IV

—Pero ¿para qué? —le preguntó Marco Aurelio, realmente incapaz de comprender su decisión—. Ahora sabemos que Aníbal no se dirige a Roma. Se está alejando. Ese cobarde probablemente nunca tendrá el valor de desafiarnos abiertamente. Se conforma con depredar pequeñas aldeas y ciudades sin ninguna relevancia estratégica. Te necesitamos aquí.

Publio suspiró. No sería fácil, para él, explicar a su amigo todos los motivos que lo habían impulsado a recoger sus bártulos y disponerse a partir hacia Roma. Versilio también estaba preparado, sentado en el pescante del pequeño carro en el que había cargado todas sus cosas.

—Te agradezco tus palabras —se decidió a responder—, pero la decisión está tomada. En Roma me esperan asuntos importantes.

Vio que en los labios de Marco Aurelio se dibujaba una mueca y comprendió que se había equivocado de táctica. Cuando se entrevistó con Servilio Gémino para ponerlo al corriente de su resolución había sido distinto: el cónsul pertenecía a su misma clase patricia, sabía que un Escipión tenía deberes que trascendían aquellos ligados al servicio en las legiones, sobre todo tan lejos de los lugares de los enfrentamientos con los cartagineses.

En su fuero interno, Publio no tenía mayor deseo que medirse con Aníbal, pero también entendía que no podía pensar sólo en sí mismo. Versilio no perdía ocasión para recordárselo, con su amable pero punzante ironía.

Y Publio, por más que al principio hubiese intentado ignorarlo, se había dado cuenta de que tenía razón. Su madre se había quedado sola en Roma, sin un hombre que pudiera desempeñar el papel de pater familias que competía a su padre. Y luego estaban los acuerdos con la familia de Lucio Emilio Paulo, que lo obligaban a consolidar las relaciones de la gens Cornelia con la de los Emilios, sobre todo en aquel momento difícil en que la presencia de su facción en el Senado era fundamental para oponerse a la invasión de los tribunos de la plebe, que adquirían cada vez mayor poder.

—Mi padre y mi tío están en Iberia, combatiendo contra Asdrúbal Barca —empezó, cuando el cónsul le concedió audiencia—. Han capturado a Hannón, y esto podría ser una ventaja formidable para nosotros, porque obligará a Aníbal a permanecer lejos de Roma durante aún mucho tiempo. Mi hermano es demasiado joven. Sólo quedo yo para cumplir con mis obligaciones familiares.

Servilio Gémino le lanzó una mirada distraída, luego movió lentamente la cabeza y cortó el aire con un gesto afectado de la mano.

—Así que quieres regresar a Roma —se limitó a constatar.

—Me espera la hija de Lucio Emilio Paulo —asintió Publio, dando a entender lo poderosa que sería su familia.

—En ese caso, no puedo sino darte la razón —afirmó el cónsul. Sabía que su cargo sólo duraría un año y no quería enemistarse con el futuro pater de la coalición entre dos de las más poderosas familias de Roma. El mismo pertenecía a la aristocracia de la Urbe, y se consideraba más un político que un militar—, Pero antes de partir, deja el mando de tu escuadrón a un hombre en el que pueda confiar.

—Marco Aurelio Seciano estará dispuesto a morir por ti —le explicó Publio, sintiéndose más aliviado ahora que se había quitado de encima el peso que lo atormentaba desde hacía días—. Confío en él como en mí mismo.

—Bien —concluyó el cónsul, agitando otra vez la mano y dándole a entender que podía retirarse—. Saluda de mi parte a tu madre y a Lucio Emilio Paulo.

—Eso haré —lo tranquilizó Publio llevándose el brazo al pecho y saliendo de la sala de banquetes del cónsul.

De improviso, casi no podía creerlo, se habían abierto ante sus ojos nuevos escenarios para el futuro. Sin embargo, la disputa con Aníbal tan sólo estaba aplazada, no concluida.

Con este convencimiento, se dirigió a Marco Aurelio, sonriéndole abiertamente.

—Lúcete bajo el mando de Servilio Gémino —le dijo—. Yo, por mi parte, haré que en Roma se den cuenta de que Aníbal es el adversario más difícil que podíamos encontrar. Estoy seguro de que volveremos a vernos muy pronto, probablemente en el campo de batalla.

—Es lo que espero —farfulló Marco Aurelio—. Tenemos una cuenta pendiente con ese cartaginés.

Publio rió, alargó una mano para apretar la de Marco Aurelio, luego giró el caballo y le hizo señas a Versilio de que lo siguiera, junto a los ocho jinetes que el cónsul le había confiado como escolta para el largo viaje hacia Roma.

Cartago
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