IV
Mientras subían los peldaños del Foro, Publio advertía el latido de su corazón como un estrépito capaz de borrar cualquier otro ruido en torno a él. Estaba fascinado por encontrarse en Roma, la ciudad de la que nunca se había movido hasta la expedición hacia la Galia Cisalpina, y que, a pesar de haber dejado hacía pocos meses, ya le parecía profundamente cambiada. Había una increíble agitación, un fermento que sacudía el corazón mismo de la Urbe hasta sus cimientos, y que se había desencadenado contra ellos cuando habían llegado a las puertas de la ciudad. Pese a la escolta de caballería de la que podían gloriarse, el Senado se había visto obligado a mandar un manípulo de legionarios para protegerlos de la multitud encolerizada y custodiarlos hasta el Foro. El rumor de las derrotas sufridas en el Ticino y en el Trebia ya había llegado, y junto a éste el miedo por el nuevo enemigo que se perfilaba en el horizonte, cuya figura, a raíz de la emotividad y los relatos exagerados que traían los correos que mantenían los vínculos con el frente, se estaba ya transformando en una horrible leyenda de muerte y devastación que se cernía sobre Roma desde los territorios del norte.
—Estate tranquilo —le murmuró su padre mientras cabalgaban a través de las calles de la Urbe, atestadas de ciudadanos preocupados y enfurecidos, que, por una parte, pedían información sobre la situación de las fronteras y del avance de Aníbal, y, por otra, insultaban al cónsul por las derrotas sufridas—. Lo arreglaremos todo.
La gente tiene la memoria corta, pronto olvidará su deseo de venganza para concentrarse en la guerra.
Publio no respondió, limitándose a observar a su alrededor con ira, como si pudiera explicar sus motivos con la sola fuerza de la mirada. En realidad, sabía que no serviría de nada; es más, con toda probabilidad su mueca despreciativa no hacía más que fomentar la reacción de la multitud. Sin embargo, nunca relajó la expresión del rostro, hasta que llegaron al Foro y se dirigieron hacia la Curia en que los senadores se habían reunido, a la espera de verlos.
—¿Puedo ir también yo? —preguntó Publio a su padre antes de bajar del caballo.
—Naturalmente —fue la respuesta del cónsul—. Eres mi hijo, y además te necesito para sostenerme sobre las piernas.
Publio se apeó del caballo, ayudó a su padre a bajar y, sujetándolo por un brazo, subió junto a él los peldaños del Foro. Era la primera vez que lo hacía de manera oficial, para ir a conferenciar con el Senado, y desde luego no era aquélla la situación en que se había imaginado en sus sueños de muchacho. En vez de avanzar con la cabeza alta, con la multitud festiva en torno a él ensalzándolo, se veía obligado a sostener a su padre, ignorando los gritos y los insultos que les llovían de todas partes.
—Ahora déjame —le dijo el cónsul al llegar a la gran plaza rectangular del Foro. Se recompuso conteniendo una mueca de dolor, porque la herida debajo de la axila aún le dolía, enderezó la espalda y avanzó hacia la Curia, donde los senadores lo esperaban discutiendo animadamente.
Ante su aparición, todos callaron, y después de hacer señas a Publio de que se mantuviera un poco apartado, Cornelio Escipión avanzó hacia el centro de la asamblea y empezó a hablar, evitando cualquier preámbulo.
—Estoy aquí para informar y pedir la opinión del Senado —afirmó—, pero también para tomar nota de vuestras decisiones y del juicio que daréis sobre mi actuación.
Un murmullo agitado corrió por el círculo de senadores que los rodeaba, hasta que un hombre se adelantó y levantó los brazos, reclamando la atención de todos.
—El Senado está informado de lo que ha ocurrido —empezó el hombre, al que Publio reconoció como Cneo Servilio Gémino, un representante de la clase patricia favorable a su padre—, y no tiene intención de acusar a Publio Cornelio Escipión.
Fueron muchos los que asintieron con la cabeza, pero Publio notó que varios senadores expresaban su contrariedad ante aquellas palabras, que, sin embargo, la mayoría de los presentes compartía.
—Sabemos que yacías herido en tu camastro durante la batalla de Trebia —continuó Servilio Gémino, hablando al cónsul, pero dirigiéndose a todo el Senado, sobre todo a aquellos que no parecían convencidos de sus argumentos—. Y sabemos que eras contrario a la decisión de Sempronio Longo de atacar a Aníbal. Nadie puede culparte de la derrota.
