I
El río formaba una amplia curva, allí donde los exploradores habían encontrado el vado. Los generales del ejército cartaginés se habían quedado sorprendidos por la facilidad con que obtenían informaciones vitales de las tribus ibéricas que poblaban el valle del Ebro, pero Aníbal lo había previsto, y ahora sus capacidades de mando y su valor de caudillo, que nadie había puesto nunca en duda, se habían cubierto de un aura mística que lo hacía aún más fuerte y lo acercaban a los dioses. Se decía que incluso sus hermanos ofrecían sacrificios a Baal en su nombre, y por doquier se rezaba por el comandante en jefe del ejército cartaginés para que se congraciase con el dios Baal y los guiara hacia las más grandes conquistas que un soldado pudiera desear.
Por su parte, Aníbal no hacía nada por disuadir a sus hombres de que lo considerasen dotado de poderes sobrenaturales. Sabía que aquella clase de creencias reforzaba su influencia sobre el ejército, desde el más duro de los generales hasta el último de los mozos de cuadra. Y vista la empresa que iba a acometer, debía hacer que aquellos guerreros se movieran como un solo hombre, obedeciendo sus órdenes sin vacilar, por más incomprensibles que fueran en apariencia.
Incluso ahora, mientras observaba las aguas impetuosas del Ebro, Aníbal sabía que pocos imaginaban sus intenciones reales. Aquel río representaba una barrera más allá de la cual todos los tratados estipulados con Roma quedarían quebrantados y se decretaría abiertamente el desafío que Cartago quería llevar a la Urbe, pero nadie, entre los soldados y los comandantes de su ejército, había entendido hasta dónde estaba dispuesto a llegar.
—Hemos hecho controlar el vado —dijo una voz a su lado, distrayéndole de sus pensamientos—. Si he de ser sincero, no me gusta mucho.
Aníbal dirigió la mirada hacia Hannón, que había cabalgado a la máxima velocidad que le permitía su caballo y ahora lo estaba mirando con las aletas dilatadas, como participando en el esfuerzo del animal.
—¿Qué es lo que no te convence? —le preguntó, volviendo a observar los recodos del río y a los hombres que trabajaban para montar el campamento a lo largo de la orilla sur del Ebro. Aquella noche acamparían allí, pero no permanecerían mucho tiempo.
Hannón bufó mientras daba unos golpecitos en el cuello de su caballo, para tranquilizarlo.
—Hombres y caballos podrán pasar, si es necesario —respondió—, Pero los elefantes... dudo que lo consigan.
—Construiremos balsas —le explicó Aníbal—. No es la primera vez que vadeamos un río, y éste me parece accesible.
—Nunca lo hemos hecho con cuarenta elefantes —rebatió Hannón—. ¿Tienes idea de lo que significa? Podríamos perder decenas de ellos, y construir esas balsas será...
—Considéralo un entrenamiento para los hombres —lo interrumpió Aníbal—. En los próximos meses, deberemos vadear ríos mucho más grandes que éste.
Hannón lo miró, desconcertado.
—Pero... —intentó rebatir.
—Ocúpate tú —ordenó Aníbal apartando su caballo y dirigiéndose hacia la gran tienda que habían instalado como cuartel general del Estado Mayor. Como de costumbre, dormiría allí, sobre un camastro espartano que le prepararían en un rincón de la tienda.
Hannón, ceñudo, lo vio alejarse, luego reanudó la marcha para alcanzarlo, hundiendo los talones en los costados del caballo.
Antes de que lo consiguiera, otros dos caballos llegaron al galope y se detuvieron levantando una nube de polvo.
En uno iba Magón, que parecía más excitado de lo habitual, en el otro iba un joven mensajero que Aníbal ya había visto en Nueva Cartago, pero del que no recordaba el nombre.
—¡Hay noticias de Cartago! —exclamó Magón estirándose sobre el caballo para pasarle un pergamino a Aníbal—, Barulio acaba de llegar, y hemos venido a verte de inmediato.
Mientras recogía el pergamino, Aníbal se dio cuenta de que el mensajero aún estaba cubierto de polvo mezclado con sudor. Apenas se sostenía sobre el caballo, de tan extenuado como estaba, pero aguantaba a pie firme para no desplomarse en el suelo.
—Vete, Barulio —lo despidió Aníbal con una sonrisa—. Lo has hecho muy bien. Haz que te den algo de comer y descansa. Mañana tendré otro cometido para ti.
El joven asintió, hizo girar el caballo y se alejó tratando de mantener la espalda recta, ayudado por el orgullo de haber recibido unas palabras tan consideradas de su comandante.
Aníbal observó el pergamino, luego en vez de desenrollarlo se dirigió a Magón:
—¿Qué dice?
Su hermano no consiguió evitar ruborizarse, pero a pesar de la risita burlona de Hannón respondió eufórico, con los ojos fuera de las órbitas.
—El Consejo ha rechazado las condiciones de Roma —reveló, haciendo que un estremecimiento de excitación recorriera la espina dorsal de Aníbal—. ¡Estamos en guerra!
Aníbal asintió pausadamente, notando que el corazón empezaba a latirle con fuerza, aunque siempre había sabido que eso ocurriría. Baal estaba de su parte, y no dejaría que Cartago se doblegara de nuevo ante la arrogancia de los romanos.
—Siempre hemos estado en guerra —afirmó, poniendo en marcha el caballo con un golpecito de los talones.
—¿Y si, en cambio, el Consejo hubiera llegado a un pacto? —le preguntó Hannón, sombrío.
Aníbal lo miró con los ojos entornados en dos fisuras.
—En cualquier caso habríamos seguido por nuestro camino —respondió.
Nadie tuvo el atrevimiento de objetar, y lentamente se dirigieron todos hacia el campamento, donde las tiendas, los vallados y las cocinas surgían a una velocidad prodigiosa, lo que demostraba lo adiestradas y habituadas a aquel tipo de cometido que estaban las tropas cartaginesas.
—Tenemos un ejército de cuarenta mil hombres —dijo Aníbal cuando llegaron al cuartel general—. Nadie conseguirá detenernos. Convocad a los comandantes de todas las unidades.
Entró en la tienda seguido de Hannón, mientras Magón se precipitaba a ejecutar las órdenes.
El momento tan esperado por fin había llegado.