lo vio en ninguna parte. Sin más vacilaciones, espoleó al caballo y corrió a toda velocidad hacia el campamento romano, aullando a los oficiales que hicieran replegar las tropas y las reunieran en las colinas que conducían a la retaguardia, donde podrían plantear una defensa mejor.

No supo si alguien lo había escuchado. Ahora lo único que le importaba era poner a su padre a salvo. Deseando que sobreviviese y que el sacrificio de sus hombres no hubiera sido en vano.

* * *

—Tenemos que replegarnos... —murmuró el cónsul presa del delirio. Publio trataba de contener la sangre que le salía en abundancia de la desagradable herida. La punta de la espada había penetrado profundamente, y cuando Publio le había quitado la coraza, un chorro de sangre había brotado impetuoso, empapando la túnica del cónsul.

—Déjame a mí —dijo Versilio, apartando a Publio, pero éste se revolvió contra él con ira.

—¡No! —gruñó—. Es mi padre. Dime qué tengo que hacer.

Al llegar al campamento romano, Publio se había percatado de que la retaguardia ya había desmantelado gran parte del campo, entre otras cosas, también la tienda de su padre. Los carros con los pertrechos, los cocineros, los médicos y los artesanos se habían alejado para evitar la carga súbita del enemigo, en el caso de que hubiera roto definitivamente las líneas romanas. Sin saber qué hacer, Publio había dirigido el caballo hacia su propia tienda y había llamado a Versilio para que lo ayudase.

Ahora su padre yacía sobre algunas pieles que ya estaban bañadas de sangre, y Publio apretaba un paño sobre la herida, como Versilio le había dicho que hiciera, mientras el esclavo preparaba un empaste de hierbas y tierra que, según él, pararía la hemorragia.

El cónsul nunca había perdido del todo la conciencia, y también ahora observaba a su alrededor con mirada enfebrecida, murmurando pocas palabras que producían una terrible angustia en el pecho de Publio.

—Retirad a los hombres... —dijo por enésima vez, mirando al vacío, como si tuviera delante, alineado, a todo el consejo de guerra—. Debemos replegarnos... debemos replegarnos...

—Sí, padre, lo estamos haciendo... —mintió Publio, mientras Versilio se acercaba y le hacía señas de que se alejara. Al apartar el paño que presionaba sobre la herida, Publio esperó ver brotar de nuevo un chorro de sangre, pero constató con alivio que la hemorragia parecía haberse detenido.

—Déjame poner este ungüento —dijo Versilio, recogiendo con los dedos el empaste que había hecho con las hierbas y pasándolo delicadamente por los bordes desiguales de la herida—. Es sólo para evitar que se inflame, luego tendremos que suturarla.

—Lo harán los médicos de mi padre —afirmó Publio.

—Entonces vete e intenta reunir el ejército —replicó Versilio duramente—. Por lo que me he enterado, cuando se corrió la voz de que tu padre había caído, todos pusieron los pies en polvorosa.

Publio hizo un gesto de consternación. ¿Qué iba a hacer? ¿Permanecer allí con su padre, asistirlo mientras Versilio cuidaba de él, o salir corriendo y tratar de convencer a los oficiales de que cogieran las riendas de la situación para evitar una derrota completa?

—Yo me ocuparé de él —lo sacudió Versilio—. Por el momento no podemos hacer nada más. De todos modos, ni siquiera puede darse cuenta de que estás aquí. Sal e intenta reagrupar las legiones.

Publio lo miró, aturdido.

—Cómo voy a...

—Tú eres el hijo del cónsul —lo interrumpió Versilio, decidido—. Eres un Escipión. Te escucharán...

Publio dilató las narices, mientras por su mente pasaban mil pensamientos simultáneos, luego se levantó, echó un último vistazo a su padre y salió corriendo.

—Mantenlo con vida —ordenó a Versilio antes de desaparecer en el exterior.

En el caos que se había extendido entre las tropas romanas, Publio se dio cuenta de que, en realidad, eran sobre todo los aliados los que se habían desbandado completamente, dejando abiertos vastos corredores entre los cuales las furias negras de la caballería númida se habían introducido para hacer estragos entre los legionarios. Pero las centurias de la primera y de la segunda legión aún eran bastante compactas y se movían con orden mientras se replegaban hacia las líneas de defensa romanas, formadas por grupos de arqueros y honderos dispuestos en varias filas, que lanzaban tal cantidad de dardos y proyectiles contra el enemigo que obligaban a la ofensiva cartaginesa a detenerse, a la espera de reorganizar un nuevo y más eficaz asalto.

Publio localizó al grupo de tribunos con los que su padre se reunía durante los consejos de guerra y se dirigió a ellos a toda velocidad, mientras en el aire resonaban los alaridos estridentes de los cuernos cartagineses, que convocaban a las tropas de Aníbal.

Cuando alcanzó a los oficiales, se percató de que todos parecían sorprendidos de verlo allí, cubierto de sangre y con la expresión trastornada. También estaba el pretor Cayo Atilio, que en ausencia del cónsul estaba listo para asumir el mando del ejército.

«Tú eres un Escipión», le volvió a la cabeza la voz de Versilio. «Eres el hijo del cónsul. Nunca lo olvides.»

Apretando con ira las mandíbulas, Publio detuvo el caballo a un paso del grupito de oficiales y se dirigió a ellos sin ningún temor reverencial.

—Mi padre está vivo. Pide que nos repleguemos y cerremos filas en una línea de defensa compacta. Mantengamos el control de los manípulos y olvidémonos de las tropas aliadas.

Un murmullo de sorpresa corrió entre aquellos hombres habituados a mandar, que hasta el día anterior lo habían considerado poco más que un chiquillo. Vacilaron un instante, luego casi se sobresaltaron cuando Cayo Atilio se dirigió a ellos con decisión:

—¡Haced lo que se os ha ordenado! ¡Repleguémonos y consolidemos la posición!

Los tribunos se movieron como un solo hombre, dispuestos a hacer circular las órdenes.

—Llévame donde está el cónsul —pidió Cayo Atilio a Publio.

Cartago
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