II

—Es hora de despertarse.

Publio trató de desligarse de las redes del sueño, pero había algo que lo retenía. Quizás era el recuerdo de la piel fragante de Emilia, cuyo olor ahora impregnaba las sábanas y que él aspiró con fuerza, procurando saturarse los pulmones y la mente. O tal vez era por el extraño sueño que había tenido, y que aún ahora le ponía los pelos de punta, por más que sólo recordara algunas imágenes confusas e inquietantes.

—Venga, te están esperando.

Esta vez Versilio fue más enérgico: arrancó las mantas con un único y amplio gesto, y se quedó observando la escena que se presentaba a sus ojos con aire crítico.

—¿Qué miras? —le preguntó Publio—. Ya te he dicho que no aprecio las extravagancias eróticas de los griegos.

Y menos aún las de un esclavo siracusano.

—O, eso lo he entendido perfectamente —rió Versilio, señalando el campo de batalla en el que Publio yacía acurrucado—. Por lo que veo, a las mujeres romanas se les da muy bien.

Publio también se echó a reír y se levantó, aturdido. En efecto, Emilia había sido una auténtica sorpresa. Aquella noche había parecido insaciable, y en un momento dado Publio había entendido que era fácil mostrarse firme y tenaz con las prostitutas. Aquellas mujeres dispensaban placer y no obligaban a proporcionarlo, mientras con Emilia..., con ella había sido algo muy distinto.

—Pareces trastornado —lo reprendió Versilio—. Quizá necesites un buen masaje regenerador.

Publio levantó las manos e hizo una mueca.

—Te lo suplico —masculló—. Tráeme agua. No necesito nada más.

El siracusano se alejó riendo y Publio movió la cabeza para tratar de despejarse. Estaba trastornado de verdad, y más cansado de lo que hubiera estado nunca, incluso después de una batalla con Aníbal Barca.

De golpe se puso rígido, y la inquietud volvió a revolverle el estómago. Aquel maldito sueño. Recordaba poco: sólo una noche oscura, sin estrellas, y la aprensión creciendo dentro de él mientras algo se acercaba, algo que él trataba desesperadamente de identificar pero que se mantenía escondido en las tinieblas.

Luego, de improviso, hubo un relámpago, y de la oscuridad emergieron dos ojos rojos, centelleantes. Dos ojos que lo miraban como si él fuera una víctima sacrifical.

Era la mirada de Aníbal, estaba seguro. La misma que el cartaginés le había dirigido cuando él se había lanzado en ayuda de su padre.

—Refréscate un poco —le dijo Versilio sacudiéndolo—. Tu esposa te espera.

Publio lo miró sorprendido, como si sólo en aquel momento recordase que se había casado.

—Me impresiona un poco oírtelo decir —murmuró, mientras sumergía las manos en la bacía y recogía un poco de agua.

—Me temo que deberás acostumbrarte —respondió el siracusano—. Por el bien de los Escipiones.

Publio se enjuagó la cara, vigorosamente, para despertarse del todo, luego se secó con el paño que le tendía Versilio y miró a su amigo. No había conseguido descifrar del todo su tono de voz, y creía haber percibido más ironía de la que hubiera sido lícita.

—Pásame la ropa —ordenó, decidiendo que no serviría de nada meterse en averiguaciones con el siracusano. A veces se comportaba como una amante celosa, o como una madre caprichosa que no soportaba la idea de que alguien se llevara a su hijo.

—He oído rumores —dijo Versilio cogiéndolo una vez más por sorpresa.

—¿De qué tipo?

—El miedo se está difundiendo en toda Roma. Se dice que Aníbal ha desaparecido, quizá por un sortilegio o por obra de los dioses.

Publio estiró los labios en una mueca.

—No creo en encantamientos —dijo—. Y los dioses de Cartago no me dan miedo.

—Pero el pueblo está presionando al Senado —rebatió Versilio—. Dicen que podría nombrarse a un dictator.

Publio tiró el paño con ira.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó.

—Fue Emilia quien nos habló de ello —respondió el siracusano—. La fuente es su padre. Y no creo que sean sólo habladurías.

—¿Quién será nombrado dictator? —quiso saber Publio¿Servilio Gémino? El cargo le correspondería a él, dado que es el único cónsul que queda.

—No —respondió Versilio negando con la cabeza—. Por lo que he entendido, no lo consideran a la altura. Además, está lejos de Roma, lo cual lo deja fuera de juego.

Publio se sintió aliviado. No sabía qué podía ocurrir si Servilio reunía en sus manos el poder absoluto.

—Entonces, ¿cuál es el nombre más probable? —preguntó al siracusano, tratando de dominar la curiosidad que lo devoraba.

—Quinto Fabio Máximo —respondió Versilio.

Por algún motivo, Publio no se sorprendió. Al contrario, le pareció que podía ser la elección correcta, aunque sólo fuera porque Fabio Máximo tenía una gran experiencia, por más que su padre le hubiese dicho un par de veces que desconfiara de él. Pero ya había sido censor y cónsul, lo que le daba la posibilidad de moverse fácilmente en el terreno difícil (diplomático, político y militar) en que debería adentrarse en los próximos meses.

Publio no tenía del todo claro qué significaba someterse a las órdenes de un dictador, aunque fuera un cargo temporal de sólo seis meses, como preveían las leyes de la República. Sin embargo, se daba cuenta del giro que Roma había decidido dar. Después de haber perdido decenas de miles de hombres y no haber conseguido detener a Aníbal, los senadores y el pueblo romano habían entendido que no serviría de nada seguir confiando las legiones a los cónsules y esperar un golpe de genialidad por parte de alguno de ellos. Era necesaria una acción decidida y resolutiva, emprendida por alguien que tuviera el cargo y el poder de mandar a todo el ejército romano, sin las inercias derivadas de los conflictos personales que ya habían causado terribles desastres a las fuerzas de Roma.

Y el hecho de que el Senado se hubiera decidido a nombrar a un dictator, a pesar de la aversión que la Reíos pública siempre había demostrado a dejar todo el poder en las manos de un solo hombre, era la demostración de que finalmente se comenzaba a comprender el alcance del ataque que había lanzado Aníbal, y que había llegado el momento de oponerle una resistencia válida.

—¿Tú qué piensas de ese hombre? —le preguntó Versilio, arrancándolo de sus pensamientos.

Publio hizo un leve gesto con la cabeza.

—He tenido ocasión de conocerlo, y sé que le interesa la suerte de Roma, por tanto creo que esta decisión es la mejor que el pueblo puede tomar.

—Espero que tengas razón —farfulló Versilio en voz baja, y Publio se dio cuenta de que pensaba exactamente como el siracusano. Por más que Quinto Fabio Máximo fuera el único, en aquel momento, al que pudieran confiar un cargo tan importante y delicado como el de dictatur, Publio no sabía cómo reaccionaría cuando él le pidiera que le asignase un papel en las filas de su Estado Mayor.

Podía contar con el hecho de que era hijo de Cornelio Escipión, con el cual Quinto Fabio Máximo mantenía relaciones de igualdad, pero no tenía idea de cómo actuaría en el campo de batalla aquel hombre frío y solitario, que nunca había asistido a las tertulias en casa de su padre.

—Iré a hablar con él de inmediato —dijo Publio, sobresaltando a Versilio por la sorpresa—. Debe llevarme consigo, cuando mueva las legiones contra Aníbal.

El siracusano volvió los ojos al techo.

—La tuya es una fijación —gimió.

—Naturalmente —respondió Publio—. Y tú vendrás conmigo.

Cartago
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