18

—¡Oh, no, Dios mío! —dijo Caxton, que se llevó la mano a la boca.

Gert acababa de… de matar a la guardia. Salió de la celda y vio el cuerpo de la mujer, que se había desplomado junto a una pared. Alrededor de su garganta y su mentón se había formado un charco de sangre que le había manchado el uniforme azul de funcionaria de prisiones.

—¡No tendrías que haberlo hecho! —gimió—. ¡Esto es lo último que deberías haber hecho!

Gert se le acercó por la espalda y la agarró por los hombros. Empezó a masajeárselos hasta que Caxton se apartó de un brinco.

—¡Se estaba metiendo contigo! —dijo Gert—. Incluso después de que le salvaras el culo. No me digas que no me estás agradecida. ¡Podría haber dejado que te pudrieras en esa celda, chata! Podría haberme mantenido al margen y ser buena chica, pero he preferido darte la oportunidad de sobrevivir, ¿vale?

En cierto modo era verdad. Como sucedía con muchos locos, la lógica de Gert tenía cierto fundamento, aunque se trataba de un fundamento bastante inestable.

Caxton exhaló por la boca e intentó pensar. La guardia del labio leporino habría podido ser una aliada valiosa. El plan de Caxton hasta ese momento consistía en establecer contacto con otro grupo de celadores del centro penitenciario, explicarles lo que sucedía y conseguir que las ayudaran a huir. Si hubiera logrado convencer aunque tan sólo fuera a uno de los guardias, habría tenido muchas posibilidades de reclutarlos. Ahora, en cambio, iba a tener que abordarlos en tanto que prisionera fugada, situación en la que era mucho más probable que éstos dispararan primero y preguntaran después. Además, la guardia del labio leporino había demostrado ser una buena luchadora. Mientras se enfrentaba a los siervos, había sabido mantener la calma y evaluar correctamente la situación. Habría sido una buena socia en la batalla que se avecinaba.

Ahora Caxton estaba sola, atrapada dentro de los muros de una cárcel de alta seguridad donde nadie, ni los guardias ni el resto de las internas, iban a ofrecerle ningún tipo de ayuda.

Nadie excepto Gert, naturalmente.

—¿Quién eres? —le preguntó Caxton sin más—. Quiero decir: ¿qué hiciste para que te metieran en un lugar como éste? No tienes pinta de pandillera…

Gert se mordió el labio inferior.

—Maté a… personas.

Caxton sacudió la cabeza.

—¡No fue culpa mía! Cuando estás colocada no siempre sabes lo que haces. No eres responsable de tus actos, ¿sabes?

Caxton no había consumido drogas en su vida. Había conocido a muchas personas que sí lo habían hecho, pero muy pocas veces había tenido la impresión de que fueran gente de fiar y, desde luego, nunca habría querido que una de esas personas tuviera que cubrirle las espaldas.

Iba a tener que seguir adelante a solas y para ello tenía que empezar a planificar algo de inmediato.

Encerrada en su celda o con libertad para moverse por la UAE, seguía atrapada en una prisión controlada por una vampira y llena de sus siervos. Malvern la quería viva, aunque, francamente, Caxton no tenía ningún interés en saber por qué. Iba a tener que cuidar de sí misma.

Su primer instinto fue pedir refuerzos. Como policía, la habían entrenado para no quedarse nunca aislada si podía evitarlo. Se dirigió al interior de la garita de mando y estudió el panel de control. A un lado había un teléfono que permitía que el funcionario que ocupaba el puesto se comunicara con el resto de la cárcel. El teléfono no disponía de teclado numérico, sólo de unos cuantos botones que permitían seleccionar una serie de teléfonos individuales de la prisión. Descolgó y empezó a presionar botones al azar, llamó a la enfermería, a la comisaría, al vestíbulo y a la puerta principal. Presionó todos los botones excepto el del mando central, pues sabía perfectamente quién iba a responder ahí.

No le sorprendió nada constatar que ni siquiera tenía línea. Aunque hubiera nacido hacía siglos, Malvern dominaba perfectamente las comunicaciones modernas. Probablemente una de sus primeras decisiones había sido la de cortar la línea telefónica.

Caxton se dijo que si no podía solicitar apoyo, iba a tener que apañárselas sola. Y eso significaba encontrar armas.

Sólo tuvo que echar un vistazo alrededor de la garita para encontrar una pequeña armería. Junto al panel de control había una hilera de pistolas eléctricas conectadas a sus cargadores. No le servirían de nada contra los siervos de la vampira, que sentían el dolor de forma muy distinta a como lo hacían los seres humanos, pero cogió una de todos modos, por si tenía que vérselas con más guardias que consideraran que era más importante controlar la situación que salvar vidas. Debajo del panel de control había una escopeta del calibre doce sujetada por unos ganchos metálicos. Se dio cuenta de que la culata estaba marcada con una franja de pintura amarilla que indicaba que había que cargar la escopeta con munición no estándar. La abrió para asegurarse de que no estuviera ya cargada. Junto al panel de control encontró un cubo lleno de balas de postas, pero las ignoró y eligió una caja con balas de goma. El nombre era doblemente engañoso, pues no eran ni de goma ni, en el sentido estricto del término, balas. Se trataba de unos cartuchos de unos diez centímetros de longitud hechos de policloruro de vinilo y diseñados para no perforar la piel, pero sí provocar el suficiente daño como para que quienquiera que recibiera el disparo quisiera quitarse de en medio. Contra los siervos resultaría más efectivo que las balas de postas.

