II
Aquella noche el banquete que su padre había organizado fue más sencillo de lo habitual. No es que faltaran los manjares y las bebidas más refinadas, pero los huéspedes no eran tan numerosos como de costumbre, y Publio notó que su padre debió de haberlos elegido con cuidado. Y el hecho de que fuera requerida su presencia era señal de que algo importante estaba a punto de suceder.
Con este estado de ánimo lleno de excitación y curiosidad, pero también de incomodidad, entró en el tablinum, donde su padre y los huéspedes de aquella noche lo esperaban conversando amablemente.
Todo parecía tranquilo, como siempre, pero cuando el padre le asignó el triclinio a su derecha y dio unas palmadas para dar inicio oficialmente al banquete, Publio respiró hondo y trató de calmarse. No había ninguna razón para estar nervioso. No ahora que su padre sancionaba oficialmente el puesto que le correspondía a su derecha, como hijo varón listo para compartir todas las responsabilidades políticas, éticas y morales que pesaban sobre una estirpe tan importante como la de los Escipiones.
—¿Así que de verdad creéis que esa estúpida ley puede ser aprobada por el Senado? —preguntó su padre aferrando un trozo de carne de una bandeja. Había planteado la pregunta con la máxima tranquilidad, sin dirigirse a nadie en particular, pero todos los presentes se volvieron hacia un hombre alto, delgado y con el pelo ralo que sorbía perezosamente una copa llena de vino especiado. Publio sabía que Cayo Licinio era uno de los hombres más influyentes de Roma, quizás incluso más que su padre.
Antes de responder a la pregunta, éste se limpió las comisuras de los labios con un paño y depositó la copa sobre la pequeña bandeja de plata que estaba en el suelo, junto al triclinio.
—Cayo Flaminio —se limitó a murmurar, con tanto desprecio en la pronunciación de aquel nombre que Publio sintió un escalofrío—. Es él quien está soliviantando al Senado y a todos los hombres influyentes de la Urbe. No le han bastado sus estúpidas leyes agrarias. Ahora quiere quitarnos también la posibilidad de mantener el comercio marítimo.
—Por lo que a mí respecta, puede hacer lo que quiera —rebatió con desdén otro de los huéspedes. Se trataba de Lucio Emilio Paulo, un hombre corpulento que se había convertido en uno de los más asiduos frecuentadores de su casa. Su hija, Emilia, hacía varios años que se había prometido a Publio en matrimonio, y la naturalidad con que Lucio iba y venía de su casa era un claro signo de que las dos familias estaban a punto de unirse bajo la égida de aquel matrimonio en el que Publio intentaba pensar lo menos posible—. No me interesan esos triviales tráficos en el Mediterráneo. Ya bastantes problemas tengo para administrar todas mis propiedades aquí, en Roma.
Cneo Cornelio Escipión bufó, disgustado.
—No se trata sólo de eso —dijo—. Quieren prohibir que los senadores posean naves con capacidad de carga superior a las trescientas ánforas. Prácticamente unas barquitas. ¿Os dais cuenta?
—La lex Claudia pasará —afirmó Cayo Licinio—. Y la culpa será precisamente de esos senadores que piensan como Lucio Emilio. Estáis demasiado ligados a las tradiciones del pasado como para mirar al futuro. Y si algo no puede decirse de Cayo Flaminio es que no es capaz de pensar en su porvenir y en el de sus amigos.
—Tenemos problemas mucho más graves en los que pensar —intervino el padre de Publio—, La arrogancia de Aníbal, por ejemplo. Y de Cartago. No creo que podamos tolerarla.
Publio prestó atención. Había hablado largamente con Versilio sobre la audacia del nuevo comandante del ejército cartaginés, que parecía dispuesto a desafiar abiertamente a Roma, aunque por el momento su acción estaba limitada a la lejana Iberia. Versilio le había contado lo que se decía de Aníbal en las insulae, historias reproducidas por comerciantes que habían tenido ocasión de atracar en las ciudades bajo dominio cartaginés, y había quedado impresionado. Pero sabía que los relatos del pueblo siempre estaban cargados de exageraciones que falseaban la verdad, y él quería tratar de entender qué había de cierto sobre aquel hombre.
—Sagunto no es más que un pretexto —afirmó Cayo Licinio—. Es evidente que ese hombre cree que puede convencer al Consejo de Cartago para que lo apoye en una guerra absurda contra Roma.
—¡Se ha burlado de nuestros ultimátums! —refunfuñó Cneo, airado—. No debemos permitir que los cartagineses vuelvan a levantar cabeza.
—¿Y qué podrían hacer? —preguntó sonriendo Lucio Emilio Paulo—. Para desplazar al ejército necesitarían una flota, y no me consta que Aníbal tenga una.
—Es verdad —asintió el padre de Publio—, pero esto no cambia el hecho de que Roma haya sufrido una afrenta.
Durante un instante se hizo el silencio, luego, casi sin darse cuenta, Publio intervino en la discusión.
—¿Por qué no mandamos una embajada a Cartago? —dijo—. Así, entenderemos si Aníbal se mueve por su cuenta o está apoyado por el Consejo de Ancianos.
Todos se volvieron a mirarlo, y Publio se ruborizó al advertir que no sabía si estaba autorizado a intervenir en aquel tipo de discusiones.
Pero la atmósfera se suavizó cuando Cayo Licinio asintió y añadió:
—Claro que lo hemos pensado. Antes de emprender cualquier acción respecto de Aníbal, debemos asegurarnos de la postura del Consejo de Cartago.
—¿Y si el Consejo no lo apoyase? —preguntó Cneo.
Cayo Licinio sonrió, cogió la copa de vino y bebió un largo sorbo. Luego dijo:
—En ese caso podríamos movernos con más comodidad para acallar el clamor que se está levantando en torno a Aníbal.
—Estoy de acuerdo —asintió el cónsul Escipión—. Pero tenemos que prepararnos desde ahora mismo para la eventualidad de que Cartago se muestre hostil.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó su hermano.
El padre de Publio cogió un trozo de carne, se lo llevó a la boca y luego se lamió con cuidado los dedos antes de responder sencillamente.
—Haré que el Senado decida una estrategia preventiva —reveló—. Iré con mis legiones a Iberia para enfrentarme a Aníbal más allá de los confines del Ebro, por si se atreviera a superarlos. Y Tiberio Sempronio Longo tomará el mando de sus hombres en Sicilia y se mantendrá listo para atacar a Cartago por sorpresa.
Cayo Licinio sonrió satisfecho.
—Me parece una estrategia excelente —convino—. Puede ser que de esta disputa salga algo bueno para Roma. Y para nosotros, naturalmente.
—No contéis con la facción de los Fabios —gruñó Lucio Emilio Paulo—. Ya sabéis que nunca han dejado de hacer negocios con la oligarquía de Cartago. Están más interesados en la conquista de la Galia Cisalpina que en lo que ocurre en Iberia, y no creo que quieran abrir otro frente de guerra.
—Marco Fabio Buteón se opondrá, es verdad —dijo Cneo—, pero no creo que el Senado pueda negarse a considerar la opinión de un cónsul de Roma.
—Sí que hay una manera de convencer a Marco Fabio para que acepte la idea de mandar una embajada a Cartago —intervino el padre de Publio.