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Durante el camino de vuelta a su celda, Caxton estaba tan ensimismada que apenas era consciente de lo que sucedía a su alrededor. Mientras Clara había estado contándole cosas de Malvern todo había ido bien (Caxton siempre había tenido la capacidad de olvidarse de todo mientras hacía algo relacionado con vampiros), pero en cuanto estuvo sola con sus pensamientos se le cayó el alma a los pies.

Clara iba a romper con ella.

Caxton se había dado cuenta de que su novia intentaba reunir las fuerzas necesarias para decírselo. Clara era como un libro abierto para ella, llevaban juntas el tiempo suficiente para que conociera a fondo todos sus gestos y su lenguaje corporal. Clara no había logrado decir lo que quería, pero Caxton sabía que un día lo conseguiría. Podía suceder al mes siguiente, durante su próxima visita, o a lo mejor se lo diría simplemente por carta. «He estado dándole vueltas al asunto —le diría—, y ha llegado el momento».

Pero Caxton ni siquiera lograba sentirse furiosa. Lo comprendía perfectamente. Sabía que nunca había sido una novia particularmente buena: siempre, desde que conocía a Clara, su vida se había basado en otras cosas. Bueno, en una cosa: los vampiros. Nunca había tenido el tiempo suficiente para el amor, para intimar, para pasar tiempo hablando de tonterías, para miradas espontáneas, para caricias duraderas. No había habido una sola semana en que su trabajo no se hubiera interpuesto entre las dos y, desde luego, Laura había pasado demasiadas noches persiguiendo a esos chupasangres, mientras Clara no tenía más remedio que quedarse sola en casa, preocupándose y esperando a que regresara o a que alguien la llamara para informarla de que Laura había muerto.

Y ahora que estaba en la cárcel, su relación parecía condenada.

Caxton sabía que lo honroso habría sido ponerle las cosas fáciles a Clara, aceptar la derrota y concederle la libertad. Y, sin embargo, eso la destrozaría por completo. Sin Clara, ¿qué le quedaba en el mundo? Aunque cumpliera la condena y le concedieran la libertad, jamás iba a reincorporarse al cuerpo de policía. Fetlock nunca permitiría que volviera a cazar vampiros. Sin su trabajo y sin la mujer a la que amaba, ¿qué le quedaba?

En el pasado se había dedicado a rescatar perros. Eso le había proporcionado cierta satisfacción, pero la idea de que unos perros pudieran convertirse en un sustitutivo para Clara y su vocación era ridícula.

La puerta de la celda se cerró con un zumbido y el doble chasquido metálico de las cerraduras. Caxton levantó la vista y se dio cuenta de que había entrado en su celda y que se había colocado contra la pared sin ni siquiera reparar en lo que hacía. Miró a un lado y vio a Stimson de pie junto a ella. Sin embargo, su compañera de celda podría haber estado perfectamente en otra ciudad, pues no la miraba ni reaccionaba ante su presencia.

Sentía una necesidad imperiosa, casi exasperante, de hablar con alguien, incluso con Stimson, y de desembuchar sus problemas. Y, sin embargo, también había echado a perder esa posibilidad. Al parecer, era incapaz de entrar en contacto con otro ser humano sin fastidiarlo todo. Stimson se había mostrado amable y le había ofrecido su camaradería, incluso su amistad (por peculiar que resultara), y ella la había rechazado.

Caxton subió a su cama y se tendió. Cerró los ojos e intentó no sollozar. Le costó bastante trabajo.

La cena pasó en un visto y no visto. Laura comió, pero sin prestar demasiada atención a lo que se metía en la boca. Cuando hubo terminado, volvió a tenderse en la litera y pasó un buen rato observando fijamente la lámpara del techo. Tal como había hecho el día anterior. Tal como imaginaba que haría durante los casi ochocientos días siguientes.

Cuando oyó el primer grito apenas si fue consciente de ello.

En los pabellones de las presas comunes, de noche, solían oírse gritos, pero una aprendía pronto a no prestarles atención. Las mujeres que vivían en la cárcel tenían pesadillas. Muchas de ellas tenían problemas mentales que, sin embargo, no las volvía peligrosas, de modo que las encerraban con el resto de las reclusas. Los gritos no tenían ningún significado y, en cualquier caso, tampoco podía una hacer nada.

