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Caxton pegó aún más las rodillas al pecho y se aseguró de que no tenía la cabeza expuesta. Quería echar un vistazo y comprobar qué sucedía, pero no se atrevía. Cada vez que una parte de su cuerpo quedaba a la vista, la ametralladora empezaba a disparar de nuevo.
No se había preparado para aquella eventualidad. Los engendros nunca usaban armas de fuego: no tenían la coordinación necesaria para apuntar correctamente y el retroceso de cualquier arma mayor que una pistola podía arrancarles un brazo de cuajo. Al parecer, el siervo que ocupaba el nido de la ametralladora había encontrado la solución. El retroceso de un arma montada en un trípode no repercutía en quien la disparaba y con un aparato tan rápido y voluminoso no hacía falta apuntar demasiado. De hecho, podías rociar toda la sala como si utilizaras una manguera de jardín. Algunos de los otros engendros habían muerto en el proceso, pero en definitiva los siervos no eran precisamente famosos por preocuparse por el bienestar del prójimo. El ser que operaba la ametralladora sólo quería una cosa: matarla cuanto antes.
Caxton había escapado de milagro a la primera ráfaga de balas. Se había puesto a cubierto justo a tiempo bajo el único refugio disponible. De hecho, ni siquiera era un refugio muy bueno. En una de las paredes había una pequeña cabina y una especie de mostrador de hormigón donde los guardias de la prisión firmaban cada vez que trasladaban a una prisionera de un ala de la prisión a otra. Detrás del mostrador había un pequeño espacio donde cabía apenas una silla. En cuanto la ametralladora había empezado a disparar, Caxton había saltado por encima del mostrador y logrado esquivar una muerte segura, pero estaba atrapada. Los otros siervos, unos cobardes empedernidos, habían huido en cuanto habían empezado los disparos. Si regresaban, Caxton era presa fácil. No podía permanecer allí para siempre, pero tampoco podía abandonar su escondrijo. Si los engendros regresaban… aunque ¿por qué iban a regresar? Faltaba ya poco para la puesta de sol. Caxton no tenía reloj pero, tras tanto tiempo luchando contra los vampiros, había terminado desarrollando una asombrosa capacidad para conocer la posición del sol en el firmamento sin verlo. Cuando te enfrentabas a un vampiro, saber cuándo era de día y cuándo de noche podía salvarte la vida.
En cuanto el sol se pusiera, Caxton sabía que Malvern saldría a por ella. Además, no tenía ninguna necesidad de mandar una oleada de siervos. Podía llegar al hub por sus propios medios y arrastrar a Caxton hasta su guarida con sus propias manos.
Caxton tenía que salir de aquella trampa antes de que eso ocurriera. Pero ¿cómo? Las armas de las que disponía no le servían de nada. Había arrojado la escopeta al suelo, pensando que ya tendría tiempo de volver a cargarla más tarde. Ésta seguía en el suelo, junto a la cabina, pero a efectos prácticos era como si estuviera en el lado oculto de la luna. Tenía una pistola eléctrica, un cuchillo de cazar y una porra extensible. Sus armas no servían de nada contra aquel jodido extremo del continuo letal.
De pronto se le ocurrió algo. Originalmente, la cabina tenía una ventanilla de cristal endurecido encima del mostrador que el guardia podía bajar en caso de producirse un ataque. Estaba pensada para ofrecer protección contra cuchillos y armas arrojadizas, no contra balas de ametralladora, y al primer disparo se había roto en grandes fragmentos, que habían caído al suelo. Caxton cogió uno. Si lo sostenía en el ángulo apropiado, podía ver el reflejo de lo que sucedía más allá del mostrador, y girándolo poco a poco podía inspeccionar la sala.
La ametralladora abrió fuego de nuevo e hizo saltar la pintura de la pared de detrás del mostrador. El engendro que controlaba el arma debía haber visto el reflejo de su improvisado periscopio. Caxton hizo un esfuerzo por no estremecerse y giró el fragmento de cristal endurecido lentamente a la izquierda: ahí estaba la ametralladora, que escupía balas sin parar. Sin embargo, desde donde estaba era imposible ver el interior del nido de la ametralladora, determinar cuánta munición le quedaba al engendro, saber si se acercaba alguien más o…
Aunque a lo mejor eso sí podía verlo, pues parecía que… Sí, Caxton se fijó bien y logró distinguir algo que se movía en el extremo opuesto de la sala. Y no se trataba de un engendro. Caxton estaba bastante segura de ello.
