III
Los soldados ya estaban cansados y sudados, con los pies cubiertos de llagas y devorados por el hambre, porque los centuriones los espoleaban a comer durante la marcha, y lo que conseguían picotear lo consumían de inmediato por el gran esfuerzo que estaban realizando, de modo que parecía que llevaban días en ayunas.
También Publio, que avanzaba montado sobre su caballo, se sentía agotado, con las piernas doloridas y las nalgas insensibles. Hasta su bestia tenía el cuerpo cubierto por una capa de sudor que, por debajo de la manta, sobre el lomo, se había transformado en una espuma que resbalaba por los flancos.
Cneo Servilio Gémino estaba demostrando una determinación y una voluntad encomiables, pero quizá excesivas. Si seguían avanzando a aquel ritmo durante los próximos días, las legiones llegarían extenuadas a Etruria, y en el enfrentamiento con Aníbal podrían hacer muy poco.
—Alguien debe ir a hablar con el cónsul —se lamentó por enésima vez Marco Aurelio Seciano, que cabalgaba a su lado. Era evidente que creía que Publio debía hacerse portavoz de las quejas no sólo de su escuadrón, sino de todos los hombres que componían la larga caravana de legionarios en camino.
—Sería inútil —rebatió él, lanzando una ojeada furibunda al sol que resplandecía alto y abrasaba en aquel día de finales de primavera. Nunca como en aquel momento Publio habría deseado un poco de lluvia, al menos para aliviar la canícula infernal que subía del terreno y limpiar a hombres y animales, todos cubiertos de sudor y polvo.
Las unidades de caballería viajaban sobre los flancos de las legiones en marcha, tratando de garantizar una cobertura suficiente para poder intervenir en caso de ataques por sorpresa. En realidad, habían quedado tan pocos jinetes, después de que Cayo Centenio había espoleado a sus hombres hacia Etruria, que Publio se había visto obligado a disponer a su escuadrón a lo largo de un perímetro vastísimo, transformando de hecho las unidades de caballería en correos encargados de inspeccionar las zonas de su competencia.
Era una situación que no le gustaba en absoluto, pero que no había hecho cambiar de opinión al cónsul, cuando él y otros comandantes fueron a expresarle su preocupación.
—Haz al menos un intento —le imploró Marco Aurelio—. Un alto de diez minutos no le hará olvidar su cita con la gloria y permitirá que nosotros recuperemos un poco el aliento.
Publio bufó irritado, pero luego comprendió que Marco Aurelio tenía razón. Continuar a aquel paso sería una locura, y si nadie tenía el valor de enfrentarse al cónsul para procurar abrirle los ojos, aquel cometido le tocaría a él.
«Recuerda siempre quién eres», le resonaban de nuevo las palabras de Versilio en la mente.
—Está bien —aceptó al fin, girando bruscamente el caballo para alcanzar el gran carro en el que viajaba el cónsul—. Veré qué puedo hacer.
Cabalgó sintiendo encima no sólo la mirada esperanzada de Marco Aurelio, sino también de muchos otros jinetes y legionarios, y comprendió que aquel absurdo suplicio debía terminar. No tenía sentido extenuar a los hombres, si el objetivo al que apuntaban era un ejército enemigo, que tendría las de ganar con unos legionarios cansados y hambrientos.
Localizó el carro en que viajaba el cónsul y se acercó, pero, precisamente en aquel instante, algunos hombres a caballo aparecieron desde el este, lanzados al galope. Una centuria se separó del grueso del grupo y se dispuso en línea de defensa para enfrentarse a los recién llegados, pero de inmediato quedó claro que se trataba de mensajeros romanos, y los legionarios volvieron a las filas.
Publio vio que los recién llegados conversaban con un centurión, que les señaló el carro del cónsul, y dedujo que serían unos mensajeros que llegaban del frente.
Clavó los talones en los flancos del caballo y alcanzó a los mensajeros en las cercanías del carro consular.
Cneo Servilio Gémino oyó que uno de sus tribunos militares lo reclamaba y se asomó del interior del carro, donde estaba resguardado a la sombra, bebiendo vino y comiendo fruta.
—¿Qué sucede? —preguntó mientras los mensajeros se apeaban del caballo y se aproximaban batiendo los brazos sobre el pecho.
—Tenemos noticias de Cayo Flaminio Nepote —respondió el más alto de los dos, un hombre macizo y con una poblada barba negra.
—¿Qué noticias? —quiso saber Servilio Gémino.
El mensajero dudó un momento antes de responder, luego lo hizo con voz calma y neutra, como si estuviera recitando de memoria un despacho que hubiese recibido la orden de entregar al cónsul:
—Los cartagineses han tendido una trampa a las legiones de Cayo Flaminio, en las riberas del lago Trasimeno. Nuestros hombres han sido diezmados.
El cónsul abrió desmesuradamente los ojos, atónito.
—¿Y Cayo Flaminio? —preguntó.