—En el Trebia han muerto al menos quince mil hombres —intervino un senador de baja estatura y aire agresivo, al que Publio no conocía—. ¿Y en el Ticino, cuántos? ¿Cuántos han sobrevivido de las legiones al mando de Cornelio Escipión?
El murmullo entre los senadores creció en intensidad, mientras que dos facciones muy contrapuestas comenzaban a delinearse.
—Yo he perdido mi batalla, es verdad —intervino el padre de Publio con voz fuerte y autorizada—, y si hubiera podido elegir, probablemente me habría quedado en las orillas de aquel río, derramando mi sangre y mi misma vida como todos los legionarios a los que he llevado a la muerte.
Calló durante un instante, y Publio se dio cuenta de que su padre había atraído la atención de todos.
—Aquélla fue la primera vez que nos enfrentamos con Aníbal y sus fuerzas, no teníamos idea de cómo combatían y de cómo estaban organizados. Y fue entonces cuando comprendí que nos encontramos ante un enemigo formidable, que no debe subestimarse.
—Tu acto de admisión te honra, Publio Cornelio —intervino otro senador, al que Publio reconoció de inmediato. Era Quinto Fabio Máximo, el representante de la famosa familia de los Fabios. Uno de los hombres más influyentes de la Urbe, cuyas palabras pesarían muchísimo en aquella reunión—. Yo creo que tu experiencia con el enemigo podrá ser preciosa. Es más, estoy seguro de que si Sempronio Longo no se hubiera dejado llevar por el afán de mando y te hubiera escuchado, ahora nuestras legiones aún estarían intactas, y en la primavera habría sido posible organizar un contraataque definitivo.
—Te lo agradezco —dijo Cornelio Escipión—. Tus palabras me reconfortan, aunque no pueden borrar mis errores, por los que pido al Senado que tome las medidas que considere necesarias.
Los senadores dialogaron entre sí, y Publio se dio cuenta de que la actitud de su padre debía de haber causado impresión. Hasta los más hostiles ahora parecían querer escucharlo.
—Dejemos de juzgar las intenciones —se adelantó otro senador, aquel Lucio Emilio Paulo con cuya hija pronto se casaría Publio—, y tratemos de analizar los hechos.
—Estoy de acuerdo —asintió Quinto Fabio Máximo, que luego se dirigió a Cornelio Escipión—: Cónsul, ¿cuál es la situación en la Galia Cisalpina?
El padre de Publio pareció reanimarse y explicó con claridad y sin extenderse lo que estaba sucediendo en el frente.
—Sempronio Longo está atrincherado con lo que queda de sus legiones en el castrum de Placentia. Mis hombres, al mando del pretor Cayo Atilio, están en la colonia de Cremona. Las posiciones están bien protegidas, y no creo que tengamos problemas durante todo el invierno. Las provisiones pueden llegar desde el Po y, por tanto, podremos contar con esas dos avanzadillas para mantener una cabeza de puente en territorio enemigo.
—¿Así que en eso se ha convertido la Galia Cisalpina? —preguntó Cayo Flaminio Nepote, uno de los más influyentes representantes del partido de los terratenientes—. ¿En territorio enemigo?
Cornelio Escipión sostuvo su mirada dura y penetrante, y respondió:
—Pues eso es lo que es ahora. Todas las tribus galas se han alineado abiertamente con Aníbal, aparte de los cenomanos y los vénetos, lo cual es una suerte, porque gracias a ellos podemos seguir enviando provisiones a Placentia y a Cremona.
Los senadores vociferaron todos a la vez, hablando los unos con los otros y armando un increíble escándalo. Publio los miraba, desconcertado. Siempre había considerado a la Curia como una entidad casi sagrada, en la que todo ocurría con la máxima calma y transparencia, sin las diatribas y la furia típicas de las discusiones de la plebe, pero aquello que veía modificaba la idea que se había hecho de la máxima autoridad política de la Urbe.
—¿De qué sirve discutir así? —gritó en un momento dado Quinto Fabio Máximo, devolviendo la calma a los senadores con la autoridad que manaba de su figura—. Debemos tomar decisiones, no pelearnos como gallinas en un corral.
Su reprimenda tuvo éxito, porque Publio vio que varios senadores se ruborizaban y otros se enardecían, pero todos callaron.
—Pese a estos problemas, puedo daros una buena noticia —dijo por sorpresa Cornelio Escipión, dando la impresión de haber mantenido aquella novedad en secreto para ofrecerla en el mejor momento a los senadores.
