II

El jefe de la delegación cartaginesa se llamaba Istatten, y tenía un aspecto que a Aníbal le pareció familiar, aunque no consiguió entender por qué motivo. Tenía más o menos su edad y, por tanto, representaba a esa generación de cartagineses que había crecido siguiendo las empresas de Amílcar Barca primero y de sus hijos después. Ignoraba si esto sería de buen agüero, pero al menos no se enfrentaría a uno de esos viejos aristócratas mordaces que siempre se habían mostrado hostiles a las ideas expansivas de su padre.

Aníbal sabía que gran parte del Consejo de Ancianos temía aún la reacción que tendrían los romanos si él perdiera la guerra, y que no valoraba los éxitos que él había cosechado año tras año, o los ignoraba ostensiblemente, prefiriendo continuar con sus sucios negocios con los mercaderes romanos, que nunca habían cesado, a pesar de la guerra, de batir el Mediterráneo para seguir transportando mercancías de una ciudad a otra.

Las veleidades de revancha de Amílcar Barca habían encontrado siempre la oposición de una parte del Consejo. Por eso Aníbal nunca había querido entregar a Cartago los tesoros y los trofeos recogidos durante su campaña militar: sabía que no servirían para convencer a esos viejos conservadores a apoyarlo abiertamente, es más, habría corrido el riesgo de financiar él mismo un movimiento profundamente contrario a aquella guerra con Roma.

Cuando, inmediatamente después de la memorable batalla de Cannae, Aníbal mandó a Magón a Cartago para escoltar a Himilce hasta el palacio de los Barca, decidió demostrar al Consejo la importancia de sus victorias: entregó a su hermano miles de anillos de oro, brazaletes y collares que habían quitado de los cuerpos de los romanos muertos, pidiéndole a Magón que los hiciera caer a los pies del Consejo reunido, para que vieran de qué eran capaces los Barca.

Pero tampoco aquel movimiento, por más clamoroso que fuese, sirvió para nada: Cartago se limitó a mandar algunas naves con elefantes y algunos refuerzos libios, pero nada que pudiera hacerle entender que finalmente el Consejo se había alineado de su parte.

Ahora era Aníbal el que recibía una embajada de Cartago, que había pedido explícitamente poder hablar con él después de los últimos y escandalosos acontecimientos que lo habían visto como protagonista: durante algunos enfrentamientos entre sus tropas de refuerzo y algunas vanguardias de las legiones romanas, una patrulla de númidas había tropezado con un pelotón de jinetes enemigo y había entablado batalla, exterminándolos sin demasiados problemas. Sólo en un segundo momento Aníbal se había enterado de que entre los romanos muertos estaban también los dos cónsules de aquel año, Marco Claudio Marcelo y Tito Quinto Crispino, que se habían dejado sorprender como unos desprevenidos.

La noticia había dado la vuelta a Italia, y había llegado también a los oídos del Consejo de Ancianos, y esto debía de haber sacudido la proverbial animadversión de la aristocracia de Cartago hacia él.

Aníbal no sabía si era por eso por lo que se había enviado la delegación, corriendo un riesgo enorme al atravesar aquellos mares aún en manos de la flota romana, pero pronto lo descubriría.

Se arregló otra vez la venda sobre el ojo, porque no quería que se supiera lo que le había ocurrido (si se le interrogaba al respecto explicaría que sufría de una fuerte irritación en el ojo y que los médicos le habían aconsejado que lo dejara reposar un poco), luego se dirigió a la sala en que había acomodado a sus huéspedes, en torno a una mesa ricamente dispuesta.

Los hombres del Escuadrón Sagrado lo seguían como siempre, silenciosos y eficientes, y él entró con paso marcial en la sala, reconociendo enseguida, por cómo se habían dispuesto los delegados de Cartago, quién era Istatten.

Se adelantó hacia él, del lado opuesto de la mesa, y sin mostrarse demasiado hostil, pero tampoco obsequioso, lo escrutó con atención mientras todos se levantaban y se inclinaban brevemente en su presencia.

—¿Tú eres Istatten, verdad? —empezó de inmediato, mirando al hombre alto y de anchas espaldas que lo observaba con una expresión decidida en el rostro, en absoluto intimidado.

—Sí, soy yo —respondió el hombre—. Deja que te diga que para mí es un honor encontrarme en tu presencia.

Aquellas palabras parecieron sinceras y contribuyeron a relajar a Aníbal.

—Bien —dijo, sentándose y haciendo señas a los demás de que lo imitaran—. Tenemos mucho que discutir. Podemos hacerlo mientras saboreamos estos manjares.

Cartago
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