I

Aníbal terminó de colocarse la venda sobre el ojo y se dispuso a acoger a la delegación que había conseguido evitar el bloqueo de la flota romana y había atracado en Caulonia, donde los combates aún continuaban, si bien de una forma que nadie habría esperado.

En efecto, aquella noche Aníbal, ya cansado de combatir contra aquellas poblaciones de cobardes que se enrocaban en sus fortalezas y sólo se dejaban ver para negociar los términos de la rendición, había decidido poner en práctica un plan que le rondaba por la cabeza desde hacía algunos días, desde que uno de sus exploradores había descubierto una gruta en las inmediaciones del mar que había resultado estar llena de madrigueras de serpientes. Aníbal había pedido a los suyos que encontraran algún paso que llevara a la ciudadela fortificada, de suerte que un par de sus espías pudiesen deslizarse dentro de la ciudad sin ser vistos, para comprobar la situación y averiguar si era posible abrir las puertas por la noche y coger por sorpresa a los caulonianos. Siempre había pasajes de ese tipo en los alrededores de las fortalezas construidas en las proximidades del mar, y Aníbal deseaba que los suyos hallaran uno, pero no fue posible.

Aparentemente no había manera de entrar en la ciudad. Entonces, después de meditar largamente, Aníbal decidió que serían los caulonianos los que salieran de su fortaleza.

Para realizar ese propósito aparentemente imposible, envió algunas escuadras de libios habituados a vérselas con las serpientes a la gruta que había descubierto su explorador. Después de que hubieron recogido centenares de esos reptiles, mandó introducirlos en grandes tinajas de terracota. En cuanto cayeron las tinieblas, ordenó a los operadores de las catapultas que cargaran las tinajas y las lanzaran más allá de los muros de la fortaleza.

Cuando las tinajas, tras una parábola silenciosa en la noche, cayeron sobre los tejados de la ciudad y se hicieron añicos, dejando salir a las serpientes furiosas por el miedo, a Aníbal no le quedó sino esperar: estaba seguro de que pronto se abrirían las puertas de la ciudad y los ciudadanos de aquella fortaleza impenetrable se arrojarían espontáneamente entre los brazos de sus hombres, que los esperaban alineados en formación de batalla.

No tuvo que esperar mucho. Sabía que las poblaciones de aquellas tierras eran muy supersticiosas y adoraban a divinidades oscuras que se divertían lanzando señales de sangre cada vez que manifestaban su voluntad, de modo que a los ojos de los caulonianos la lluvia de serpientes parecería una amenaza mucho más terrible que las espadas de los cartagineses, contra los cuales al menos podían intentar una débil resistencia.

Y así fue: las puertas se abrieron, y una multitud presa del pánico se precipitó al exterior, dejándose segar por las espadas, las jabalinas y las flechas cartaginesas casi con una sensación de alivio, como si prefirieran mil veces ser matados de aquel modo, antes que afrontar la cólera de sus dioses.

La carnicería había continuado hasta aquella mañana, y aún ahora, mientras Aníbal se preparaba, resonaban por doquier los gritos de los hombres muertos o torturados para diversión de los suyos, y los chillidos de las mujeres violadas en los callejones de la ciudad.

Aníbal hizo una mueca y se dijo que no era la primera vez que asistía a semejante espectáculo, y no sería la última. Pero lo que más le inquietaba era la conciencia de que, a pesar de esto, a pesar de la demostración de fuerza y astucia que su ejército podía hacer, también Caulonia, como tantas otras ciudades que habían conquistado, volvería a alinearse de inmediato con Roma, a poco que tuviera la posibilidad de hacerlo.

Ya había tenido una prueba de ello con una de las conquistas más prestigiosas de su campaña militar en el territorio de la República, Tarento.

Después de una larga marcha de acercamiento y algunos breves pero violentos enfrentamientos con las legiones romanas que vigilaban aquella importante fortaleza sobre el mar, situada en una posición estratégica para controlar el desembarco de hombres y medios en el sur de Italia, los cartagineses habían conquistado el puerto y toda la ciudad de Tarento, pero los romanos habían seguido defendiéndose manteniendo el control de la antigua roca fortificada, que desde tiempo inmemorial elevaba sus muros como barrera ante cualquiera que hubiese querido conquistarla.

Al darse cuenta de las dificultades a las que se enfrentaría, si empleaba el ejército para someter a asedio la fortaleza, Aníbal decidió cambiar completamente de estrategia y ordenó a sus hombres que erigieran una empalizada en torno a la fortaleza, con un profundo foso erizado de palos puntiagudos en el fondo, con el objeto de encerrar a los romanos en un cerco de contención, del cual ya no podrían escapar.

