V
—Tú estás loca —murmuró Aníbal mirándola con una extraña expresión. Parecía indeciso entre sonreír o acentuar la arruga de preocupación que le atravesaba la frente.
—¿Por qué? —le preguntó Himilce, divertida, pasándose el paño mojado por las piernas. Se estremeció al notar que le entraba agua en una herida que tenía sobre la rodilla derecha. Ahora que por fin podía relajarse y limpiarse la suciedad, se sentía mejor, pero al mismo tiempo parecía que todas las heridas y las contusiones de su cuerpo se hubieran despertado de improviso, aprovechando aquel momento de debilidad.
Aníbal se apartó de la bañera y la miró directamente a los ojos.
—Eres mi esposa —le dijo con un timbre de voz bajo, denso de preocupación, que la sorprendió—. La madre de mi hijo. Y eres también la esposa de Cartago, no lo olvides nunca.
Ella le cogió una mano, la besó delicadamente y luego se la pasó por el pecho.
—También soy tu mujer —le dijo, sin ceder a la fuerza de su mirada—. Te añoraba, te necesitaba.
Aníbal resopló y retiró la mano, luego volvió a levantarse y a caminar nerviosamente de un lado para otro.
—Yo también te extrañaba —le dijo—. Te añoro cada vez que tengo que alejarme de ti y de nuestro hijo. Pero ésta es mi vida. La vida de un guerrero y de un caudillo.
Himilce suspiró, volviendo a pasarse el paño mojado por los brazos llenos de morados.
—Sí, lo sé. No olvides que soy la hija de un jefe. —Hizo una mueca—. Otro loco como tú.
Aníbal pareció ignorarla. Se limitó a hacer un gesto de desaprobación, mientras la miraba a hurtadillas.
Consciente de sus propias armas y de las maneras que tenía para endulzar a su marido, Himilce levantó una pierna y la apoyó en el borde de la bañera, pasándose un paño mojado. A la luz de las velas, la piel húmeda brillaba con los mismos matices que el oro. Mientras se movía despacio, lánguidamente, Himilce procuró extender lo más posible el pecho generoso, cuyos pezones resaltaban duros y oscuros como bellotas. Ni siquiera el gran caudillo cartaginés permanecería indiferente a aquel espectáculo, lo sabía perfectamente.
Como para confirmar sus pensamientos, la arruga en la frente de Aníbal se atenuó hasta desaparecer, y él se volvió a acercar a la bañera, se sentó en el suelo a su lado y le cogió el paño de las manos.
—Deja que lo haga yo —le dijo, comenzando a lavarla de un modo que se parecía a una caricia.
Satisfecha, Himilce apoyó la nuca en el borde de la bañera y cerró los ojos. Pues esto era lo que más había echado de menos en Nueva Cartago: la presencia silenciosa pero apasionada de su marido, aquellas manos que le recorrían el cuerpo, aquel olor salvaje que podría reconocer entre otros mil.
—Eres una mujer bellísima y astuta —le dijo Aníbal obligándola a abrir los ojos—. Pero no creas que ya no estoy enfadado contigo.
Himilce sostuvo durante un momento su mirada, luego de improviso ambos se echaron a reír. Himilce cogió con las dos manos el agua de la bañera y la lanzó contra él, mientras Aníbal trataba de resguardarse levantando ambos brazos.
—Está bien, lo sé, he cometido una estupidez —admitió al fin—. Pero debía reunirme contigo como fuera.
—¿Por qué no le pediste una escolta a Asdrúbal? —le preguntó Aníbal.
—Porque sabes que nunca me habría dejado partir. Es más, sospecho que tu hermano ha recibido órdenes tuyas muy precisas.
El hizo una mueca, sin confirmar ni desmentir nada, permitiéndole entender a Himilce que había acertado.
—También los hombres del Escuadrón Sagrado tenían órdenes, ¿verdad? —le soltó.
Irritado, Aníbal se levantó tirando el paño en la bañera.
—Me preocupaba tu seguridad —se defendió—. Y la de nuestro hijo. Tú, en cambio...
—Yo necesitaba hablar contigo —lo interrumpió ella—. Porque estás a punto de cometer una locura, y no quiero perderte.
Himilce y Aníbal se miraron largamente, en silencio, luego él fue a coger una túnica limpia y se la ofreció.
—Sal de ahí —le dijo—. Si quieres discutir de igual a igual conmigo, no puedes estar sentada allí dentro y pretender que yo me concentre.
Himilce sonrió y se levantó, quedándose desnuda delante de él, con las manos apoyadas en los costados.
—De acuerdo —dijo—. De igual a igual. Lo que significa que el valiente Aníbal hará el esfuerzo de escuchar a su esposa, de otro modo ni en sueños podrá poseer este cuerpo.
Aníbal suspiró, levantó las manos en un gesto de rendición y asintió.
Sólo entonces Himilce salió de la bañera y se puso la túnica que Aníbal aún sostenía para ella.