59
Caxton cogió a Gert por el brazo y señaló hacia la oscuridad: algo se movía junto a una de las torres. A continuación, ella y su compañera de celda se refugiaron tras la puerta de la escalera.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Gert entre dientes.
Como si fuera tan sencillo. Caxton se enfrentaba a dos vampiras bien alimentadas y desesperadas. Entre ella y Gert sumaban una lata de spray de pimienta, una porra extensible y tres brazos sanos.
Naturalmente, había estado pensando qué iba a hacer cuando se encontrara delante de Malvern. De hecho, podría decirse que desde que había rescatado a Clara no había pensado en nada más. Pero la mayoría de sus planes incluían el uso de armas pesadas.
—No podemos encargarnos de ellas tú y yo solas —dijo Caxton rápidamente—. Pero sí podemos evitar que huyan. Si logro hacerlas regresar al patio, los polis pueden encargarse de ellas.
No era un plan que le gustara demasiado, sobre todo porque no iba a permitirle matar a Malvern con sus propias manos. Sin embargo, tenía la ventaja de que, a diferencia del otro plan, que consistía en atacar a Malvern con las manos vacías, éste era plausible.
—¿Tienes alguna idea sobre cómo conseguirlo? —preguntó Gert.
Caxton sonrió para sus adentros.
—Podemos usar un cebo.
El truco que había utilizado con Hauser (volver a la vampira loca con su propia sangre) iba a funcionar con Forbin, pero no con Malvern. Caxton ya la había visto renunciar a un botín de sangre cuando la situación era demasiado peligrosa. A lo largo de sus tres siglos de vida había adquirido cierto autocontrol.
Pero Caxton tenía otra idea. Se la contó a Gert, que empezó a resollar y a parpadear incontrolablemente. A Gert, el plan de Caxton le daba miedo. De hecho, también le daba miedo a la propia Caxton, pero hacía ya tiempo que no prestaba mucha atención al miedo.
—Pero para que esto salga bien tenemos que trabajar en quipo. Si crees que no podrás soportarlo…
Gert asintió con la cabeza.
—Sé que puedo ayudarte, que puedo ser tu perra. Es lo que he querido ser desde el principio, ¿no? Pues déjame que lo sea.
Caxton cogió a Gert por el bíceps y le dio un apretón a modo de agradecimiento. Entonces salió de detrás de la puerta y se mostró a la luz de las estrellas.
—¡Malvern! —gritó.
No hubo respuesta. Las sombras que había visto moverse hacía un momento se habían detenido y ahora se mantenían inmóviles como estatuas. A lo mejor se había equivocado y no se trataba de las vampiras. A lo mejor ya habían huido.
No, aquélla era una idea inaceptable, de modo que la desterró de su mente.
—Malvern, ya sabes lo que pienso de los vampiros. Y sabes que nunca aceptaría la maldición voluntariamente. —Entonces agarró a Gert y tiró de ella hasta que la tuvo a su lado—. Pero esto no sólo me atañe a mí, ¿no?
En aquel momento atisbó un fulgor rojizo entre las sombras que proyectaba el muro de la torre de control. Aunque a lo mejor era tan sólo que su cerebro tenía tantas ganas de que así fuera que se limitaba a añadir detalles que no existían.
En cualquier caso, debía seguir adelante.
—Gert no tiene por qué morir sólo porque yo sea una testaruda. Quiero proponerte un trato. Deja que Clara sobreviva. De todos modos ya está fuera de tu alcance, la policía ha llegado antes hasta ella. Y, a cambio, Gert y yo… nos unimos a tu linaje.
Una pálida figura dio un paso al frente y salió de las sombras. Era Malvern. Su ojo rojo brillaba de emoción. Tenía un aspecto tan saludable, tan completo… Caxton no lograba acostumbrarse al cambio. Siempre había visto a Malvern como un cadáver putrefacto metido en un ataúd. Y ahora, de pronto, se había convertido en un depredador mortífero.
Cuando habló, su voz fue más bien un gruñido.
—Así que vosotras… eh…
Caxton frunció el ceño. Nunca antes había oído a Malvern farfullar. No importaba, se dijo.
—Me disculpará, señorita Caxton, si dudo de usted.
Caxton asintió con la cabeza.
—Desde luego. Yo haría lo mismo. Pero se lo debo a Gert. Me ha salvado la vida un montón de veces y… no se me ocurre ninguna otra forma de compensárselo.
—Es lo que quiero —dijo Gert, aprovechando que Caxton había hecho una pausa—. Por favor.
El ojo rojo miraba alternativamente a Caxton y a Gert. Examinó a la chica de pies a cabeza y, finalmente, se posó de nuevo en Caxton.
—Señorita Caxton, lamento anunciar que ha malinterpretado mis palabras —dijo Malvern con voz monótona—. Nunca fue mi intención invitarla a unirse a mi estirpe.
