11
Caxton empujó la puerta de la celda con el hombro, pero ésta no se movía. Habían abierto el cerrojo electrónico, pero el mecánico seguía cerrado. Si quería salir de ahí, alguien iba a tener que levantar antes la palanca exterior.
Había dos personas en el vestíbulo interior de la UAE, dos candidatos a soltarla, aunque en realidad no habría apostado mucho por ninguno de los dos.
—¿Murphy? —preguntó la del labio leporino hablando por el micrófono. No había apagado el intercomunicador, de modo que su voz se oyó también dentro de la celda de Caxton. La voz de la funcionaria de prisiones sonaba inquieta, aunque no asustada. Probablemente porque aún no se había dado cuenta de que el guardia que iba de celda en celda ya no era Murphy—. ¿Qué está pasando?
—¿Dónde está Laura? Si es necesario la encontraré yo mismo —dijo aquel ser, que se acercó a la puerta de una de las celdas y echó un vistazo por la mirilla. Aquella voz era un despropósito. Los funcionarios de prisiones desarrollaban con el tiempo un tono de voz áspero y grave que imponía respeto. Aquel engendro, en cambio, hablaba con una vocecita aguda que parecía provenir de los confines de la cordura.
—He llamado a la central pero no responden. Hay gente hablando en todas las frecuencias abiertas, y todos están muy nerviosos. ¿Ha habido un motín? Por lo que logro entender, parece como si tuviéramos intrusos —dijo la del labio leporino. Cada vez estaba más asustada. Caxton pensó que seguramente era mejor así. Antes o después iba a darse cuenta de la principal diferencia entre el guardia llamado Murphy y el engendro que campaba libremente por la UAE.
La principal diferencia era que no tenía cara.
Sí, desde luego, tenía ojos, algo parecido a una boca e incluso es posible que le quedara parte de la nariz. Pero la cara debía de colgarle en jirones de piel, con los pómulos y la frente desollados por sus propias uñas. Murphy estaba muerto. O, por lo menos, lo había estado hasta que un vampiro lo había devuelto de entre los muertos para darle una segunda oportunidad.
En realidad el vampiro no le había hecho ningún favor. A lo sumo, esa segunda oportunidad iba a durar una semana. Los cuerpos reanimados se descomponían a una velocidad vertiginosa, y al cabo de un día o dos empezaban a caerse a trozos. Además, estaban obligados a obedecer ciegamente al vampiro que los controlaba.
Pero tal vez lo peor era que, al volver de entre los muertos, lo hacían desprovistos de alma. Vivían instalados en el dolor perpetuo y sabían que se habían convertido en algo abominable. Les bastaba con mirarse en el espejo para comprender que su existencia no tenía ninguna lógica natural. Por eso se destrozaban la cara. Se hacían daño y disfrutaban haciendo daño a los demás (especialmente con cuchillos, adoraban los cuchillos). Eran sanguinarios, estaban locos y no tenían el menor reparo moral.
Caxton, fiel a una larga tradición de cazadores de vampiros, los llamaba siervos. Si buscabas a un vampiro, encontrabas a sus siervos, que por lo general eran muchos. Y cuando encontrabas a los siervos de un vampiro, éstos querían matarte.
—¡Murphy! He recibido una llamada de FEP —añadió la del labio leporino. Caxton sabía que se trataba de las siglas de «fuga en proceso», el equivalente carcelario a una alerta roja—. Mis dos chicos han ido a ver qué sucedía.
—Sí, ya lo sé —respondió el engendro que había sido Murphy—. Me he cruzado con ellos de camino hacia aquí. No van a volver.
El engendro soltó una risita apagada, como si acabara de hacer una bromita. Entonces agarró la palanca de la puerta de una de las celdas y tiró de ella. Necesitó dos intentos, los siervos no coordinaban demasiado bien ni eran particularmente fuertes. Sin embargo, al final consiguió abrir la puerta. A continuación desenvainó un largo cuchillo de caza.
Cuchillos, siempre cuchillos. Los siervos de los vampiros adoraban los cuchillos, los punzones y, en general, cualquier arma afilada. En este caso se trataba de un cuchillo de caza de unos quince centímetros de longitud y pintado de color verde (para que el ciervo no viera el fulgor plateado si un cazador lo desenvainaba en un bosque), y tenía un tallo de sierra y una maléfica punta curva. El siervo lo blandió con placer evidente y entró en la celda.
—Stimson —dijo Caxton—. Quiero decir Gert. Por favor, ¿sabes cómo se llama la guardia que hay en la torre de vigilancia?
Gert frunció el ceño.
—Creo que Worth. O a lo mejor es Wendt.
Caxton meneó la cabeza.
—¡Eh! —gritó al tiempo que aporreaba la puerta de la celda—. ¡Eh, guardia! ¡Oye, cabrona! ¡Tienes que detenerlo!
La del labio leporino miró hacia donde estaba Caxton.
—¡Contra la pared, desgraciada! —dijo, y a continuación el altavoz crepitó y soltó un silbido.