—¿De qué se trata? —preguntó Cayo Flaminio Nepote, sin disimular su desconfianza.
—He recibido noticias de mi hermano Cneo —respondió el cónsul—. Sus tropas en Iberia están haciendo un excelente trabajo, y como botón de muestra puedo anunciaros que han derrotado en batalla a más de trece mil cartagineses, y su comandante ha sido capturado y encadenado. En este momento se encuentra en la ciudad griega de Ampurias, y lo están sometiendo a un interrogatorio que podría proporcionarnos informaciones preciosas.
Cornelio Escipión calló, y miró a su alrededor para ver si todos le prestaban atención.
—Pero lo verdaderamente importante es que se trata de Hannón de Bomílcar, el sobrino de Aníbal.
Los senadores prorrumpieron en una mezcla de exclamaciones de sorpresa y júbilo, y Publio vio que hasta las facciones adversas a los Escipiones, como la que encabezaba Cayo Flaminio Nepote, se habían quedado sorprendidas por la noticia, la primera positiva para Roma desde que Aníbal había emprendido su marcha imparable.
—Es una excelente noticia —afirmó Lucio Emilio Paulo levantando la voz hasta casi gritar, para que lo oyeran—. Ahora tenemos una concreta moneda de cambio que proponer a Cartago.
—Por desgracia, no creo que sea tan fácil —lo contradijo el padre de Publio, apoyándole fraternalmente una mano en el hombro—. Creo que ya conozco a Aníbal Barca, y sé que no se detendrá ni siquiera ante esto. Antes de renunciar a la guerra, dejará que su sobrino se pudra en nuestras prisiones, o que su cabeza descuelle en la pica más alta de nuestras legiones.
El clamor cedió casi de inmediato ante aquellas palabras, los senadores volvieron a cuchichear entre sí, divididos en grupitos.
Quinto Fabio Máximo se adelantó.
—Bien —dijo con tono seguro y autoritario—. Quizás Hannón no sea la clave que nos permita ganar esta guerra, pero podremos aprovecharlo para debilitar la moral de los cartagineses y arrancarle las informaciones necesarias sobre Aníbal y sus intenciones.
—En eso pensará mi hermano —asintió Cornelio—. Creo que estará en condiciones de hacer un buen trabajo. Entre tanto, nosotros deberemos preocuparnos de Aníbal.
—¿Qué medidas nos sugieres? —le preguntó Quinto Fabio Máximo.
—Es inútil pensar en reconquistar ahora la Cisalpina —respondió el cónsul con convicción—. Aprovechemos el invierno para llamar a las armas a la mayor cantidad de hombres posible y creemos nuevas legiones. Luego situémoslas en los puntos estratégicos para defender a Roma del invasor.
—Necesitaríamos al menos dos en torno a la Urbe —intervino un senador anciano con una larga barba cándida—. Y además una en Sicilia, para afrontar un eventual desembarco de fuerzas cartaginesas.
—Sin duda —asintió Cornelio Escipión—, pero yo iría más allá y pensaría en la ofensiva contra Aníbal.
—¿Qué tienes en mente? —le preguntó Cayo Flaminio Nepote, que pese a la aversión evidente por el padre de Publio estaba escuchando con atención sus proposiciones.
—Reforcemos las legiones consulares, luego mandemos dos de ellas a Ariminum, para bloquear una eventual bajada de los cartagineses por la Vía Flaminia. Situemos las otras dos legiones en Arretium, para impedir que Aníbal baje hacia el sur. Pero, además de esto, mandemos otra legión a Iberia, con objeto de cortar los suministros al enemigo y golpearlo en su dominio.
—Estamos hablando de nueve legiones en total —resumió Cneo Servilio Gémino, con expresión decidida—. Deberíamos conseguirlo.
—Lo conseguiremos —afirmó Quinto Fabio Máximo—. Pero el Senado deberá tomar otras decisiones importantes. Y deberá hacerlo de inmediato.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Lucio Emilio Paulo.
—¿A quién confiaremos las legiones, a la espera de que los nuevos cónsules tomen servicio? ¿Y a quién daremos el mando de las guarniciones en la Cisalpina?
Hubo otro murmullo, y las consultas se llevaron a cabo rápidamente, con una agitación que hizo comprender a Publio que los senadores estaban tratando de acercar posturas, después de que el encuentro con su padre hubiera cambiado algunos juicios expresados con anterioridad.
