III

El campamento se había adormecido, después de una jornada que Publio había pasado moviéndose como en un sueño. No creía que nunca hubiera visto tantas cosas nuevas e increíbles de una sola vez. Cuando volvió a su tienda, se sentía aturdido y embriagado, con la cabeza que le daba vueltas como si se hubiera bebido un odre de vino.

—Aquí estás, por fin —lo acogió Versilio, saliendo a su encuentro para ayudarlo a quitarse la loriga, que Publio había querido tener puesta durante todo el día, aunque no habría sido necesario.

—¡Es increíble! —exclamó, radiante—. No tienes ni idea de lo que he visto. Todos esos soldados, cómo se mueven... Parecen un solo hombre, ¡es de locos! Sus instructores son increíbles. Y además las unidades de caballería, ¡qué maravilla de animales! He conocido a mis hombres y...

—Calma, calma —lo interrumpió Versilio levantando las manos—. Si no vas más despacio no entenderé nada.

Publio parpadeó otra vez, trastornado, luego sonrió y permitió que Versilio terminara de desvestirlo. Una vez desnudo se sumergió en la gran tina llena de agua caliente y dejó que Versilio le pasara un paño mojado por los hombros y la espalda. Sólo en aquel momento se dio cuenta de lo cansado que estaba y de cuánto le dolían todos los músculos del cuerpo. Aquella coraza era magnífica, y no habría querido quitársela nunca de encima, pero también era muy pesada, y ahora tenía unas marcas rojas bien visibles en los hombros, y algunas llagas en los costados y debajo de las axilas, donde el cuero había rozado durante todo el día.

—Así que te has divertido, ¿verdad? —le preguntó Versilio lavándolo con delicadeza, mientras le pasaba un paño sobre las marcas dejadas por la coraza.

—¿Divertido? —respondió Publio con los ojos cerrados—. ¡Sin duda! He visto cosas increíbles.

—¿Por qué no intentas contármelas? —lo instó Versilio—. Pero despacio, porque, de otro modo, no podré seguirte.

Publio sonrió, se incorporó un poco para que el siracusano le lavase la espalda dolorida. Entonces dio inicio a su relato, con los ojos desorbitados por la excitación y a pesar de que le costaba aceptar que todo aquello de lo que estaba hablando había ocurrido de verdad.

Al montar a caballo había tratado de mostrarse desenvuelto, como si estuviera habituado desde siempre a esas incómodas armaduras de combate y a disfrutar del apoyo que uno de los esclavos de su padre le ponía a disposición para saltar a la grupa del animal. En realidad, se sentía nervioso y azorado como nunca, y advertía que una fastidiosa capa de sudor le cubría el cuerpo. Cuando finalmente consiguió aferrar las riendas y mantener a raya el caballo, que bufaba y pataleaba, vio que su padre se acercaba y le hacía una señal con la cabeza.

—¿Estás listo? —le preguntó mirándolo con una extraña expresión que Publio no consiguió descifrar. ¿Estaba preocupado por él? ¿Incómodo? ¿O simplemente molesto por la idea de tener que hacerle de nodriza durante todo el día, mientras lo presentaba a los centuriones y a los comandantes de las unidades de caballería, entre los que estaban los iuniores de los que Publio iba a asumir el mando? No lo sabía, pero desde luego no era precisamente la expresión de un padre orgulloso de su hijo y satisfecho de verlo cabalgar a su lado.

«Pronto cambiarás de opinión», se dijo, limitándose a responder a la pregunta del cónsul con un gesto seco de la cabeza. «Yo soy un Escipión, y hoy empieza una nueva vida para mí.»

Sintiéndose fortalecido por ese pensamiento, siguió a su padre, quien había hecho una seña a su guardia personal y cabalgaba hacia una hilera de colinas que se elevaban en el horizonte.

En los días anteriores habían avanzado a marchas forzadas para procurar alcanzar la Galia Cisalpina antes de que Aníbal y los cartagineses, una vez cruzados los Alpes, consiguieran reunirse con los insubres, después de haber atravesado los Alpes.