Caxton frunció el ceño.
—Ah, ¿no?
—No, querida. Sólo quería ver cómo pedía clemencia.
Forbin salió de entre las sombras como si la hubiera proyectado una catapulta. Caxton no vio que sus pies tocaran el suelo más de una o dos veces. Tenía los brazos estirados y los dedos encrespados como garras. Se disponía a realizar un ataque mortífero.
—¡A la mierda! —exclamó Gert y al cabo de un segundo clavó el hombro en el estómago de Forbin.
En condiciones normales, habría tenido las mismas probabilidades de detener el ataque de la vampira que de mover un camión articulado con el hombro. Pero Gert no tenía que detener a la vampira, le bastaba con desplazarla uno o dos grados de su curso.
Se cayeron del muro de la prisión juntas, en un agitado amasijo de brazos y piernas, y de colmillos que brillaban a la luz de las estrellas. Se oyó un breve grito y un impacto horrible.
Gert había… acababa de…
Gert acababa de salvarle la vida, otra vez.
—¡Gert! —gritó Caxton—. ¡Oh, Dios mío! ¡Gert!
Su compañera de celda ya no podría tener bebés. Ya nunca cumpliría su condena y saldría caminando por la puerta de la prisión. Al fondo de la caída de ocho metros había varios rollos de alambre de espino. Gert habría tenido suerte si Forbin la había matado antes de llegar al suelo. De otro modo, terminaría desgarrada por la alambrada, luchando contra una vampira furiosa y herida. Porque era imposible que aquella caída hubiera matado a Forbin.
—¡Gert! —gritó de nuevo.
De pronto le entraron ganas de cerrar los ojos, caer de rodillas al suelo y ponerse a llorar.
Por desgracia, no tenía tiempo para eso.
Malvern aún la estaba mirando.
—¡Maldita… zorra! —dijo Caxton.
Malvern sonrió y le mostró todos sus dientes.
—¿Por qué tienes que matar a todas las personas que me importan? —preguntó Caxton—. ¿Por qué tienes que destrozarme la vida, una y otra vez? ¿Es porque soy un peligro? ¿Porque soy la única que puede matarte?
—No, lo hago porque se interpone en mi camino, nada más.
Algo encajó dentro de la mente de Caxton, una pieza de rompecabezas se unió a otra. Sabía que había empezado a resolver un enigma, pero no tuvo tiempo de pensar en nada más.
Sin añadir una sola palabra, Malvern desapareció. Se retiró de nuevo a las sombras y se esfumó.
Pero Caxton sabía perfectamente que no se había ido. Malvern no sabía si Caxton iba armada o no y tampoco sabía hasta qué punto tenía el brazo herido. No quería asumir riesgos. Esta vez… esta vez iba a matarla.
Caxton llevaba el tiempo suficiente persiguiendo a Malvern para saber que lo que sucedería a continuación no iba a ser un juego. A algunos vampiros les gustaba jugar con la comida, se recreaban asustando a sus víctimas hasta que estaban tan atemorizadas que se les salían los ojos de las órbitas, hasta que tartamudeaban de miedo. Los vampiros sólo atacaban entonces.
Malvern no tenía esa vena sádica. No porque fuera más noble o tuviera una moral más elevada, desde luego, sino porque el sadismo era poco eficiente. Porque no la ayudaba a conseguir sus objetivos. Caxton sabía que la vampira iba a rondarla hasta poder atacarla por la espalda, y que iba a actuar de prisa. Caxton disponía a lo sumo de uno o dos segundos para prepararse.
Corrió hacia la torre. Era la dirección más lógica hacia la cual salir corriendo: hacia el último lugar donde había visto a Malvern. De lleno hacia el peligro. Y, sin embargo, se trataba del mejor movimiento defensivo posible. La torre contaba con unos buenos muros tras los que esconderse.
La puerta de la torre estaba abierta. Caxton entró en ella y cerró la puerta a sus espaldas, aunque era consciente de que iba a servirle de bien poco. En el interior de la torre había una pequeña sala circular con una metralleta montada en un trípode y un reflector que podría transportar a mano. También había una silla, un termo de café a medio terminar y un guardia muerto.
Caxton estuvo a punto de tropezar con él por las prisas, pero logró frenar en el último segundo. Se agachó para inspeccionar el cadáver. A juzgar por el olor, debían de habérselo cargado los engendros de Malvern al tomar la cárcel, hacía más de un día. Lo habían matado y lo habían dejado ahí pudriéndose. Caxton le pidió perdón antes de cogerle la pistola eléctrica y el chaleco antipunzón. Cuando le desabrochó el cinturón, algo muy pesado cayó al suelo con un ruido sordo. No había demasiada luz, de modo que Caxton se agachó para ver qué era lo que había provocado aquel ruido…
Malvern golpeó la puerta como un mazo enfurecido. Ésta se hizo añicos y fragmentos de madera y cristal salieron volando por toda la torre como una lluvia tormentosa. Caxton se lanzó al suelo, empuñó la pistola eléctrica (como si fuera a servirle de mucho) y se preparó para el impacto, que nunca llegó.
