V

—Los comandantes están contando los hombres —dijo Magón tratando de resumir la situación—, pero no creo que tengamos los datos exactos antes de mañana, también porque hay varios heridos, algunos bastante graves, y no sabemos si sobrevivirán. Se han perdido varios carros, sobre todo cuando Rasal, uno de los conductores libios, se dejó coger por el pánico e intentó hacer retroceder el carro. Ese maldito loco hizo que se despeñaran por el barranco dos carros de víveres con sus conductores.

—¿Cuántos animales hemos perdido? —preguntó Aníbal dirigiéndose a Vilualta. Se sentía cansado, amargado, pero sobre todo furioso por lo que estaba sucediendo. El tiempo había sido clemente, pero por algún motivo aquellas malditas montañas conseguían tener una influencia nefasta sobre los hombres, ponían nerviosos a los animales y provocaban decenas de muertes absurdas, accidentes que se habrían podido evitar con un mínimo de sangre fría. Aníbal se atribuía sobre todo a sí mismo la culpa de tantas pérdidas, pero desde aquel momento tenía la intención de no descuidar nada, manteniendo un control directo sobre las tropas y los carruajes con víveres, las armas y todo aquello que un ejército necesitaba para combatir una guerra.

—He terminado el recuento de los elefantes —respondió Vilualta, con aire sombrío y una arruga profunda que le cruzaba la frente—. Hemos perdido doce, hasta hoy, contando también los dos que se enfermaron antes de atravesar el Ródano. Nos quedan veinticinco elefantes.

En la tienda se hizo el silencio, mientras todos miraban de reojo a Aníbal, como esperando su reacción a aquella noticia, antes de expresar un comentario.

—¿Y los caballos? —intervino Magón.

—Aún peor —respondió Vilualta—. Contando a los númidas que hemos perdido en el enfrentamiento después de la travesía del Ródano, nos faltan casi novecientos caballos.

El susurro sorprendido se convirtió en un estruendo impetuoso, mientras todos empezaban a hablar a la vez animadamente. Aníbal, airado, impuso el silencio levantando el puño.

—Galo —rugió, dirigiéndose al guía que los boyos habían integrado a su ejército y que hasta aquel momento había permanecido apartado, cavando extraños símbolos en el terreno con la punta del cuchillo. Ante la llamada de Aníbal el hombre se levantó y se reunió con los comandantes que estaban sentados en torno al fuego encendido en el centro de la tienda.

—Os advertí que sería muy duro —dijo—. Y el tramo que nos falta atravesar será aún más arduo.

—¡Dijiste que este sendero era el tramo más difícil de toda la travesía! —lo encaró con ímpetu Magón, pero antes de que el galo pudiera rebatir, Aníbal lo aplacó apoyándole una mano en el hombro.

—¿Crees que es conveniente continuar? —preguntó Aníbal al galo, sorprendiendo a todos.

El hombre escrutó, ceñudo, al comandante cartaginés, como si le costara comprender el significado real de sus palabras, y luego asintió.

—Mi gente está preparada —respondió—. Por cada caballo que perdáis, os proporcionaremos otro. Por cada hombre que muera en estas montañas, os proporcionaremos dos.

Aníbal se mostró conforme. Se volvió y pasó en reseña con la mirada a sus comandantes, uno tras otro, empezando por Magón hasta llegar a Maharbal, que estaba sentado, sombrío, a su derecha.

—Eso es lo que quería oír —espetó a continuación, estirándose para dar una palmada fraternal en la espalda del galo—. Entonces preparémonos. Mañana por la mañana quiero un recuento exacto de las pérdidas y de los heridos, y todos los conductores de carros y de animales deberán reunirse al alba delante de esta tienda para escuchar lo que les diré. Consideraré a los comandantes responsables de cualquier pérdida, se trate de un carro de vituallas o de un elefante, y cuando estemos en Italia recompensaré a aquellos que se hayan demostrado más eficientes y castigaré a quienes no hayan cuidado de sus hombres y de sus animales. Es todo, podéis marcharos.

En silencio, los comandantes salieron de la tienda, salvo Magón, habituado a entretenerse con su hermano después de cada consejo de guerra.

—Tú también —ordenó Aníbal dirigiéndose a su camastro—. Duerme un poco. Dentro de algunas horas te quiero de pie, para realizar juntos una inspección del campamento. Quiero entender cuáles son los puntos débiles de nuestra organización y ponerles remedio lo antes posible.

—Sólo tenemos un problema, en mi opinión —dijo Magón en voz baja.

—¿Cuál? —le preguntó Aníbal.

—Hemos reunido un hatajo de hombres a los que no conseguimos gobernar como quisiéramos —respondió su hermano, turbado—. En nuestras filas hay fenicios, munidas, galos, libios, ligures e íberos. ¿Cómo pudiste pensar que podrías convertirlos en un ejército compacto y dispuesto a moverse como un solo hombre?

Aníbal entornó los ojos e hinchó las mandíbulas, luego se relajó y se acercó a Magón.

—Tienes razón —le dijo—. Pero ese hatajo será también nuestra fuerza. Sólo debemos mantener la disciplina en estos momentos difíciles, para limitar las pérdidas y para hacer más sólida la cohesión entre los hombres. Cuando estemos en Italia, podremos disponer de un ejército de veteranos listo para lanzarse a la batalla sin vacilaciones, orgulloso por saber que es el protagonista de esta empresa. Sólo así podré hacer de este grupo heterogéneo una manada de lobos feroces. Y yo seré el líder de la manada, te lo puedo asegurar.

Magón se quedó observándolo unos instantes, aparentemente sorprendido por aquel lúcido examen de la situación, luego hizo un gesto con la cabeza y exhibió una sonrisa.

—Eres increíble —murmuró—. Lo tenías planificado todo, incluso estas dificultades, estas muertes, el esfuerzo al que nos estamos sometiendo. Estaba todo estudiado, formaba parte de un plan muy preciso.

También Aníbal sonrió.

—Hay muchas maneras de adiestrar a un ejército, y en mi opinión ésta es la mejor de todas. Aunque comporte algunos sacrificios.

Magón se echó a reír, y Aníbal lo imitó, luego le pidió que lo dejara solo y lo echó a la fuerza de la tienda. Estaba atardeciendo, y aquella noche ninguno de ellos reposaría. Era mejor aprovechar cada instante útil.

Cartago
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