—Debemos impedir que los celtas vayan a engrosar las filas de los púnicos —había explicado el cónsul a sus oficiales, en el último consejo de guerra antes de partir de Pisae hacia la colonia de Placentia—. Si conseguimos alinear las legiones más allá del frente del Po cuando Aníbal haya cruzado los pasos montañosos, podremos enfrentarnos a él de inmediato, sin darle tiempo de recuperar las fuerzas. Organizad una marcha de acercamiento a la máxima velocidad posible.

Los legados y los tribunos militares habían obedecido sin replicar, y Publio se había dado cuenta de lo enérgico y decidido que era su padre, quien llevaba la espesa coraza de cuero que usaba en sus misiones de guerra.

Ahora, mientras lo seguía hacia las colinas, no podía menos de sentirse demasiado pequeño y débil en comparación con el cónsul y sus oficiales, que descollaban a lomos de sus caballos como guerreros resplandecientes bajo el sol de la mañana.

Cuando llegaron a los montes, sobre los que estaban alineadas varias decurias en formación de batalla, para el caso de que el campamento sufriera un ataque sorpresa, su padre se detuvo y señaló enfrente con el brazo, dando alguna instrucción a uno de sus generales. Publio incitó el caballo para adelantarse y acercarse a su padre: no quería perderse ni una sola palabra de aquella increíble jornada.

—Comencemos a vadear el río tal como acordamos —estaba diciendo el cónsul—. ¿Habéis comprobado la solidez del puente de barcas? No quiero sorpresas.

Dos hombres respondieron casi al unísono, garantizando que todo estaba bajo control, y Publio miró en la dirección que había señalado su padre. Lo que vio lo dejó sin aliento.

Por sus estudios sabía que el Po era el río más grande de cuantos se conocían, pero no imaginaba que lo fuera hasta tal punto. Estaba acostumbrado a contemplar las aguas del Tíber, a seguir la navegación de las barcazas que transportaban las mercancías de una orilla a otra del río que había marcado el nacimiento de Roma y que aún la abrevaba y ayudaba en su crecimiento imparable, pero el Po era algo que superaba su imaginación. La ribera opuesta al punto de observación en que se encontraba estaba a una distancia impresionante, de tal modo que a duras penas lograba distinguir a los hombres enfrascados en patrullar los campos y los bosques que se extendían hasta donde llegaba la vista. Las aguas, de un amenazante color oscuro, avanzaban impetuosas, dando la impresión de poder barrer sin demasiadas dificultades el frágil puente de barcas que los guerreros romanos habían construido para permitir la travesía del río.

—¿Tenemos que pasar por allí? —se sorprendió preguntando, casi sin darse cuenta de que su exclamación parecería inoportuna a su padre y a los oficiales.

—Ya lo hemos hecho muchas otras veces —respondió el cónsul con una media sonrisa—. Es menos peligroso de lo que puede parecer.

—Pero los carros más pesados no lo conseguirán nunca —objetó Publio negando con la cabeza—. Esas barcas no aguantarán el peso.

—Fíate de nuestros zapadores —respondió su padre riendo.

—¿Por qué no buscamos un punto más accesible? —continuó Publio, sin darse por vencido.

—Este es el mejor punto. En caso de retirada, el puente de barcas puede ser destruido fácilmente.

Publio observó sorprendido a su padre, advirtiendo lo limitadas que eran las perspectivas de su pensamiento. Era aún demasiado inexperto, en cuestiones de tácticas militares y estrategias de guerra, y esto debía quedar incluso demasiado claro a los oficiales que cabalgaban engallados, dando la impresión de tolerar con fastidio sus preguntas fuera de lugar. Pero también tenía muchas ganas de aprender, y mientras pudiera hacer preguntas para entender mejor lo que veía, no las escatimaría.

—Si los cartagineses nos obligaran a retroceder, podríamos mantenerlos en la otra orilla del río —dijo, considerando las implicaciones de las palabras de su padre.

—Exacto —asintió satisfecho el cónsul—. Pero ahora vamos, quiero que veas algo.

—¿Qué? —preguntó Publio, tratando de contener la excitación que se estaba apoderando de él.

—¿Has visto alguna vez a los guerreros celtas totalmente enjaezados para entrar en batalla? —le preguntó el cónsul.