Entonces algo salió de entre las sombras con un destello anaranjado. La ametralladora pivotó rápidamente, en un intento por seguir el destello, que empezó a moverse en zigzag, hacia delante y hacia atrás. La ametralladora abrió fuego, pero por un momento pareció que aquella figura anaranjada se movía de forma demasiado errática, demasiado arbitraria.
Y entonces se oyó un grito.
Se trataba de un grito humano, no del agudo y lastimero gemido de los siervos. Era humano y parecía no tener fin. Caxton giró el fragmento de cristal para ver qué sucedía, pero la mancha anaranjada parecía haberse esfumado. Lo que sí vio, en cambio, fue el nido de la ametralladora. La puerta estaba abierta y el arma apuntaba al techo. El cañón sacaba humo, pero había dejado de disparar.
Entonces se oyó otro grito. En esta ocasión sí pertenecía a un engendro, pero cesó de forma repentina.
Entonces una voz de mujer pronunció suavemente el nombre de Caxton.
Caxton conocía esa voz y sabía que acababan de rescatarla. Más o menos. Empezó a levantarse, con la mano con la que sujetaba el cuchillo de cazar oculta bajo el mostrador. Levantó la otra mano, en la que llevaba la porra extensible.
—Guilty Jen —dijo.
Sin embargo, no fue a la líder de la banda a quien vio primero, sino a una de sus chicas, una negra con la nariz rota. Caxton recordó que se la había roto ella. El grito que acababa de oír, aquel interminable gemido de dolor, había salido de la garganta de esa mujer. Era el último sonido que emitiría en toda su vida. La ametralladora le había agujereado el mono, que revelaba su caja torácica, destrozada y humeante. Estaba muerta, sus ojos contemplaban el techo y sus manos yacían inertes a los lados.
Guilty Jen salió de detrás de la ametralladora. Tenía las manos vacías pero estaba sonriendo. Caxton sabía que aquello era una mala señal.
—¿Qué tal? —dijo—. ¿No quieres venir aquí?
—¿Vas a darme una buena razón? —preguntó Caxton, que seguía mirando fijamente el cuerpo de la mujer que yacía en el suelo. Los cadáveres no la impresionaban (eso le habría supuesto un grave problema teniendo en cuenta cuál era su trabajo) pero había algo en aquella muerte que la preocupaba. No se trataba de la causa de la muerte, ni tampoco de la gravedad de las heridas, sino de su absoluta estupidez.
Guilty Jen había sacrificado a una de las suyas tan sólo para atraer la atención del engendro que operaba la ametralladora. La fallecida había sido fiel a su líder hasta las últimas consecuencias. Se había lanzado contra la ráfaga de balas tan sólo porque Guilty Jen se lo había ordenado. Y aquel estúpido acto de valentía le había salvado la vida a Caxton. Pero ¿para qué?
—De hecho tengo dos buenas razones —dijo Guilty Jen, que no se acercó más. Permanecía semioculta tras la puerta del nido de ametralladora, a punto para refugiarse en el interior si resultaba que Caxton sujetaba una pistola bajo el mostrador—. La primera es que puedo ir a buscarte y acabar contigo cuando me dé la gana.
—Inténtalo —dijo Caxton.
Guilty Jen asintió con la cabeza y sus coletas se balancearon.
—La segunda buena razón es que tengo a tu novia. Sé que vas a salir de ahí por ella. —Al ver que Caxton escrutaba las sombras del hub sacudió la cabeza—. No está aquí, pero sí cerca. La tengo vigilada, naturalmente.
Caxton soltó un suspiro.
—Vale. Entonces, ¿qué? Salgo y luchamos, ¿no? Si pierdo, me matas y probablemente también matas a Clara. Pero ¿y si gano? ¿La dejarás libre?
—Pues no —respondió Guilty Jen, sonriendo más aún—. Si ganas, algo que me parece más que improbable, aunque siempre puedo tropezar y partirme la cabeza antes de poder ponerte un dedo encima… Si ganas, tienen órdenes de matarla igualmente. —La jefa de la banda se encogió de hombros—. Yo soy así.