La UAE era un lugar mucho más tranquilo por las noches, pues los funcionarios de prisiones reaccionaban mucho más rápido ante cualquier ruido excesivo y practicaban extracciones forzosas de las infractoras, a las que encerraban en celdas insonorizadas, que recibían el nombre de «salas acolchadas». Incluso tras el tercer o el cuarto grito, Caxton se mantuvo inmóvil y ni siquiera se dio la vuelta, ni se preguntó qué estaría pasando.

Stimson reaccionó de forma mucho más rápida: salió de la cama de un salto, se acercó a la mirilla de la puerta y se protegió los ojos con las manos, como si estuviera observando lo que sucedía en el exterior.

Entonces se oyó un grito mucho más cercano. Era un grito distinto a los que Caxton esperaba, más largo, más agónico. Era un grito de verdadero dolor, el grito de alguien a quien le estaban haciendo daño de verdad. De alguien a quien estaban matando.

—Stimson —susurró Caxton—. ¿Qué sucede?

La compañera de celda de Caxton no respondió.

—¡Stimson! —siseó Caxton—. Vamos, dime algo. —Soltó un suspiro—. Gert —insistió.

La otra se giró y le dirigió una mirada severa.

—Vaya, ¿de pronto somos amigas, o qué?

Caxton intentó pensar en una respuesta, pero otro grito le heló las ideas. El grito cesó de forma abrupta. Caxton sabía perfectamente qué significaba aquello: acababan de matar a alguien.

El altavoz del techo crepitó levemente.

—¡Separaos de las puertas inmediatamente! —ordenó—. ¡No hay nada que ver!

Aquello bastó para que a Caxton le dieran ganas de mirar también por la mirilla. Bajó de la litera de un brinco y se colocó junto a Stimson, muy pegada a ella, mientras intentaba ver algo.

Pero en realidad no había demasiado que ver. La UAE tenía el mismo aspecto de siempre, con sus paredes de un blanco reluciente, la torre de guardia en el centro y una puerta blindada al fondo. Sin embargo, faltaba algo. Normalmente, incluso en plena noche, había siempre un guardia dentro del puesto de vigilancia acristalado de la torre, y otros dos funcionarios montaban guardia alrededor de la unidad, con los ojos bien abiertos, atentos a cualquier sonido sospechoso. Ahora los dos agentes habían desaparecido y tan sólo había una figura visible dentro de la torre.

—¿Dónde han ido los otros? —preguntó Caxton.

—Se han largado hace unos minutos —dijo Stimson—. Han cogido las escopetas y han salido por la puerta. No he visto nada más.

Caxton echó un vistazo al vigilante de la torre de guardia y lo reconoció al instante. Era la funcionaria del labio leporino, la misma que había inspeccionado sus partes íntimas a su llegada a la UAE y que la había derribado cuando había intentado leer la BlackBerry de la directora de la prisión.

—¡A ver, zorras, u os ponéis contra la pared u os vamos a zurrar la badana! —dijo la del labio leporino y su voz retumbó entre las paredes de la celda de Caxton.

Stimson fue corriendo a la pared del fondo, pero Caxton se quedó donde estaba.

El siguiente grito se oyó más lejos, pero lo siguieron muchos gritos más.

—¡Laura! —la llamó Stimson—. ¡Apártate! ¡Si no lo haces nos zurrarán a las dos!

—Espera —dijo Caxton—. Se acerca alguien.

Y era cierto. Una oscura figura avanzaba por el pasillo hacia la puerta blindada de la UAE. Entonces se colocó bajo un cono de luz. Caxton se dio cuenta de que era un guardia con un chaleco antipunzón. Llevaba una gorra de béisbol calada hasta los ojos que le ocultaba casi toda la cara. Caxton tan sólo logró verle la barbilla. Estaba roja, aunque no de sangre. Se había rasgado y arrancado la piel, que colgaba hecha jirones. Caxton vio el tejido muscular, lívido, gomoso y exangüe.

—Oh, no —gimió Caxton—. Aquí no. Ahora no.

—¿Dónde está Laura? —preguntó el guardia-siervo. Al instante, todas las puertas de la UAE se abrieron con un chasquido metálico.