Había otras armas, aunque eran lo que se denominaban «armas de sumisión», útiles para controlar a prisioneros a quienes realmente no querías matar. Había un spray de pimienta, una porra hueca de aluminio y una bolsa blanda con un compuesto que Caxton no logró identificar de inmediato. Decidió llevárselo todo a excepción de la bolsa, aunque seguía albergando dos preocupaciones básicas relativas al armamento.

En primer lugar, ninguna de las armas de las que disponía y de las que encontraría en la UAE iban a servirle para nada contra un vampiro, aunque estuviera tan decrépito y débil como Malvern. El cuchillo de caza podía servir para arrancarle el corazón, siempre y cuando lograra que se mantuviera quieta el tiempo necesario, pero Caxton sabía que enfrentarse a un vampiro sin armas de fuego equivalía a buscarse una muerte inmediata y dolorosa.

Su otra gran preocupación era que no tenía forma de llevárselo todo. Su mono no tenía cinturón, ni tampoco presillas. El mono estaba diseñado para que fuera visible en la oscuridad y fácil de lavar. Y era ancho, sin forma, y ni siquiera tenía bolsillos.

Para solucionar ese problema, por lo menos, podía hacer algo, aunque la perspectiva resultaba bastante desagradable. Caxton se dirigió hasta donde yacía el cadáver de la guardia del labio leporino y le quitó el cinturón. A continuación se lo colgó del hombro en bandolera. Si lo apretaba un poco, iba a poder sujetar la pistola eléctrica, la escopeta y la porra bajo la correa. Se guardó el spray de pimienta en el sujetador. Ya sólo le faltaba el cuchillo.

—Gert, vas a tener que darme eso —le dijo al tiempo que le tendía la mano.

La compañera de celda de Caxton la miró de pies a cabeza.

—Tú tienes el cinturón, yo me quedo con el cuchillo.

Caxton suspiró.

—Pero es que yo lo necesito más que tú. De hecho, no lo vas a necesitar para nada.

—¿A qué te refieres? —preguntó Gert.

Caxton se puso de pie.

—Vas a volver a la celda ahora mismo.

Gert se rió.

—Me tomas el pelo, ¿no? He visto lo que les ha pasado al resto de las idiotas de las celdas cuando ha entrado esa cosa. ¡No pienso volver a encerrarme ahí dentro!

Caxton iba a responderle cuando, de repente, un estrépito la sobresaltó. Giró sobre sus talones y vio a una mujer que la observaba a través de la mirilla de su celda.

—¡Yo estoy con ella! —gritó la mujer, con voz apenas audible a través de la puerta—. ¡Déjame salir! ¡No quiero morir aquí dentro!

Al otro extremo de la UAE, otra presa aporreó con rabia la puerta de la celda.

—¿Y yo qué, zorra?

Pronto, la mitad de las puertas de la unidad traqueteaban violentamente. Caxton giró sobre sí misma y echó un vistazo a las celdas mientras se preguntaba qué debía hacer con todas esas mujeres. Entonces fue corriendo a la garita de guardia y conectó el intercomunicador que conectaba con los altavoces del interior de las celdas.

—Escuchad —dijo hablando al micrófono del panel de control—. La situación es muy jodida, pero ahora quien está al mando soy yo y de momento tengo las cosas bajo control. Es importante que conservéis la calma.

Las celdas prorrumpieron en una salva de gritos de rabia y obscenidades, mientras las presas la emprendían de nuevo a golpes contra puertas y ventanas.

Caxton apretó los dientes y echó un vistazo a las puertas. En casi todas había una cara pegada al cristal de la mirilla; una cara furiosa que exigía explicaciones.

—Hay más criaturas de ésas fuera de la UAE —explicó Caxton—. Pero vienen a por mí, tan sólo a por mí. Si todo va bien, pronto voy a marcharme de aquí y cuando lo haga tengo la esperanza de que os dejen tranquilas. Por el momento, sin embargo, tendréis que fiaros de mí. Por ahora, el lugar más seguro donde podéis estar es dentro de vuestras celdas.

Cuando terminó de hablar miró a Gert, que le devolvió la mirada con una expresión de puro desdén en los ojos.

—Si estuvieras en nuestro lugar —preguntó, levantando su voz por encima del coro de gritos y abucheos—, ¿te tragarías todo ese rollo?

«No les queda otra», pensó Caxton. Eran asesinas, pandilleras y, en general, mujeres que entrañaban un peligro para sí mismas. Tres de ellas estaban condenadas a muerte. No podía fiarse de ellas. Aunque tuviera todas las armas, ellas eran más y podían aprovecharse de ello.

Era tal como había dicho la guardia del labio leporino: debía controlar la situación. No podía bajar la guardia ni un solo segundo. Y, sin embargo, Gert tenía parte de razón. ¿Quién era Caxton para negarles a aquellas mujeres el derecho a defenderse? A lo mejor incluso podían ayudarla. De momento, lo que más útil le resultaría sería que por lo menos cerraran el pico y la dejaran pensar…

Entonces se oyó un estruendo procedente de la puerta principal de la UAE, y de pronto se hizo el silencio. Los gritos cesaron de golpe, aunque las mujeres seguían pegadas a las mirillas, con los ojos fijos en la puerta principal.

El estruendo resonó de nuevo y entonces una voz aguda y socarrona dijo:

—¡Bajen la voz, señoritas! ¡Estamos intentando dormir!

Las prisioneras empezaron a gritar al instante, aunque en esta ocasión hacían un ruido distinto. Lo que antes habían sido aullidos de rabia eran ahora gritos de terror.