Publio abrió la boca para contestar, pero se dio cuenta de que su padre le había hecho una pregunta retórica, así que se limitó a negar con la cabeza y a espolear el caballo siguiendo al cónsul y a todos los oficiales, que habían dado media vuelta con sus corceles para descender la colina y dirigirse hacia la periferia oeste del campamento.

* * *

—¿De verdad son tan terribles como dicen? —preguntó Versilio, que había quedado fascinado a su pesar por el relato de Publio.

—Más de lo que puedas imaginar —respondió el joven Escipión relajándose en la bañera y dejando que el siracusano le echara otro cubo de agua caliente.

—¡Cuenta!

Publio no se hizo de rogar.

* * *

Dos hombres se estaban peleando. O, mejor, aquellos que a Publio le parecieron a primera vista unos gigantescos osos gruñendo. Los rodeaba un corro de hombres hirsutos que rezongaban, lanzaban gritos poderosos y levantaban largas espadas de hierro tan pesadas que probablemente él no habría conseguido alzar una por encima de la cabeza.

La mayoría de aquellos guerreros de aspecto bárbaro y feroz se parecían a esos gigantes que, indiferentes al frío que amordazaba el valle en cerco infranqueable, se golpeaban los brazos sobre el pecho desnudo, revestido en su mayor parte sólo por tiras de cuero cruzado o por toscas pieles curtidas de cualquier modo.

Los dos que se batían, en cambio, estaban cubiertos por espesas pieles de oso, y por cómo se movían, cautelosos pero con los rostros crispados en muecas terroríficas, las barbas híspidas y el largo cabello enrigidecido por la cal, parecían dos enormes bestias que se estuvieran disputando la supremacía sobre el territorio. No estaban armados: se enfrentaban a pelo, manteniendo los ojos azules como espejos de agua clavados el uno en el otro, a la espera de un movimiento que revelase la intención de lanzarse al ataque.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Publio a su padre, observándolos, consternado. Los galos tenían un aspecto impresionante, con sus largos bigotes rubios ensebados y los colores de guerra pintados en sus cuerpos para acentuar la sensación de brutalidad y de fuerza que ya se desprendía de sus figuras.

—Combaten —respondió el cónsul—. Es lo único que saben hacer.

Publio observó que los dos contendientes se escrutaban con ira, girando el uno en torno al otro como bestias dispuestas a asestar un ataque mortal. Del corro de los galos se alzaban gritos de incitación en una lengua oscura y estridente, que Publio no conseguía comprender, pero que le producía escalofríos. Se dio cuenta de que en un campo de batalla habría sido terrorífico verse ante uno de esos gigantescos guerreros armado con espada, con el cuerpo semidesnudo pintado con los colores de guerra y una mueca siniestra en el rostro.

—Pues entonces tenemos la suerte de tenerlos de nuestro lado —murmuró, sujetando al caballo que bufaba y dilataba el hocico, inquieto.

—Sólo una pequeña parte —le recordó su padre—. De todos modos, no me fiaría demasiado de estos animales. Son capaces de volverse contra sus aliados en cualquier momento.

Publio lo miró, ceñudo. Sabía que los galos eran un pueblo altivo y belicoso, al que Roma había logrado domar con dificultades y que, a pesar de la inferioridad militar y la incapacidad de reunir a todas las tribus que componían su ralea en un único frente compacto, nunca dejaban de rebelarse, arriesgándose a perder la vida o ser exterminados siquiera fuera por el gusto de demostrar su valor en combate.

Estaban locos y eran unos bárbaros, y había que domarlos a latigazos y con métodos duros, pero en el campo de batalla podían revelarse un recurso precioso en apoyo de las legiones.

—Por eso debemos evitar que Aníbal estreche una alianza con los boyos y los insubres —continuó su padre, dando unas palmadas en el cuello del caballo para mantenerlo quieto. Los gritos de guerra de los celtas tenían el poder de enervar a las cabalgaduras, y no sólo a Publio y a los demás romanos que observaban a distancia la aglomeración de los galos.