La fortaleza tenía una salida al mar, con una ensenada que permitía el aprovisionamiento de víveres y hombres gracias a la superioridad de la flota romana, pero también en este caso Aníbal se mostró lo bastante astuto como para impedir cualquier intervención marítima por parte de la República. Después de haber llevado a la embocadura del golfo todas las naves tarentinas de las que estaba dispuesto a privarse, las había hundido en el tramo de mar en que las aguas eran más bajas, para obstaculizar de ese modo el paso de otras embarcaciones. Según el movimiento de la marea, un observador proveniente del mar abierto vería un verdadero bosque de mástiles saliendo de la superficie de las aguas, y se daría cuenta de que ninguna nave podría alcanzar la ensenada en que se situaba el pequeño puerto de la fortaleza.

Aníbal habría podido asediar por hambre a los romanos, pero no era su intención establecerse allí con sus hombres: tenía otras ciudades que conquistar y depredar, otros pueblos a los que convencer de que abrigaran su causa. Así que dejó un pelotón de guardia en la empalizada construida en torno a la roca y volvió a partir, dispuesto a lanzarse a otras conquistas.

La noticia de que Tarento había vuelto a manos de los romanos, tras duros combates por tierra y mar, no sorprendió a Aníbal, pero lo hizo montar en cólera. Los tarentinos no habían colaborado, se habían limitado a asistir, impasibles, a los enfrentamientos, listos para alinearse con los vencedores.

Ahora, allí en Caulonia, estaba a punto de ocurrir lo mismo. Por eso Aníbal había decidido no partir de inmediato. Puesto que había conquistado la fortaleza y podía controlar sin problemas la ciudad, tenía la intención de dar descanso a sus hombres y fortalecer, entre tanto, la política de alianzas con los pueblos itálicos, que procuraba poner de su parte, como fuera, a pesar de las grandes dificultades que encontraba al respecto.

Varias veces, hablando con Maharbal y con sus demás generales, Aníbal había intentado entender qué poder tenía Roma sobre esos pueblos para que prefiriesen dejarse masacrar por su ejército antes que proclamarse sus aliados, renegando de los pactos firmados con los romanos.

Tenía un ejemplo asombroso de ello en Nápoles, una ciudad que, aunque floreciente y rica en mercaderes, artesanos y clases emprendedoras del todo ajenos al ejército y a las canalladas de la guerra, no dudó en cerrarle las puertas en las narices y en proclamar su fidelidad a Roma. Esos testarudos no cedieron a ningún halago, a ninguna promesa de nuevas y mayores riquezas que los cartagineses estaban dispuestos a compartir con ellos, cuando Roma hubiera caído y, por el contrario, llamaron a filas a todos los hombres aptos, los artesanos, los carpinteros y los comerciantes, espoleándolos a poner en juego su propia vida con tal de no ceder a las amenazas que Aníbal hizo seguir a sus ofertas de alianza.

El enfrentamiento resultó inevitable, y dio a Aníbal la medida de la capacidad de Roma para mantener bajo su dominio a las poblaciones que pertenecían al círculo de sus aliados.

—¿Cómo lo hacen? —preguntó, furioso, a sus generales, aun sabiendo que ninguno de ellos tenía una respuesta—. ¿Qué les dan a cambio para tener en un puño, con tanta fuerza, su fidelidad? ¿Por qué están dispuestos a dejarse masacrar, con tal de no renegar de Roma?

—Es un misterio que sólo los dioses pueden resolver —comentó Maruda—. Haré algunos sacrificios, y quizá dentro de algunos días...

—¡Necesito respuestas ahora! —lo interrumpió Aníbal, furibundo—. Por cada ciudad que destruimos o que ponemos de nuestra parte, hay diez que nos cierran las puertas o que al día siguiente de irnos vuelven a proclamarse fieles a Roma. ¿Cuántos pueblos deberemos exterminar, antes de que esta gente entienda que nosotros somos el futuro, que tarde o temprano nuestro puño se abatirá como una maza sobre Roma?

—Tal vez ése haya sido nuestro error —comentó Maharbal, mirándolo fijamente—. Debimos dirigirnos de inmediato hacia Roma, someterla a asedio y destruirla antes de que consiguiera reorganizar sus legiones.