—Ya no hemos tenido más noticias —respondió el mensajero—. Presumimos que ha muerto.
Por un momento, Publio se sintió desfallecer, pero logró mantenerse firme en las bridas del caballo. Habría querido hacer mil preguntas a aquel hombre, pero no sabía por dónde comenzar.
—¿Qué ha ocurrido con Cayo Centenio y con mi caballería? —preguntó el cónsul, con voz temblorosa.
—Han sido aniquilados también ellos —respondió el mensajero, con un quiebro en la expresión rígida que había mantenido hasta aquel momento—. Nosotros somos todo lo que queda de la caballería de Cayo Flaminio Nepote y de Cayo Centenio.
Publio escrutó al hombre para entender si era un mentiroso o sencillamente un loco. Detrás de él había un puñado de jinetes cubiertos de polvo y con las miradas espantadas, no era posible que fuera todo lo que quedaba de la caballería consular.
—Si lo que dices es verdad, esto es una catástrofe —murmuró el cónsul, expresando los mismos pensamientos que Publio.
—Los cartagineses nos han perseguido durante dos días —continuó el mensajero—. Hemos conseguido salvarnos sólo porque teníamos caballos más frescos que ellos.
El cónsul miró a su alrededor, aturdido. Encontró la mirada de Cayo Atilio, que se había acercado y lo había escuchado todo, luego la de Publio, y sólo consiguió mover la cabeza.
—Entonces todo está perdido —dijo, desplomándose en el interior del carro.
—¡No! —exclamó Publio—. Cayo Flaminio habrá opuesto resistencia, probablemente haya cansado a los hombres de Aníbal, antes de morir. Debemos continuar la marcha, alcanzar a los supervivientes de la batalla, unirnos a ellos y atacar a esos hijos de perra antes de que consigan reorganizarse. ¡Podría ser nuestra ocasión de aniquilarlos definitivamente!
Servilio Gémino lo miró como si estuviera loco.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó—. No hay nada que podamos hacer. ¡Aníbal ha derrotado a Cayo Flaminio y sus legiones! —Su voz había sido un continuo crescendo, hasta aquella última exclamación chillona que había hecho que se ruborizara—. Debemos volver atrás, alcanzar Ariminum y mejorar los sistemas defensivos de la ciudad. Nuestra única esperanza es enrocarnos tras los muros y mandar mensajeros a Roma para informarles.
Publio no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Y dejarás que Aníbal no tenga más obstáculos en su marcha hacia Roma? —le preguntó.
El cónsul hizo una mueca.
—Hay otras legiones listas para esperarlo. Y los muros de Roma son tan robustos que nunca conseguirá abatirlos. El cartaginés sería un loco si tratara de atacar la Urbe.
Publio sacudió la cabeza maravillado y disgustado al mismo tiempo. Iba a rebatir, pero Cayo Atilio se adelantó y lo precedió, con tono determinado.
—El cónsul tiene razón —dijo—. En este momento no sabemos con qué fuerzas puede contar Aníbal, por tanto, sería demasiado arriesgado intentar enfrentarnos a ellos, sobre todo sin caballería. Debemos replegarnos en Ariminum, mandar mensajeros a Roma y esperar órdenes del Senado. Os recuerdo que el cónsul Cayo Flaminio Nepote ha muerto como un héroe, caído en batalla para defender su patria. Debemos honrarlo ante los dioses y esperar a que se elija a un sucesor.
A Publio le costó contener su ira. Aquellos cobardes sólo pensaban en sí mismos, en las relaciones de poder y en los nombramientos que podían derivar de las destrucciones provocadas por la guerra, tal como había ocurrido con su padre. Y no se daban cuenta de que, de este modo, brindaban a Aníbal la posibilidad de llegar a un paso de Roma y someterla a asedio. Algo inconcebible hasta hacía algunos meses, que ahora se estaba convirtiendo en una absurda realidad.
—Os ruego que reconsideréis la situación —dijo Publio, dirigiéndose al cónsul y a Cayo Atilio—. Estamos cometiendo un error garrafal.
—¿Quién eres tú para explicarme qué es correcto y qué es equivocado? —lo encaró con ira Servilio Gémino—. ¡He tomado mi decisión, y tú obedecerás las órdenes!
Publio se dio cuenta de que rebatir significaría empeorar las cosas, así que calló, pero sin evitar dirigir al cónsul y a Cayo Atilio una mirada llena de cólera y desprecio.
—¡Nos replegamos hacia Ariminum! —gritó Servilio Gémino.
Las órdenes corrieron de boca en boca, atravesando toda la larga caravana de legionarios a la espera, hasta que los centuriones y los tribunos pusieron de nuevo en marcha al ejército.
Publio se vio obligado a sumarse a la fila, pero en su interior había entendido que ya no tenía ningún sentido quedarse al lado de Cneo Servilio Gémino. Si Aníbal iba hacia Roma, él haría lo mismo.