V
Aquel sitio era maravilloso. En cierto modo, era un pecado que debiera convertirse en teatro de una masacre de hombres, por más que se tratara de los odiados romanos.
Aníbal miró a su alrededor, contempló las tranquilas aguas del lago, cuya superficie, sobre todo en la ribera, estaba poblada por cañaverales y numerosas variedades de plantas acuáticas.
A la izquierda, una baja cordillera montañosa hacía de collar rocoso a aquella parte del lago, creando un paso accesible para los soldados y los animales, aunque demasiado estrecho para alinear al ejército en posición de batalla.
El punto que daba acceso al valle que corría a lo largo de la orilla del lago era aún más estrecho, un desfiladero que se abría paso entre las rocas abruptas de las montañas que descendían hasta el agua, y que sólo permitía el paso de pocos hombres a la vez. Cuando el ejército romano pasara por allí y se adentrara en el valle, estaría del todo inerme ante el ataque sorpresa que él había urdido.
Aunque estaba a punto de llegar el verano, el alba era fría y húmeda, y Aníbal se ciñó el manto mientras, desde el lugar en que se encontraba, mantenía vigilado el paso montañoso por el que ya había aparecido la vanguardia romana.
—Espero que Maharbal consiga mantener en silencio a sus caballos —murmuró Magón, que después de haber dispuesto las últimas tropas en las montañas lo había alcanzado para seguir la batalla desde aquel punto de observación privilegiado.
—Les están dando de comer —respondió el hermano, apretando la espada, excitado—. Está todo listo.
Aníbal recorrió lentamente con la mirada la cordillera de montañas y colinas que tenía enfrente: parecían sin vida, aunque en realidad ocultaban a gran parte del ejército cartaginés, agazapado a la espera del enemigo. En las montañas que bordeaban el paso que permitía el acceso al lago, Aníbal había mandado disponer la caballería númida de Maharbal y la celta, de modo que cerrasen la vía de escape a los romanos, cuando se desplegaran por el interior del valle.
Detrás de las crestas escarpadas, frente a las riberas del lago, estaban a la espera la infantería ibérica y la Africana, alternadas con escuadras de honderos de las Baleares que desde aquella posición harían estragos entre los romanos. Por último, los veteranos libios e ibéricos estaban al acecho a la altura del estrecho pasaje que permitía salir del valle, para cortar el paso por el desfiladero a cualquiera que intentase huir de aquella trampa mortal.
Hasta que los primeros exploradores romanos de la vanguardia habían aparecido en la niebla que se extendía uniforme sobre todas las cosas, confundiendo las aguas del lago con la tierra húmeda de la ribera, Aníbal no sabría si la trampa que había urdido funcionaría. Hacía dos días que el ejército cartaginés había entrado por aquel pasaje sinuoso y atravesado por pequeños torrentes impetuosos, pero el cónsul romano, según le habían informado los vigías de Paribio, había sido prudente, y en vez de continuar la persecución había ordenado disponer el campamento antes de la entrada del paso que permitía bajar al lago.
—¡Debemos convencerlos para que nos persigan! —refunfuñó Magón cuando los exploradores habían informado al consejo de guerra sobre los movimientos de los romanos.
—Es inútil, no son estúpidos —rebatió Maharbal—. Si no han dado batalla hasta hoy es porque están esperando refuerzos.
—Así es —confirmó Paribio—. He mandado otros exploradores hacia la Flaminia, para interceptar la llegada de las demás legiones consulares.
—Están muy lejos, tardarán demasiado tiempo —dijo Amidal, que ya había conquistado la confianza de Aníbal y participaba en el consejo como comandante del Escuadrón Sagrado—. Y conociendo la soberbia de los cónsules romanos, no creo que este que nos pisa los talones quiera dejarse escapar la oportunidad de derrotarnos, solo.
Magón rió.
—Tienes razón. Probablemente de noche sueña con volver a Roma triunfante, con nuestras cabezas clavadas en las picas de sus legionarios.
Carcajadas, gruñidos y comentarios salaces sobre la arrogancia de los romanos se prolongaron un tiempo, luego Aníbal desenvainó la espada y comenzó a trazar signos en el terreno. Todo el mundo calló y se apretó en torno a él, para ver lo que estaba dibujando.
—Este es el valle que corre a lo largo de las riberas del Trasimeno —explicó Aníbal—, Y éstos son los pasos de acceso y el punto de salida. Lo que tenemos que hacer es mandar una escuadra de exploradores al este, hasta las colinas que se entrevén desde la desembocadura del valle. Cuando estén allí, tendrán que encender unos fuegos y mantenerlos encendidos durante toda la noche. Deberán ser tantos como para que crean que nuestro ejército ya ha atravesado el valle y está acampado en las colinas, a la espera de partir al día siguiente.
Un murmullo de excitación se difundió entre los componentes del consejo de guerra, que siempre se sorprendían de la sagacidad de Aníbal.
—De este modo, deberían decidirse a proseguir la persecución —dijo Magón—, porque, en caso contrarío, correrían el riesgo de perdernos de vista.
—Y entonces adiós gloria para el valiente cónsul romano —gruñó Maharbal, sarcástico, haciendo relampaguear los ojos en la tez oscura del rostro.
—Exacto —fue el comentario tajante de Aníbal, mientras con la espada seguía trazando signos sobre el terreno—, Y ésta será la posición de nuestras tropas, que se esconderán detrás de las montañas a la espera de que todas las legiones hayan pasado al valle. Una vez allí —levantó el puño izquierdo y lo apretó con fuerza—, les cerraremos cualquier escapatoria y los aniquilaremos.
A pesar de la seguridad de la que había hecho ostentación, Aníbal no estaba en absoluto seguro de que su truco funcionara. Los romanos disponían de exploradores perspicaces y experimentados. Bastaría incluso el más mínimo indicio de la presencia de los cartagineses entre aquellas montañas, como por ejemplo el relincho de un caballo, para estropearlo todo.
En aquel caso, Aníbal estaba decidido a hacer bajar a los hombres de las montañas y enviarlos abiertamente contra las legiones, porque estaba convencido de que la victoria sería, en cualquier caso, suya. Pero si su plan se concretaba, podrían diezmar a los romanos limitando al máximo las pérdidas entre sus filas, y esto sería el mejor salvoconducto para poder continuar la marcha triunfal hacia Roma.
Aún estaba pensando en esto cuando Magón le dio una palmada en un hombro y señaló en dirección al desfiladero entre las montañas. Una unidad de caballería ligera romana apareció en la niebla, se dispuso en abanico y comenzó a inspeccionar el terreno. Pocos instantes después los primeros legionarios a pie comenzaron a afluir en el valle, cerrando filas y avanzando con cautela, lo cual, sin embargo, no le impidió a Aníbal darse cuenta de que todo había ido como había previsto.
—Ya estamos —murmuró a su hermano, deslizándose hacia atrás y agachándose para correr hacia la unidad del Escuadrón Sagrado, que encabezaría él mismo.
—¿Qué debemos hacer con el cónsul? —le preguntó Magón.
—Matadlo —fue la respuesta de Aníbal—. No necesito mercancía de intercambio. Me basta con que Roma entienda que nada nos detendrá.