VI

Himilce terminó de lavarse los pies en un pequeño bajío del tumultuoso torrente de montaña, se los secó con un borde del vestido, pero al captar un movimiento con el rabillo del ojo evitó ponerse las sandalias y levantarse. Para lavarse se había subido el vestido hasta la mitad del muslo, y ahora sus piernas largas y fuertes relucían bajo el sol que se abría paso entre los salientes agudos de las cimas de las montañas. Himilce sabía que era una mujer apetecible, y también que sus piernas, naturalmente depiladas y lisas como los más preciados tejidos de Oriente, despertaban sensaciones fuertes en los hombres que se detenían a admirarlas.

Por más que fuera la esposa de Aníbal, y aun consciente de los deberes de una mujer casada, Himilce no escondía el placer que le provocaba mostrarse a los hombres, sobre todo cuando la escrutaban a escondidas, convencidos de que no se había percatado de ellos. Con Aníbal podía dar salida a toda su excitación provocándolo de todas las maneras posibles: se dejaba admirar mientras atravesaba desnuda sus habitaciones privadas en Nueva Cartago, o esperaba a que él estuviera cerca para lavarse y darle así la posibilidad de recorrer con la mirada cada centímetro de su cuerpo.

Pero las emociones más fuertes las sentía cuando eran otros hombres los que la observaban a hurtadillas, arriesgando la vida por tanta osadía. Lo mismo estaba ocurriendo ahora, después de que hubieran acampado, extenuados, en un claro herboso entre las rocas de montaña, y ella hubiese bajado al torrente para refrescarse.

Sabía que el comandante del pelotón de soldados del Escuadrón Sagrado que la escoltaba no conseguía resistirse a su fascinación, y que cuando creía que ella no lo advertía no le quitaba ojo de encima, como si pudiera desnudarla sólo con la fuerza del pensamiento.

Se llamaba Amidal, y ella había entendido de inmediato que podría aprovechar esa situación en su beneficio, para poner en práctica su plan. Así, ya la mañana después de su partida del campo de Aníbal en las riberas del Ebro, había procurado que él la viera mientras, parcialmente escondida detrás de una mata, se lavaba el pecho y las axilas con un paño mojado. Himilce tenía el pecho lozano y duro propio de las mujeres de su raza, y sabía que Amidal no permanecería indiferente al espectáculo que ella le ofrecía.

Después de haberlo embrujado con aquellos movimientos rápidos y audaces, Himilce lo trató siempre con extrema amabilidad y respeto, sonriéndole y guiñándole el ojo cada vez que le era posible, y el comandante del pelotón no pudo contener su incomodidad cuando, un par de veces, lo sorprendió con los ojos clavados en ella. Pero en vez de desaprobar su comportamiento, Himilce le volvió a sonreír, dándole a entender que era una mujer abierta, halagada por las atenciones que él le dedicaba. Y en los días siguientes no perdió ocasión de dejarse mirar mientras se lavaba o cambiaba de ropas.

Había tocado a Amidal en lo más íntimo, hasta hacerlo esclavo de su fascinación, y lo había predispuesto para que la escuchara como sólo un varón excitado podía hacer.

Mientras se levantaba un poco más los vestidos, descubriendo las piernas hasta las ingles y disfrutando a su pesar del estremecimiento que le recorría la espalda ante la idea de que Amidal estaba escondido allí cerca, observándola, pensó que había llegado el momento de convencerlo de que la ayudara.

* * *

Algunas horas después, durante un alto para dar descanso a los caballos y comer algo, Himilce se acercó a Amidal.

—Quisiera hablarte —le dijo, mirándolo con una sonrisa.

Amidal se ruborizó, observando a su alrededor, circunspecto, y luego siguió a Himilce a su carro.

—Dime, mi señora —espetó, intimidado.

—No puedo regresar a Nueva Cartago —empezó Himilce, cogiéndolo desprevenido—. Mi hijo está en buenas manos, no temo por él. Lo que sí temo es no volver a ver a mi marido. Por eso necesito estar con él.

Amidal abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró negando con la cabeza en silencio. Estaba desconcertado, se debatía entre emociones encontradas, quizá también un poco desilusionado (¿y aliviado?) por el hecho de que ella no lo hubiera llamado para ofrecerle quién sabe qué promesa de placer prohibido.

—Sé que mi marido lo desaprobaría —aprovechó Himilce, aproximándose y mirándolo directamente a los ojos—. Moriría antes de arriesgarse a que me sucediera algo. Pero yo no soy una gorda esposa cartaginesa o una matrona romana. Soy Himilce, hija de Ilapal, jefe de la tribu de los béticos, y no puedo soportar la idea de estar lejos de mi hombre mientras combate por la gloria de mi gente. ¿Puedes entenderme?

Amidal tragó ruidosamente, la miró confuso, casi asustado, luego cuando ella le pasó una mano por el rostro se sobresaltó por la sorpresa.

—¿Crees que podrías hacer esto por mí? —le preguntó Himilce con un susurro—. ¿Me ayudarás a alcanzar a Aníbal para convencerlo de que me lleve con él?

—A estas alturas... —intentó decir Amidal con voz ronca, pero se vio obligado a interrumpirse y a tragar saliva.

Himilce le dejó tiempo para continuar, y el comandante del Escuadrón Sagrado negó con la cabeza.

—A estas alturas estarán lejos —continuó Amidal, sin conseguir sostener su mirada—. Y, además... Aníbal me mataría, si...

—No, no lo hará —lo interrumpió Himilce, decidida—. Siempre me ha escuchado, y esta vez también lo hará. Además, no creo que estén tan lejos como para no poder alcanzarlos en unos días. Nosotros podemos movernos con mucha más velocidad.

Amidal boqueó, tratando de recuperarse y de organizar una defensa al ataque inesperado al que había sido sometido y para el cual, evidentemente, no sabía qué contramedidas adoptar.

Pero Himilce lo descolocó de nuevo, abrazándolo con fuerza y apretando el seno contra su pecho, para que advirtiera el calor de su cuerpo.

—Te estaré siempre agradecida, comandante —le murmuró al oído, sintiéndolo estremecerse entre sus brazos—, ¿Podrás convencer a tus hombres para que den marcha atrás?

Amidal no pudo responderle. Asintió tratando de separarse amablemente de ella, y en aquel momento, al comprender que era mejor no excederse, Himilce lo dejó marchar.

* * *

Su plan llegó a buen puerto. Oyó a Amidal discutiendo animadamente con los demás componentes del Escuadrón Sagrado, luego refunfuñar con autoridad para imponer su grado, hasta que volvió a montar a caballo y ella notó que el carro giraba sobre sí mismo para volver hacia el norte, a la búsqueda de Aníbal y de su ejército.

Sabía que había engañado al joven Amidal, pero su objetivo era demasiado importante como para andarse con muchos escrúpulos. Ahora sólo debía pensar en alcanzar a Aníbal, para acompañarlo en aquella descabellada empresa y compartir con él los riesgos y los peligros a los que se enfrentaría.

Un par de días más, pensó, y darían alcance a la retaguardia del ejército cartaginés. A partir de ese momento no le resultaría tan fácil controlar la situación. No tendría que vérselas con Amidal, sino con Aníbal. No le bastaría con embrujarlo con la belleza de su cuerpo para tener razón.

Se encogió de hombros y sonrió. De algún modo, lo conseguiría. Ahora era demasiado tarde para que Aníbal pudiera obligarla a volver atrás.

Cartago
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