Cuando uno de los dos contendientes con las pieles de oso lanzó de improviso un terrorífico grito de batalla y se arrojó hacia delante, cayendo encima de su adversario, el caballo de Publio hizo un extraño, espantado, y estuvo a punto de desarzonarlo, obligándolo a aferrarse a la crin para no caer.

—Míralos bien, muchacho —le recomendó su padre—. Aprende a entender cuáles son los instintos animales que guían a estos salvajes.

Tras haber tranquilizado al caballo, Publio se concentró en el enfrentamiento entre los dos galos, que ahora se agarraban como osos en lucha. Agitaban los enormes brazos y lanzaban golpes que lo matarían en el acto, pensó, pero a pesar de eso mantenían los pies bien plantados en el suelo y empujaban con ira, tratando de que el adversario perdiera el equilibrio y mordiera el polvo. Pero los dos rivalizaban en fuerza, habilidad y ardor guerrero, y se golpeaban mutuamente sin que ninguno manifestara signos de desfallecimiento, dando la impresión de que podían continuar hasta que fuera noche cerrada.

Los demás guerreros celtas gritaban, algunos incitando al uno y otros clamando por el otro, y no raras veces estallaban trifulcas y se producían choques feroces. Pero la atención general se centraba en los dos gigantes que lanzaban golpes aparentemente letales, que sin embargo sólo lograban hacerlos tambalear un poco, mientras la sangre chorreaba de los labios o las cejas rotas.

En un momento dado, uno de los dos, gruñendo, logró asestarle un codazo al otro en la cara, luego le metió un pie entre las piernas e hizo fuerza, consiguiendo que perdiera el equilibrio y se derrumbara. La multitud exultó compacta por aquel movimiento inesperado, pero el guerrero que había caído reaccionó con habilidad, agarrando al adversario por la piel y arrastrándolo hacia el polvo. Una vez en el suelo, los dos siguieron golpeándose con furia, apuntando sobre todo a los costados y al rostro con poderosos puñetazos, luego de repente se desplomaron el uno junto al otro, exhaustos, con las bocas babeantes y ensangrentadas.

La multitud los incitó con ira, azuzándolos para proseguir el combate, pero los dos se pusieron de pie sosteniéndose mutuamente, se intercambiaron una mirada y se echaron a reír, abrazándose como viejos amigos.

Publio los observó, desconcertado. Hasta un momento antes parecía que estuvieran dispuestos a despedazarse recíprocamente, ahora, en cambio, estaban abrazados como hermanos y la multitud de sus compatriotas los aclamaba.

—No te asombres —le dijo su padre, mientras hacía girar el caballo y se alejaba—. Los galos tienen una manera muy suya de divertirse. Tú sólo trata de mantenerte lo más lejos posible de ellos.

Publio lanzó un último vistazo a aquellos gigantescos guerreros que infundían temor con sólo mirarlos, luego espoleó el caballo para alcanzar a su padre. En su interior se preguntó cómo lograría hallar la fuerza y el valor para afrontar a aquellos bárbaros, el día en que los tuviera ante sí en el campo de batalla.

La respuesta no llegó, y esto bastó para que se le hiciera un doloroso nudo en la garganta.

—Vuestras legiones los han vencido no sé cuántas veces —recordó Versilio mientras le pasaba el paño mojado por el pecho, con un movimiento delicado que Publio encontró extremadamente relajante—. En el fondo, esos celtas no deben de ser tan terribles como dices.

Publio hizo una mueca.

—Me hubiese gustado verte a ti junto a uno de esos energúmenos —respondió—. Apenas si les llegarías al esternón.

—No siempre la fuerza bruta conduce a la victoria —rebatió el siracusano—. Cuentan más la inteligencia y la astucia. Tú deberías saberlo.

—Puede ser, pero quisiera evitar como sea tropezarme con la mueca refunfuñadora de uno de esos galos.

—Tú estás destinado a comandar legiones, no a combatir en primera línea —le recordó Versilio desplazando la mano, apenas sumergida en el agua, a la altura del vientre de Publio—. En todo caso, me parece que tú no tienes nada que envidiar a nadie, por lo que se refiere a la armonía del cuerpo.