—Eso ya lo hemos discutido mil veces —intervino Paribio—. No era el momento de hacerlo. Necesitábamos que los aliados de Roma se pasaran a nuestro lado.

—Pero eso no está ocurriendo —rebatió Maharbal—. Si hubiéramos atacado Roma, quizás esta gente se habría dado cuenta de lo que éramos capaces y se habría pasado a nuestro lado.

—Eso no podemos saberlo —dijo Vilualta—. Y, en todo caso, ahora no sirve de nada recriminárnoslo.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Maharbal, exasperado—. No podemos seguir consumiéndonos en una guerra como ésta. Mientras nosotros perdemos el tiempo conquistando ciudades sin importancia, Roma consolida sus alianzas, aumenta el número de sus legiones y se vuelve cada vez más fuerte y peligrosa.

—Tenemos que comprender ese mecanismo y destruirlo —afirmó Aníbal—. Roma está aumentando los tributos que exige a las ciudades aliadas, pide continuamente hombres, materiales y recursos, y sin embargo son muy pocas las defecciones, y nosotros tenemos que combatir paso a paso para abrirnos el camino que nos conducirá a la victoria final.

—Eso es bueno —intervino Manida—, Los dioses aprecian los sacrificios de sangre, y honran a quienes combaten con valor y determinación.

—Además —añadió Vilualta—, nuestros hombres son cada vez más expertos y están más compenetrados, nuestro ejército es cada vez más temible. Siempre que nos enfrentamos con los romanos los masacramos.

—Pero todo eso sirve de muy poco —comentó Aníbal, sombrío.

—Esperemos a la delegación de Cartago y escuchemos qué tienen que decirnos —dijo Maharbal—. Si nos dan los refuerzos que hemos pedido y nos traen noticias reconfortantes de Iberia, entonces podremos movernos de verdad hacia Roma. Ahora o nunca.

Nadie añadió palabra alguna, ni siquiera Aníbal, que se detuvo a considerar las palabras del númida con inquietud. Temía quizá más a la idea de tener que enfrentarse con la delegación enviada por Cartago, que con todo el ejército romano, pero sabía que a esas alturas necesitaba entender hasta dónde Cartago estaba dispuesta a apoyarlo en aquella larga guerra que había durado quizá más de lo que cualquiera hubiese imaginado.

Además, quería noticias de sus hermanos, que estaban combatiendo en Iberia contra un joven procónsul que, por lo poco que sabía gracias a las noticias fragmentarias que le llegaban, había sido capaz de ponerlos en apuros e incluso de conquistar Nueva Cartago.

Aquella noticia no lo perturbó, al contrario, durante un momento tuvo la impresión de que era algo bueno, porque Asdrúbal había transformado aquella ciudad en un lugar en que el ocio, la necedad y la molicie más desenfrenados se habían impuesto sobre la rígida moral cartaginesa, que su padre había llevado a Iberia convirtiéndola en el elemento fundamental con el que construir un nuevo reino bajo el dominio de Cartago.

Si era verdad que Nueva Cartago era un diamante precioso engarzado en las tierras que los Bárcidas habían conquistado al precio de duras batallas y miles de muertos, también lo era que la debilidad mostrada por Asdrúbal y los contingentes ibéricos era la prueba de que tener la impresión de que la guerra estaba lejos y, por tanto, dejarse coger desprevenidos por los romanos, de quienes podía decirse cualquier cosa, menos que no fueran coriáceos, obstinados y siempre dispuestos a combatir para reconquistar cada metro de tierra perdida, era un error que ningún comandante cartaginés habría debido cometer. El hecho de que Asdrúbal fuera el comandante de aquellos contingentes avergonzó a Aníbal, pero los relatos que le refirieron sobre cómo aquel procónsul romano había conquistado Nueva Cartago, lo llevaron a entender que era eso lo que necesitaba su gente: adversarios fuertes y temibles con los que medirse, para obtener sobre el terreno las victorias más importantes y demostrar al mundo que nada podría detener a los hijos de Amílcar Barca.

Ahora, mientras se aprestaba a recibir a los delegados de Cartago, sentía que la inquietud volvía a crecer dentro de él, y esto hizo que apretara los puños con ira.

Ya no era tiempo para sutiles juegos diplomáticos: debía tener la confirmación del pleno apoyo del Consejo de Ancianos, en caso contrario debería considerar a Cartago del mismo modo que a las ciudades itálicas que desconfiaban de él y de sus propuestas de alianza por temor a la reacción de Roma.

Y actuar en consecuencia.

Cartago
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