La puerta estaba vacía.
—¡Mierda, mierda! —suspiró Caxton, porque sabía qué significaba aquello.
Malvern había destrozado la puerta sólo para distraerla, pero en realidad la tendría tras ella, preparándose para cercenarle el cuello.
Caxton se levantó apresuradamente al notar unos dedos fríos que le acariciaban la columna y corrió a esconderse detrás del reflector. Al oír a Malvern aullar de placer, flexionó las rodillas para prepararse para recibir el impacto.
Caxton puso en marcha el reflector, lo agarró por el asa y lo hizo mover por toda la sala. Una luz con una intensidad de un millón de velas iluminó el rostro de Malvern.
Los vampiros son criaturas nocturnas y no toleran demasiado bien la luz.
El único ojo que le quedaba a Malvern explotó y le chorreó por la mejilla, convertido en una masa blanquecina. La vampira chilló de dolor y se abalanzó contra el proyector. Sus manos golpearon una y otra vez el cristal, aplastaron la bombilla y deformó el reflector de metal. Pero no importaba, el reflector ya había cumplido con su misión: Malvern estaba ciega.
—¿Cree acaso que importa mucho, señorita Caxton? Acaba de ganar un segundo a lo sumo, nada más —gruñó Malvern.
—No necesito más —respondió Caxton.
El ojo de Malvern ya había empezado a regenerarse y un humo blanco le llenaba la cavidad ocular. En cualquier caso, Caxton sabía que la vampira no necesitaba los ojos para seguir a su presa. Podía oler a Caxton, y la oyó retroceder un paso.
Caxton levantó la pistola y disparó tres veces contra el pecho de Malvern. Las tres balas penetraron en su corazón.
En realidad, esperaba que la pistola no funcionara; que alguien hubiera roto el percutor, o que no quedaran balas en la recámara. Cuando la había encontrado en el cinturón del guardia muerto, no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Una pistola, justo en el lugar y en el momento en el que más la necesitaba. Era demasiada casualidad. Tenía que ser una trampa.
Las balas perforaron los pulmones de Malvern, el esternón y el corazón. La vampira chilló, se retorció, aulló y se arrastró por el suelo hacia Caxton. Sus dedos intentaron agarrar los tobillos de Caxton al tiempo que su monstruosa mandíbula se abría y se cerraba al aire. Pero la luz roja de su único ojo había empezado ya a apagarse.
La vampira cayó al suelo. De repente era muy pequeña. Caxton se dijo que podría levantar a Malvern utilizando tan sólo su brazo bueno. Era extraño que una criatura que había causado tanto dolor pudiera terminar presentando ese aspecto. Estaba muerta. Caxton disparó las balas que quedaban en el cargador a quemarropa contra el corazón de la vampira: no quería correr ningún riesgo.
—Por fin —dijo con un suspiro. Sabía que no era lo más profundo que podía decir en un momento como ése, pero no le quedaban fuerzas para nada más.
Entonces cerró los ojos y lloró.
Aunque sus lágrimas no duraron demasiado tiempo.
De pronto otra pieza del rompecabezas encajó en su sitio. Había encontrado una pistola cargada con balas de verdad, exactamente cuando más la necesitaba. El engendro que había matado al guardia no se había tomado la molestia de llevársela, aunque el resto de armas de fuego de la prisión habían sido destruidas de forma metódica y exhaustiva.
Había encontrado un paquete de espuma explosiva en la USE, justo cuando lo necesitaba, aunque la espuma explosiva era experimental y su uso en prisiones había sido aplazado hasta que sus defectos estuvieran resueltos.
Había encontrado las puertas de la prisión abiertas cuando deberían haber estado cerradas. No todas las puertas, desde luego, sólo las que le permitían moverse de un lugar a otro sin dificultades.
No había sido fácil, ni mucho menos. Pero, por otro lado, si hubiera sido fácil habría descubierto el engaño de inmediato, ¿no?
Se agachó sobre el cadáver de Malvern y estudió su rostro mientras palpaba la tela del camisón malva entre los dedos. No estaba segura de qué buscaba, pero tenía la sensación de que había algo extraño en todo aquello. Allí había algo que fallaba.
Y de pronto descubrió qué era. De repente, el rompecabezas terminó de encajar.
—Qué lista —dijo con los dientes apretados—. Siempre tan lista.
Finalmente comprendió lo que había sucedido, de principio a fin.
Y supo que Malvern había ganado.