VII

—Los hombres están exhaustos. Y hambrientos como lobos. El racionamiento ha provocado numerosas peleas y nos hemos visto obligados a condenar a muerte a cuatro masilios que intentaban robar provisiones. Si no logramos atravesar estas malditas montañas dentro de pocos días, corremos el riesgo de ser derrotados incluso antes de encontrarnos frente al ejército romano.

Magón se había desahogado con ira, y Aníbal se lo había permitido, quizá porque de algún modo también él tenía la misma ansiedad y el mismo temor de no conseguirlo.

Miró a su alrededor, dejando vagar la mirada por el perfil altísimo de las montañas, cuyas cumbres más altas estaban cubiertas de nieve. El verano estaba a punto de llegar a su término, y el viento que barría aquellos valles y aquellos contrafuertes era cada vez más frío e insistente. Desde hacía algunos días llovía a ratos, con grandes nubes grises que oscurecían, de improviso, el sol y vertían sobre el ejército en marcha una cascada de agua gélida y punzante, que no contribuía a levantar la moral y hacía que fuera aún más peligroso recorrer los senderos de montaña. Ahora cada día sus comandantes le informaban de los hombres o animales que perdían contacto con el terreno y se precipitaban por barrancos de los que era imposible recuperarlos, y hasta dos veces, después de algunos violentos temporales, habían cedido las paredes de la montaña, provocando avalanchas de tierra y roca que se habían abatido la primera vez sobre una unidad de caballería númida, aniquilándola casi por completo, y la segunda sobre algunos carros de pertrechos, ocasionando un golpe terrible a sus provisiones de víveres. Por eso desde hacía algunos días se habían visto obligados a reducir las raciones y a enviar de caza a algunas unidades de honderos, empresa bastante difícil en aquellas montañas ásperas y frecuentadas sólo por cabras montesas y marmotas extremadamente desconfiadas.

Sin embargo, Aníbal sabía que aún faltaba un poco para que su empresa llegara a término. El guía galo, que pasaba la mayor parte del tiempo apartado, limitándose a indicar el camino que recorrer cada vez que se encontraban ante un desvío o ante quebradas paralelas que atravesaban los estrechos valles entre los montes, tenía un aire despectivo hacia ellos que ya había desencadenado la ira de Magón y que, desde luego, no contribuía a serenar los ánimos.

—Debemos hacer algo, de otro modo llegaremos a Italia diezmados —continuó Magón, trazando nerviosamente algunos signos en el terreno con un palo.

—Si los boyos y los insubres están manteniendo ocupadas a las legiones de Roma, como nos prometieron —intervino Vilualta—, quizá tendremos tiempo de reorganizarnos y dejar que los hombres recuperen las fuerzas.

—¿Dónde encontraremos la comida necesaria? —quiso saber Paribio, el comandante de los exploradores—. No podemos saquear aldeas o ciudades enemigas, tendremos que apoyarnos en esos bárbaros.

Al pronunciar aquellas palabras, Paribio había señalado al guía galo, que estaba sentado algunos pasos más allá, delante de un fueguecito en el que estaba tostando unas extrañas raíces que no sabían dónde había encontrado.

—Tratemos de calmarnos —se decidió finalmente a intervenir Aníbal—. La situación es difícil, pero no desesperada. Tal como habíamos previsto antes de lanzarnos a esta empresa. ¿O me equivoco?

Nadie replicó, y Aníbal continuó:

—Mañana nos tomaremos un día de descanso. Si tenemos suerte no lloverá, y podremos mandar algunas escuadras de cacería por estos contrafuertes. Cuidaremos de nuestros animales, pondremos a punto las armas y pondremos a secar las armaduras y los vestidos. No importa si aflojamos el ritmo de la marcha, lo que necesitamos sobre todo es recuperar la confianza en nosotros mismos y levantar la moral de las tropas.

Se interrumpió y miró uno a uno a sus comandantes, que escuchaban en silencio, como siempre cautivados por sus palabras, y continuó:

—Permaneced cerca de vuestros hombres, hablad con ellos, hacedles ver que sois fuertes y fiables. Yo haré lo mismo. Aún nos quedan unos días por estas montañas, no podemos ceder precisamente ahora. Cuando estemos en Italia veremos cuál será la situación. Si hay que combatir lo haremos como seamos capaces, de otro modo nos tomaremos todo el tiempo que necesitemos para recuperar las fuerzas y tratar de entender si la red de alianzas que hemos construido en los meses pasados es aún sólida y puede acudir en nuestra ayuda.

Calló de nuevo, y vio que todos asentían e intercambiaban miradas, como si no hubieran esperado otra cosa que oír su opinión para recobrar la confianza.

Sólo Magón seguía poniendo ceño por la desconfianza, pero Aníbal sabía que no se echaría atrás, al contrario, haría lo que fuera para seguir sus órdenes y empujar también a los demás a hacerlo.

Estaba a punto de levantarse y despedir al consejo de guerra, cuando advirtió un estrépito que procedía del sur, en dirección a la pista que acababan de abandonar después de dos días de difícil escalada.

—¿Qué sucede? —preguntó Maharbal, exteriorizando las dudas de todos.

Un hombre a caballo llegó precipitadamente, saltó y corrió hacia Aníbal, inclinándose en su presencia.

—Hemos interceptado a Amidal y sus hombres —reveló el jinete de un tirón—. Están aquí.

Aníbal lo miró, sorprendido.

—¿Amidal? —preguntó—, ¿Y mi esposa?

—También está ella, comandante —respondió el hombre, y Aníbal se puso de pie de un brinco, apretando las mandíbulas por la ira.

—¡Llevadla a mi tienda! —refunfuñó, sintiendo que la sangre le hervía en las venas—. Esa mujer... ¡Es más terca que una mula!

Se interrumpió al ver que Himilce, caminando con la cabeza alta y el paso expedito, iba directamente hacia él, seguida por Amidal y los demás hombres del Escuadrón Sagrado. Entonces con la cabeza erguida se dirigió a su vez hacia su esposa, dispuesto a un enfrentamiento que no sería menos impetuoso que una batalla contra el ejército romano.

Cartago
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