I

—¡No habríamos debido escuchar a ese maldito! ¡Estoy seguro de que está practicando un doble juego!

Magón estaba furioso. Quizá más que el mismo Aníbal, aunque éste trataba como siempre de permanecer impasible ante las dificultades. Su padre le había explicado que la ira servía de poco, fuera del campo de batalla: era mejor afrontar los problemas con la cabeza fría, intentando razonar y aprovechar la inteligencia para resolver incluso las situaciones más difíciles. Y no había duda de que aquella en que se habían embarcado era la aventura más descabellada, compleja y desesperada que cabía imaginar.

—Cálmate —se limitó a responder a Magón, mirando a su alrededor con atención. La cordillera se estrechaba en torno a la pista que trepaba entre los Alpes como una amenazante promesa de muerte, y aunque él mismo se había estremecido de indecisión al señalarle su guía el sendero que bordeaba el recorrido sinuoso de un torrente, también se había dado cuenta de que no hubiese podido indicar una pista alternativa. No tenían más remedio que fiarse del galo, que afirmaba conocer a la perfección aquellos puertos de montaña, aunque todos sus sentidos palpitaban por la incertidumbre y la sensación de que el peligro estaba al acecho detrás de cada masa rocosa.

Por otra parte, ya habían tenido una demostración del talante traidor de los galos, cuando la tribu de los alóbroges, después de haberlos tranquilizado sobre el hecho de que no se opondrían al paso del ejército cartaginés por su territorio, les tendió una emboscada en una garganta angosta y escarpada, que les había costado un centenar de hombres. Si no hubiera sido por Hannón, cuya intervención desde la retaguardia barrió a los alóbroges, su expedición habría empezado con una verdadera masacre.

Pero ¿qué iban a hacer? ¿Abandonar la empresa y volver atrás? Para Aníbal era impensable. Quizá Magón quería colgar al galo cabeza abajo y torturarlo a navajazos, hasta tener la certeza de que no los estaba empujando a otra trampa, pero esto comprometería su alianza con los boyos, que Aníbal consideraba fundamental una vez llegado el momento de enfrentarse a los romanos.

—¿Qué quiere decir que me calme? —protestó Magón, poniéndose delante de él. Llevaba una capa de piel sobre la casaca sin mangas, con la que se sentía a gusto, porque en aquellas montañas el frío era intenso incluso en verano, y cuando el viento entraba por los contrafuertes daba la impresión de querer arrancarles la piel a los hombres y los animales.

Aníbal observó durante un momento a su hermano, luego le sonrió y le apoyó una mano en el hombro.

—No tenemos elección, ¿entiendes? —le dijo—. Debemos fiarnos de ese hombre e intentar tranquilizar al ejército. Si cunde el pánico, nunca conseguiremos atravesar estas montañas.

Magón negó con la cabeza, en absoluto convencido.

—Vilualta y yo hemos visto otra pista —afirmó—. Un recorrido mucho más fácil que éste, que no llega a una cota tan alta. Sería mucho más seguro.

Aníbal frunció el ceño.

—El galo ha dicho que ese paso no conduce a ninguna parte. ¿Por qué insistes?

—¡Porque no me fío! —refunfuñó Magón—. En mi opinión...

—De acuerdo —lo interrumpió Aníbal, cuando comprendió que no convencería a su hermano. Ese cabezota necesitaba darse de frente con la verdad para poderla reconocer—. Quizá tengas razón, y quizá sea verdad que no debemos fiarnos del galo.

Magón pareció iluminarse.

—¡Bien! —dijo—. Por fin me escuchas.

—Vamos a hacer lo siguiente —continuó Aníbal—: coge a dos hombres, entre los más hábiles y habituados a las montañas, y ve a echar un vistazo. Recorre la otra pista e intenta descubrir si el galo nos ha mentido. Luego vuelve a informarme de lo que hayas visto.

Magón asintió satisfecho.

—¿Vosotros, entre tanto, acamparéis aquí? —preguntó.

—No —respondió Aníbal—. No quiero que el galo sospeche. Continuaremos por esta pista intentando limitar las pérdidas, sobre todo de elefantes. Tú aléjate sin que te vean. Por favor —Aníbal le estrechó los hombros con ambas manos—, date toda la prisa que puedas.

Magón asintió y salió corriendo. Aníbal sabía que la exploración de su hermano no conduciría a nada bueno, pero no veía otra solución para contener la ira de Magón y devolverlo a su lado, con la concentración necesaria para afrontar las dificultades a las que estaban a punto de enfrentarse.

El galo había sido claro: aquella pista era difícil, larga y peligrosa. Se trepaba por la cresta de las montañas dejando apenas el espacio suficiente para las bestias de carga y los carros, y no tenía idea de cómo reaccionarían los elefantes cuando se encontraran en vilo sobre un acantilado. Aníbal había consultado con Vilualta y con los otros conductores de elefantes, y había recibido su garantía de que los animales podrían lograrlo, siempre que no ocurriese algo imprevisto, como un temporal o un desmoronamiento. Al pedirle Aníbal una estimación de las posibles pérdidas, Vilualta se había encogido de hombros.

—Podríamos perder una veintena de animales —había respondido—, pero hasta que no nos hallemos en esa pista, no lo sabremos.

Ahora se encontraban en un estrecho valle que bordeaba un torrente impetuoso, y la pista localizada por el galo era una herida sin sangre que se hundía entre las montañas, dando la impresión de llevar al reino de Mot, el dios de la aridez, la muerte y los infiernos.

Aníbal no creía que hubiera un camino alternativo al que proponía el galo, pero en su fuero interno no podía sino desear que Magón tuviera éxito en una empresa que tenía algo de milagroso, porque él era el primero al que no le gustaba la idea de trepar por aquellos contrafuertes.

Después de que su hermano desapareciera en busca de los dos hombres que lo acompañarían, Aníbal volvió a montar el caballo y se dirigió hacia la cabeza del ejército. Quería tener vigilado al galo, cuando afrontaran la pista que conducía hacia las cimas nevadas de las montañas.

Si se percataba de que estaba haciendo un doble juego y que los estaba conduciendo a una trampa, no vacilaría en abrirle la garganta antes de echarlo él mismo por uno de aquellos barrancos insondables.

Cartago
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