Fue uno de los senadores más ancianos, Marco Afilio Régulo, quien se adelantó y habló por todos, dirigiéndose directamente a Cornelio Escipión.
—El Senado no prolonga el mandato consular a Tiberio Sempronio Longo y confía el mando de las guarniciones de Cremona y Placentia al pretor Cayo Atilio, con efecto inmediato. La asamblea confía a Publio Cornelio Escipión, en virtud de su experiencia ganada en el campo, el cometido de conducir a las legiones que deberán oponerse a los cartagineses en suelo ibérico, con el cargo de procónsul, al lado de Cneo Cornelio Escipión.
Cuando el viejo calló, las discusiones entre los senadores continuaron a ritmo sostenido, pero esta vez ignorando ostensiblemente a Publio y a su padre, que dio media vuelta y se dirigió hacia la parte opuesta de la Curia.
Publio lo alcanzó a la carrera y lo sostuvo mientras bajaban los peldaños. La domus de los Escipiones estaba a poca distancia, y la guardia senatorial había dispersado la multitud, lo cual les permitiría llegar a casa bastante deprisa y sin incidentes.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Publio, sin conseguir resistir la curiosidad que lo acuciaba. En efecto, tenía la impresión de que las cosas habían ido bastante bien, para su padre, pero su mente aún no estaba madura para interpretar a fondo las implicaciones políticas de las decisiones del Senado.
—Me han castigado sólo en parte —respondió el padre con una media sonrisa—. Han apartado a Sempronio y a mí me han alejado para que no haga más daño.
Publio lo miró sorprendido.
—Pero yo creía...
—Ahora la lucha es entre patricios y plebeyos —lo interrumpió su padre.
—¿Voy a Iberia contigo? —le preguntó Publio.
—No —respondió su padre, con un vuelco en el corazón—. Tú sigues asignado a tu unidad, así que volverás a Cremona y te pondrás a disposición de Cayo Atilio.
Publio sintió que la cabeza le daba vueltas, pensó en cómo reaccionar a las palabras de su padre, pero no consiguió ordenar la confusión que lo atormentaba.
—Con Cayo Atilio podrás lucirte —concluyó su padre mientras llegaban a la domus y eran acogidos por un enjambre de esclavos, entre otros, también Versilio, a quien habían enviado a casa para advertir a Pomponia de su llegada—. Ahora tú eres el futuro de los Escipiones.
Sintiendo que el corazón le latía estruendosamente en el pecho, Publio calló, a la espera de comprender y asimilar el significado más profundo de aquellas palabras.
* * *
Mientras observaba caer el ocaso sobre los tejados de Roma, Publio intentó recapitular la situación. Aquel día habían ocurrido muchas cosas, tal vez demasiadas, y ahora su vida estaba a punto de cambiar definitivamente. La primera prueba de ello la tuvo al ver a su madre. Pomponia, aunque feliz de volver a verlo, con lágrimas en los ojos, no lo abrazó como era habitual. Le cogió una mano y se la besó, luego le acarició el pelo, mostrándole el respeto que las mujeres tenían por los adultos.
—Mi muchacho se ha convertido en un hombre —murmuró, llevándose una mano a la boca para no echarse a llorar.
Publio se quedó turbado por aquella actitud, y con un gesto dictado por el instinto abrazó a su madre y la estrechó contra su pecho, hundiendo la nariz entre su pelo para aspirar su olor, que lo devolvía a los tiempos felices y despreocupados de la infancia.
También su hermano Lucio lo acogió con entusiasmo, aunque con la dignidad mesurada que corresponde a un hombre, no a un hermano mayor, y lo invitó a contarle las aventuras que había pasado en los últimos meses.
Lucio nunca había estado muy presente en la vida de Publio, y aquellos momentos de confianza con su hermano fueron una agradable novedad que le reconfortó el corazón.
Cuando, aquella noche, en la cena, se encontraron todos reunidos en el triclinium, con los servidores zumbando en torno a ellos como abejas atareadas, Publio sintió un sentimiento de paz, que, al saber que no duraría demasiado, se volvía frágil.
Cuando llegaron sus huéspedes, Publio ya sabía que debería dejar de lado, durante algunos instantes, sus preocupaciones por el futuro y concentrarse en las necesidades familiares para las que su padre había intentado prepararlo.