A continuación se oyó un grito procedente del interior de la celda abierta, de la que salió tambaleándose una presa con un mono de color naranja; tenía una pierna ensangrentada.
—¡Murphy! —gritó la del labio leporino—. ¡Murphy, ¿qué haces?!
Otro grito. El siervo salió de la celda. Llevaba el cuchillo y el chaleco cubiertos de sangre.
—Ésa no era Laura. ¿Laura? ¿Dónde estás, Laura? —canturreó—. Voy a encontrarte aunque tenga que entrar a cuchillo hasta la última celda. La señorita Malvern desea verte.
La del labio leporino finalmente se percató de lo que sucedía (o por lo menos de parte de ello), se levantó, cogió un fusil y presionó un botón en el panel de mandos de la garita. Sonó una alarma y la puerta del puesto de guardia empezó a abrirse.
Entonces la alarma cesó de golpe y la puerta empezó a cerrarse de nuevo.
Por la cara que puso, la del labio leporino no esperaba que sucediera aquello.
El siervo fue hasta la siguiente celda y levantó la palanca, en esta ocasión usando las dos manos. La puerta se abrió sobre sus raíles. Las dos mujeres que había dentro salieron corriendo, pero el siervo logró hacerle la zancadilla a una de ellas, que cayó al suelo. Entonces la agarró por el pelo y la obligó a levantar la cabeza. Era una mujer negra con el pelo trenzado.
—Tú tampoco eres Laura —dijo el engendro mientras le rebanaba el cuello.
En el puesto de guardia, la mujer del labio leporino empezó a aporrear el cristal de seguridad: la garita se había convertido en una celda más. Era evidente que la puerta podía abrirse por control remoto, al igual que las cerraduras de las celdas de la UAE, y que alguien en el puesto de mando quería que aquella mujer permaneciera encerrada ahí dentro. Desesperada, golpeó la puerta con la culata de la pistola, pero el plafón de Lexan tenía dos centímetros de grosor y posiblemente habría sobrevivido a la explosión de una granada de mano.
El siervo se dirigió hacia la puerta de la siguiente celda.
Dos internas habían logrado eludir la carnicería. Una se dirigió gritando hacia la puerta de salida de la UAE. La otra, a quien el siervo había cosido a puñaladas en el interior de la celda pero quien, finalmente, había logrado huir, estaba apoyada en la pared a unos metros del lugar desde donde Caxton observaba la escena, horrorizada. La reclusa respiraba con dificultad y tenía los ojos cerrados. Debía de haber perdido mucha sangre.
—¡Eh! —le gritó Caxton, aporreando la puerta de la celda—. ¡Oye, reclusa! Ábreme la puerta. ¡Yo sé qué hay que hacer! ¡Puedo salvar a todo el mundo!
La mujer herida abrió débilmente los ojos y miró hacia donde se encontraba Caxton. Entonces se desplomó en un charco de su propia sangre.
A estas alturas no quedaba ya nadie que no gritara. Las mujeres de las celdas preguntaban a gritos qué sucedía, pedían ayuda, aullaban de pánico y de miedo. Caxton oyó también los gritos procedentes de la tercera celda que el siervo había abierto, aunque éstos se cortaron en seco. Al cabo de un momento el siervo volvió a salir, ensangrentado. Una de sus víctimas le había arrancado la gorra de la cabeza y ahora Caxton pudo ver claramente su rostro destrozado. Le faltaban los párpados, lo mismo que los labios. Se lo veía sorprendido y, al mismo tiempo, encantado de la vida.
La expresión de su cara decía que se lo estaba pasando en grande y que, en realidad, la fiesta no había hecho más que empezar. Antes de llegar a la celda de Caxton le quedaban aún cinco puertas.
—Gert —dijo Caxton—, cuando esa cosa entre aquí dentro quiero que te escondas debajo de la cama, ¿me oyes? Arrástrate hasta el fondo de todo. Si todo sale mal, le diré quién soy y con un poco de suerte sólo me matará a mí, se me llevará, o me hará lo que sea que quiere hacerme. Si estás callada y no te mueves, no te pasará nada. ¿De acuerdo?
Gert asintió con la cabeza. Tenía unos ojos tan abiertos como los del siervo.
—Vale —dijo Caxton armándose de valor. Los siervos no eran muy fuertes, era posible que lograra dominarlo cuando entrara en la celda. Por supuesto, Caxton debía estar atenta a los movimientos del cuchillo…
En la celda no había nada que Caxton pudiera utilizar como arma, nada con qué defenderse. Era la celda de una cárcel de máxima seguridad, y personas muy inteligentes habían invertido grandes cantidades de tiempo y de dinero para garantizar que quienquiera que estuviera encerrado dentro, se hallara indefenso.
Iba a tener que agazaparse junto a la puerta, esperar a que entrara y entonces…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un chasquido de la puerta, que se abrió con un leve chirrido. En el suelo, justo delante de la celda, Caxton vio a la prisionera herida, a la que creía muerta. Se había arrastrado hasta allí y, con las pocas fuerzas que le quedaban, había tirado de la palanca.