—Armonía no significa fuerza, y tampoco brutalidad. Todas características de las que esos guerreros están dotados desde el nacimiento. Si no estuvieran tan desunidos y dispuestos a combatir incluso entre ellos por cualquier cosa...

—Por eso Roma es la que manda —afirmó Versilio—. Vosotros habéis hecho de la armonía, la sabiduría, la inteligencia táctica y la belleza armas formidables, que ningún bárbaro podrá nunca igualar.

Publio observó sorprendido a su esclavo, tratando de descifrar su expresión y entender en qué realmente estaría pensando. De vez en cuando Versilio demostraba su pertenencia a la cultura helénica con esas salidas enigmáticas, que detrás de significados aparentemente comprensibles escondían razonamientos mucho más profundos, a veces incluso peligrosos.

—¿Qué tiene que ver la belleza? —le preguntó al captar un matiz especial en la voz del siracusano cuando había pronunciado aquella palabra.

Versilio no respondió, limitándose a mirarlo con una intensidad que inquietó a Publio. Luego hizo algo que dejó sin aliento al joven Escipión: bajó aún más la mano que sostenía el paño, y se lo envolvió en torno a las caderas, empezando a masajearlo lentamente.

El estupor de Publio duró sólo un instante, enseguida reaccionó con ira, aferrando la mano de Versilio y alejándola mientras salía con un brinco de la bañera y corría a buscar un trozo de tela seco, para cubrirse.

—¿Qué te ha pasado por la cabeza? —gritó, ruborizándose por la vergüenza y escrutando a su esclavo como si lo viera por primera vez.

—No he hecho nada malo —respondió Versilio bajando los ojos, incómodo.

—¿Nada malo? —espetó Publio, sin saber si estar sorprendido o furioso. Se quedó en silencio, sin palabras, a la espera de que Versilio se explicara.

—Para los griegos no hay nada malo en sentir deseo por el cuerpo bien hecho de un hombre —dijo el siracusano, al cabo de un momento, sin levantar la mirada del suelo—. Sobre todo cuando es un guerrero prometedor y un comandante romano.

Publio negó con la cabeza, desconcertado. Siempre había admirado la cultura griega, las enseñanzas de los grandes filósofos de Atenas, y sabía que la escuela helénica era un acicate para abrirse a horizontes de pensamiento más amplios, pero ahora que había tropezado de verdad con uno de estos aspectos culturales... no podía sino sentirse lleno de disgusto y de ira.

—A mí me gustan las muchachas, no los pervertidos —dijo con un chillido que contenía más maldad de la necesaria—. Soy un soldado romano; por eso que has hecho podría ordenar que te crucificaran.

Versilio no replicó nada, limitándose a permanecer encogido, lleno de vergüenza y de lo que a Publio pareció tristeza: una tristeza infinita y cargada de desilusión, que trastornó completamente la fisonomía del siracusano, presentándoselo por primera vez como era de verdad.

—¿Te has enamorado de mí? —le preguntó Publio, apretando los puños a la espera de la temida respuesta.

Versilio levantó la mirada, trató de decir algo, luego volvió a refugiarse en el silencio y en esa actitud compungida que inquietaba, más que nada, a Publio.

—No debiste haberlo hecho —concluyó aferrando la túnica y poniéndosela deprisa—. Ahora vete. No te necesito.

Versilio lo miró, sorprendido.

—¿Adonde voy a ir? —preguntó—. Soy un esclavo y...

—¡Y recibes órdenes de mí! —lo interrumpió bruscamente Publio—. Sal de esta tienda y vete a buscar una mujer. Encuéntrala lo más joven que puedas, dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de satisfacerme. Si es preciso, págale con anticipación y condúcela aquí. Dile que entre y espera fuera. Esta noche puedes dormir en el suelo, delante de la tienda.

Versilio asintió con gesto afligido, dudó un instante y luego se dirigió a la salida.

Cuando estuvo solo, Publio dio una patada a la bañera llena de agua, haciéndola caer en el suelo.

Aquella jornada había sido demasiado intensa para él. Y deseó que no fuese sólo el principio. Si aquello era su tributo para la edad adulta, entonces no tenía muchas esperanzas de poder cumplir los sueños de gloria que lo habían exaltado en la juventud.

Cartago
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