—Cuando parta hacia Iberia, esta casa quedará sin pater familias —le había explicado Cornelio mirándolo fijamente a los ojos—. Tu tío estará conmigo para hacer tierra quemada a las espaldas de Aníbal. Tú serás el único que podrá ocuparse de tu madre y de nuestra casa.
Publio lo había mirado, desconcertado.
—Pero, padre —rebatió—, yo debo regresar a Cremona. Allí necesitan todos los hombres aptos y...
—No te estoy pidiendo que no partas —lo interrumpió su padre—. Pero piensa también en tu familia, en la importancia de construir un futuro para la gens Cornelia y los Escipiones.
Publio se quedó en silencio durante un momento, tratando de interpretar las palabras de su padre. A continuación preguntó:
—¿Qué tengo que hacer?
—Esta noche tendremos como huéspedes a Lucio Emilio Paulo y su hija, tu futura esposa —respondió Cornelio—. Mírala a los ojos, olvida tus pasiones juveniles y prométele que serás un buen marido y el padre de sus hijos. Luego sigue tu destino a Cremona, ponte a las órdenes de Cayo Atilio y espera a unirte a las nuevas legiones. Combate por Roma y por tu propia vida, pero sobre todo por tu familia. Regresa a casa vivo.
Aquellas palabras habían trastornado a Publio más allá de cuanto quería admitir. Abrían escenarios para el futuro de un alcance tan amplio que lo dejaban boquiabierto.
Cuando Lucio Emilio Paulo llegó, acompañado por su hija y un enjambre de esclavos y clientes, Publio afrontó el encuentro con la joven Emilia de manera completamente distinta de como lo había imaginado.
Ella nunca le había gustado: en la memoria aún tenía el color de los ojos y el pelo de Marcia, la chiquilla que lo había fascinado y por la cual había palpitado su corazón adolescente. Sin embargo, ahora conseguía verla bajo una luz nueva, con los ojos de un Escipión que no debía pensar sólo en los propios intereses, sino en el futuro de la familia. La unión de la gens Cornelia con la gens Emilia haría aún más fuerte su influencia en Roma y en el Senado, y ello aseguraría a sus hijos un porvenir claro y lleno de gloria, como el que le había dado su padre.
Durante toda la velada charló amablemente con Emilia, que estaba recostada junto a él en el triclinio, y cada vez que la miraba no pensaba en ella como en la mujer a la que amar o con la que hacer el amor, sino como la madre de sus hijos y la hija de un poderoso aliado en el complejo escenario político de la Urbe.
—¿Qué piensas de los nuevos cónsules? —preguntó en un momento dado su padre a Lucio Emilio Paulo.
Este acabó de saborear el vino pastoso de las colinas lucanas y arrugó el entrecejo, atrayendo la atención de todos los presentes.
—Cneo Servilio Gémino es nuestro hombre —respondió.
Cornelio Escipión asintió.
—Sí, es la persona correcta para sustituirme. Es inteligente y no es temerario, aunque no tiene mucha experiencia de guerra.
—Me preocupa su colega —continuó Lucio Emilio Paulo, ceñudo.
—¿Por qué? —preguntó Publio.
—Cayo Flaminio Nepote es un maldito plebeyo —contestó Lucio Emilio Paulo, pronunciando aquel nombre como si tuviera algo amargo en la boca.
—¿Podemos hacer algo para evitar que nos haga daño? —preguntó Cornelio.
—No, el pueblo está de su parte —fue la respuesta de Lucio Emilio Paulo—. Creo que deberemos aceptarlo y tratar de equilibrar su poder empezando ahora mismo a trabajar en las próximas candidaturas consulares.
—Uno de los próximos cónsules deberás ser tú —afirmó Cornelio Escipión—. Mi familia te dará pleno apoyo.
Lucio Emilio Paulo sonrió, intercambiando un gesto de complicidad con Cornelio. Este gesto había sancionado la alianza entre las dos familias, que el matrimonio de Publio con Emilia haría indisoluble.
Ahora, mientras miraba cómo desaparecía el sol en el horizonte y daba paso a una noche fría y cargada de nubes a punto de llegar, Publio comprendía que estaba en el centro de un proyecto político y familiar mucho más vasto de lo que su ingenuidad de adolescente le había permitido nunca presagiar.
—Sé lo que te turba, y quisiera poder compartir tus dudas y tus pensamientos, si me lo permites.
Publio se volvió y, en cuanto vio a Versilio, sonrió.
—No sabes cuánto lo necesito —respondió, haciendo una señal al siracusano para que se acercara.