II
Cuando vio a su madre sumida en lágrimas, comprendió que estaba sucediendo algo importante.
—Quédate aquí —ordenó a Versilio, luego llegó al tablinum y miró a su alrededor, trastornado. Los sirvientes acudían de todas partes, atareados en preparar el equipaje para la que parecía una expedición importante, que mantendría a su padre lejos de casa quién sabe por cuánto tiempo.
Publio observó los grandes sacos en que estaban apilando las prendas de su padre, incluidos los arreos de guerra y de parada, y se disponía a acercarse a su madre para pedir explicaciones cuando, de improviso, se quedó paralizado por la sorpresa. Los criados habían llenado una gran caja de madera con otras prendas y objetos, que después de un primer momento de desconcierto consiguió reconocer: eran todas sus ropas, e incluso estaban sus textos de estudio, las tablas sinópticas y la daga historiada que su padre le había regalado algunos meses atrás, para su dieciocho cumpleaños.
Mientras la excitación comenzaba a apoderarse de él, bombeándole con tanta fuerza la sangre en las sienes que pensó que le iba a estallar, interceptó la mirada suplicante y bañada en lágrimas de su madre, y comprendió que debía mantenerse alejado de ella.
Sin embargo, Pomponia se dirigió rápidamente hacia él y Publio se sintió asaltado por el pánico, pero afortunadamente en aquel momento apareció su padre en el tablinum y agarró a su esposa por un brazo, deteniéndola.
—El viene conmigo —le dijo con voz firme, que no admitía réplicas—. Está decidido.
Pomponia abrió la boca para rebatir, pero sólo le salió un gemido sofocado. Escapó, yendo a refugiarse en sus habitaciones, y Publio se quedó a solas con su padre, que le lanzó una mirada dura y apresurada, mientras señalaba con un brazo todo el trasiego que los rodeaba.
—Ayuda a preparar nuestras cosas —ordenó con ademán expeditivo—. Partimos hoy mismo.
—¿Adonde nos dirigimos? —preguntó Publio, con voz temblorosa.
—Zarpamos mañana por la mañana para Pisae —le respondió su padre—. Allí asumiremos el mando de las legiones y nos dirigiremos al norte, a la Cisalpina.
A Publio le empezó a dar vueltas la cabeza, pero se controló para intentar mantenerse impasible delante de su padre.
—¿Estamos en guerra? —preguntó, evitando apenas los balbuceos.
—Sí —respondió el padre, mirándolo fijamente a los ojos—. Y te quiero conmigo. Ahora eres un hombre. Eres un Escipión. Debes conquistar tu parte de gloria.
Una vez dicho esto, el padre pareció olvidarse de él. Se dirigió hacia los esclavos, gritando órdenes con su energía habitual.
Publio se tambaleó, buscó a tientas la pared, pero dos manos lo aferraron antes de que tropezara con sus propios pies y se desmoronara al suelo.
—Era lo que más deseabas —le dijo Versilio en voz tan baja que sólo él pudo oírlo. Publio percibió pena en la voz del esclavo, quizá también una pizca de miedo.
—¡Tú vendrás conmigo! —exclamó, reanimándose—. Por fin combatiremos.
Versilio no respondió y se limitó a dejarlo cuando Publio se soltó de su apretón. No le importaba si el siracusano, por lo general contrario a las guerras y a las operaciones militares, veía en aquel giro de su vida un motivo de peligro. El había soñado mil veces con aquel momento, y ahora que finalmente había llegado tenía la intención de disfrutarlo a fondo.
—¡Ayúdame! —gritó, espoleando a Versilio para que se moviera. Quería estar listo para cuando su padre diera la orden de partir. Y poder así caminar a su lado mientras el cónsul Publio Cornelio Escipión partía hacia el frente de guerra.
Un día los poetas describirían aquel momento, y quería formar parte de él, reclamando lo que le correspondía por derecho hereditario.
Ni siquiera notó, mientras trajinaba excitado con sus cosas, la mirada triste de Versilio. Tampoco oyó el llanto sofocado que llegaba de las habitaciones de su madre.