VII

Los romanos llamaban a aquel sitio castellum, y Aníbal no podía menos que sonreír mientras paladeaba aquella extraña palabra en la boca. Ahora, al llevarse a los labios la gran copa de vino que le había ofrecido el comandante de la guarnición de Clastidium, se concedió también un gesto de satisfacción por la facilidad con que había conseguido que aquel traidor le entregara la avanzadilla romana, la cual, si bien desde un punto de vista militar y estratégico no tenía una importancia particular, custodiaba sin embargo un tesoro extremadamente precioso para las tropas hambrientas de Aníbal: unos enormes almacenes en los que estaban guardadas las provisiones invernales para los tributos destinados a Roma y para garantizar la subsistencia de las legiones que se desplazaban al norte de Italia.

—No será fácil penetrar en esa pequeña fortaleza —se había lamentado Magón cuando Aníbal explicó al consejo de guerra los motivos por los que había ordenado que el ejército marchara hacia Clastidium, una ciudadela fortificada erigida como avanzadilla de la Urbe en la Galia Cisalpina—. Los romanos son buenos en cavar fosos y en erigir bastiones, e incluso una guarnición de pocos centenares de hombres podría mantenernos ocupados durante mucho tiempo.

—No sucederá —había respondido Aníbal, seguro de sí. Y lo había hecho con razón, porque hacía tiempo que sus exploradores le habían señalado la situación de las fortalezas romanas en territorio celta, y Clastidium estaba considerado como un blanco extremadamente importante también por los informadores galos que acompañaban al ejército cartaginés.

Aníbal sabía que Magón estaba en lo cierto al observar que Clastidium podía contar con una barrera defensiva eficiente y que ésta podría mantenerlos bloqueados durante mucho tiempo, con el riesgo de dejarse sorprender por la llegada de las legiones romanas.

Así, algunos días antes de alcanzar la avanzadilla, envió a sus embajadores a ofrecer grandes riquezas a Dasio, el comandante de la guarnición, consciente de que era fácil corromper a aquellos hombres codiciosos e indignos. Mandó que llevaran a Clastidium dos cajas llenas de oro, joyas y armas finamente taraceadas que pertenecían a su botín personal de guerra, y no dudó ni un instante de que servirían para hacer abrir de par en par las puertas de la avanzadilla.

Cuando Magón se dio cuenta de que no encontrarían resistencia, Aníbal se resolvió a explicarle sus maniobras diplomáticas, divirtiéndose en observar las reacciones de su hermano.

—Como de costumbre, me apartas de cualquier decisión —se quejó Magón, picado, pero Aníbal le dio una fuerte palmada en el hombro y rió a gusto.

—Preocúpate de nuestros hombres —respondió—. Y de disponer un cordón de vigilancia que nos garantice tener tiempo suficiente para reaccionar con orden en el caso de un ataque sorpresa de los romanos.

Ahora Magón se sentaba a disgusto en uno de aquellos absurdos camastros que los romanos llamaban triclinios, picoteando de una gran bandeja de carne a la brasa y tragando un vino negro y pastoso importado de algún oscuro dominio de la Urbe. Ignoraba ostentosamente al traidor Dasio, y le ponía morros a él también, aunque Aníbal sabía perfectamente que si lo hubiera implicado en aquellas maniobras de corrupción Magón habría tenido, de todos modos, de qué lamentarse.

Himilce, recostada a su lado en el triclinio, con una desenvoltura envidiable, conversaba amablemente con una gorda y descarada matrona romana que no parecía espantada en lo más mínimo por su presencia. Dasio no la había presentado como su esposa, sino sólo como una importante ciudadana de Roma que se encontraba allí por negocios, y para Aníbal esto era suficiente para no tenerla en nada. A él sólo le interesaba vaciar los almacenes del castellum y entregar luego la avanzadilla a los aliados galos que habían contribuido a su caída. No quería saber qué sucedería con Dasio y su matrona romana.

Aníbal bebió con gusto otro sorbo de vino y a continuación se volvió hacia su esposa. Himilce lo estaba mirando de reojo, como si tratase de descifrar sus pensamientos, y Aníbal le sonrió. Desde el punto en que se encontraba conseguía ver el interior del amplio escote de su esposa, y la promesa que aquel pecho generoso le transmitía era más interesante que nunca, ahora que tenía el estómago lleno y sabía que sus hombres estaban celebrando banquetes por todo Clastidium.

—Creo que ahora nos retiraremos —dijo con una afectación que hizo sonreír a Himilce. Tendió la mano a su esposa y la ayudó a levantarse.

Antes de salir de la sala hizo señas a Dasio de que no se levantara y disfrutase del vino y los extraordinarios manjares que había mandado cocinar para ellos.

Luego lanzó una ojeada a Magón, dándole a entender que podía divertirse como quisiera, y se escabulló hacia las habitaciones que el comandante de Clastidium había puesto a su disposición.

—Estos romanos se dan una buena vida —rió Himilce al entrar en la amplia sala construida en madera y con paredes de ladrillos.

—Por poco tiempo —respondió Aníbal cerrando la puerta a sus espaldas y comenzando a desvestirse.

—Entonces disfrutemos del lujo mientras podamos —concluyó Himilce, quitándose el vestido con un único y rápido movimiento.

Durante aquella noche, por lo menos, Aníbal podría olvidar las dificultades de la guerra. Y concentrarse en placeres que sólo su esposa sabía regalarle.

Cartago
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