IV

—¡Mantenedlos contra la pared! ¡Y fijaos bien en dónde meten las patas!

Los alaridos de Vilualta, el jefe de los conductores de elefantes, conseguían superar en intensidad los gruñidos y las blasfemias de los soldados, e incluso los berridos de los elefantes, que desde hacía días no dejaban de caminar arriba y abajo por el recorrido accidentado que Aníbal había hecho construir aprovechando un relieve natural del terreno.

—¡No está bien! ¡Maldición! —bufó Magón mientras observaba que uno de los elefantes perdía contacto con el terreno y estaba a punto de precipitarse por el relieve de tierra y piedras que habían construido simulando una pendiente escarpada de montaña. El conductor gritó y aguijó con el gancho al elefante, que se mantuvo milagrosamente derecho sobre tres patas y volvió a poner sobre la tierra firme del sendero también la cuarta, que por un instante había quedado suspendida en el vacío.

—Corren el riesgo de hacerse daño —añadió Hannón, observando apesadumbrado, a los adiestradores de elefantes que incitaban sin pausa a sus animales—. Si así fuera, nos veríamos obligados a eliminarlos.

Aníbal había escuchado en silencio, sin apartar los ojos de la pequeña colina donde había hecho cavar aquel sendero empinado y lleno de escollos y que, de todos modos, estaba convencido de ello, no era nada en comparación con lo que encontrarían en los Pirineos y en los Alpes.

—Se están comportando bien —dijo al fin dando media vuelta para volver a la tienda de mando. Magón y Hannón lo siguieron de inmediato—. Si no los adiestramos como se debe, nunca conseguiremos llevarlos por la montaña.

—A mí me sigue pareciendo una locura —farfulló Hannón, que desde que se había enterado de los planes de Aníbal no dudaba en mostrar su contrariedad.

—No tenemos otro modo de coger a Roma por sorpresa —intervino Magón, asumiendo enseguida la defensa de Aníbal.

—Ni siquiera sé si conseguiremos atravesar los Pirineos —insistió Hannón. Se detuvo y señaló a sus espaldas la colina en la que se estaban adiestrando los elefantes—. Mirad allá abajo, ¡maldición! Esos senderos que hemos cavado no son nada en comparación con lo que encontraremos en las montañas, y sin embargo en cada vuelta corremos el riesgo de que un elefante se rompa una pata o se precipite cuesta abajo.

Magón enrojeció de ira, pero antes de que pudiera replicar se produjo un gran trasiego en el campamento, y algunos hombres llegaron a la carrera.

—¡Mi señor! —dijo el primero de éstos, al que Aníbal reconoció como uno de los comandantes de los centinelas del ejército—. ¡Ha llegado una persona!

Aníbal lo miró, sorprendido.

—¿Una persona? —preguntó—. ¿Qué significa?

—La ha encontrado uno de los correos —trató de explicarse el hombre, jadeando ostensiblemente—. Y... la ha acompañado aquí. Dice que le ordenaron hacerlo.

Aníbal, irritado por el modo confuso con que se explicaba el hombre, lo apartó con un manotazo y miró en la dirección hacia donde varios soldados estaban confluyendo, como atraídos por un espectáculo inusual.

—¿Se puede saber qué sucede? —refunfuñó Hannón a sus espaldas, interpretando también sus pensamientos.

Aníbal se dirigió hacia donde se concentraban los soldados que rodeaban a los recién llegados, y cuando la multitud se percató de su presencia se apartó al instante, permitiéndole pasar por un pasillo de rostros asombrados y divertidos.

—Creía que en un campamento cartaginés las mujeres no faltaban —lo acogió una voz que Aníbal nunca habría imaginado poder oír en aquel lugar—. En cambio, veo que basta poco para engatusar a tus hombres.

Aníbal evitó mover la cabeza para aclararse la vista. Sabía que no era fruto de su imaginación. Himilce estaba allí delante de él, sucia y cubierta de polvo y con algunas heridas en la frente y los brazos, pero con su sonrisa traviesa en los labios. Junto a ella, un muchacho muy joven estaba con la cabeza inclinada, rígido como si un maleficio lo hubiera transformado en piedra. Nadie más, sólo ellos dos. Ninguna escolta, ni siquiera uno de los soldados del Escuadrón Sagrado que tenían el cometido de protegerla.

—¿Cómo has logrado...? —intentó preguntar Aníbal, desconcertado, mirando a su esposa con una mezcla de emociones. Estaba la sorpresa de verla aparecer de improviso delante de él y la ira por darse cuenta de que habría atravesado sola aquellos territorios peligrosos del norte de Iberia. Pero también estaban la alegría inmensa de poder verla finalmente en vivo, no sólo en sus sueños, y el deseo de estrecharla entre sus brazos, para aspirar su perfume.

Sin embargo... sin embargo, todo esto no debía ocurrir allí, en la ribera del Ebro, justo cuando él estaba a punto de dar un paso fundamental en la historia de Cartago.

—¿Dónde está nuestro hijo? —le preguntó, procurando disipar la confusión que le nublaba la mente.

—El está en lugar seguro —lo tranquilizó Himilce, acercándose y acariciándole el rostro—. ¿No te alegras de verme?

Aníbal miró sus ojos profundos, advirtió el toque fragante de sus dedos y finalmente sonrió.

—Ven aquí —le dijo, abrazándola y estrechándola contra su pecho tan fuerte que ella emitió un gemido de placer.

De la pequeña multitud de soldados que se habían reunido en torno a ellos estallaron gritos de alborozo, y por un momento Aníbal tuvo la impresión de encontrarse en Nueva Cartago, durante la celebración de un triunfo sobre los romanos, y no en el lugar más al norte de los territorios que los tratados con Roma le permitían poder atravesar libremente.

Aquella impresión duró poco, porque bajo sus manos Aníbal advirtió una herida en la piel de la espalda de Himilce, en torno a la cual se había coagulado la sangre. La apartó de él y la hizo girar, observó las heridas que la cubrían y le preguntó:

—¿Se puede saber qué ha sucedido?

—Antes dame un poco de agua fresca y algo de comer —respondió ella—. Y una tina con agua, si la tienes. Seguro que apesto.

Aníbal la miró boquiabierto, se dispuso a decir algo, pero enseguida se dio cuenta de que sería inútil. Se volvió para acompañarla hacia su tienda, pero Himilce lo detuvo y señaló al muchacho que la había acompañado, aún inmóvil como una estatua.

—Ese joven es capaz y valiente —le dijo ella—. Sé que querría formar parte de tu ejército. Si fuera tú, lo alistaría. Es mérito suyo que ahora esté aquí, viva.

Aníbal echó un vistazo al muchacho, que lo miraba asustado y con el rostro encendido.

—Gracias, soldado —le dijo. Luego hizo una señal a Magón—: Que se le incorpore en la unidad que prefiera.

Dicho esto se marchó junto a Himilce, mientras a sus espaldas el joven caía al suelo, desvanecido.

Cartago
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