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—Laura, la tengo. Malvern está en el Pabellón C con un grupo de engendros. Están organizando una ronda de donaciones de sangre. —La voz de Clara no sonó tan fuerte como Caxton había esperado—. He averiguado la forma de utilizar altavoces individuales sin tener que conectar todo el sistema. O sea, que no han oído lo que acabo de decir.

—Eso es una ventaja —dijo Caxton, que se detuvo un instante y miró la cámara que había en el techo de las escaleras—. ¿Has oído lo que acabo de decir?

Clara no respondió. Así pues, los intercomunicadores funcionaban sólo en una dirección; iba a poder oír a Clara, pero no iba a poder hablar con ella. Aun así, era mejor que tener que hacerlo todo a solas.

—De las otras dos vampiras, ni rastro —dijo Clara—. De momento, no creo que sepan que estamos libres, pero supongo que antes o después mandarán a alguien a echar un vistazo. No sé de cuánto tiempo dispones.

Caxton había llegado ya al primer piso cuando oyó un ruido a sus espaldas y vio a Gert, que bajaba por las escaleras.

—Tienes que dar media vuelta —le dijo—. Vuelve y échale una mano a Clara.

Pero Gert sacudió la cabeza.

—Te he acompañado hasta aquí y no pienso quedarme atrás ahora. ¿De veras vas a decirme que no te resultará útil contar con dos manos más teniendo en cuenta que a ti sólo te queda una sana?

—Vale, pero intenta que no te maten.

Caxton cogió el pomo de una puerta y levantó la mirada hacia la cámara más cercana.

—Adelante —le dijo Clara—. Por lo menos no se ve movimiento ahí dentro.

Caxton empujó la puerta y entró en la sala circular que constituía el corazón de la prisión. Cogió su escopeta del suelo (nadie se había tomado la molestia de llevársela), se dirigió directamente al arsenal y encontró una caja de cartuchos de escopeta. Estaban cargados con balines de goma, naturalmente, y precisamente por eso eran inútiles contra los vampiros. Pero a lo mejor podía hacer algo al respecto.

—Toma —le dijo a Gert, y le tendió una caja de balas calibre 22—. Quítales el cartucho a seis de éstas.

El arsenal disponía de un buen equipo de herramientas para reparar y ajustar las armas que habían quedado inservibles. Con unos alicates, Caxton sacó los balines de goma de los cartuchos de la escopeta y se deshizo de ellos. No era una operación sencilla con un brazo inservible, pero apretó los dientes y se sobrepuso al dolor. Cuando Gert le tendió las cabezas de las balas, las metió dentro de los cartuchos de balines. No eran perfectas. En cuanto la pólvora del cartucho estallara, saldrían dando tumbos y tendrían una trayectoria imprecisa. Además eran demasiado grandes y el cartucho contenía la mitad de pólvora que un cartucho de escopeta corriente, pues las balas de balines de goma no tenían que volar tan rápido como una bala de verdad. Pero, aun así, si lograba acercarse mucho y disparar a bocajarro contra el corazón de Malvern, a lo mejor… A lo mejor aquel cartucho improvisado haría un boquete en el pecho de la vampira. A lo mejor con eso bastaría para destruir su único punto vulnerable: el corazón.

Por otro lado, la vampira habría comido bien, de modo que su cuerpo estaría en situación de soportar graves heridas. Caxton no iba a poder disparar más que una vez, aun en el caso de que cogiera a Malvern totalmente por sorpresa. En cualquier caso, eso era mejor que la alternativa, que consistía en cargarse a la vampira con un cepillo de dientes afilado. Caxton sabía que eso no funcionaría nunca.

Cuando terminó de cargarla, examinó la escopeta para asegurarse de que nadie la había manipulado. Finalmente, se la colocó bajo la axila de su brazo sano, le hizo un gesto a Gert y salió del arsenal.

«Y ahora, ¿qué? —pensó—. ¿Hacia dónde debo ir?»

Había salidas que se alejaban del hub en todas direcciones. Algunas eran más oscuras que otras, unas estaban cerradas con puertas blindadas y otras abiertas de par en par.

—La tercera puerta a tu derecha —dijo Clara. El acceso al Pabellón C estaba detrás de una de las puertas cerradas, pero en cuanto Caxton se acercó a ella, sonó un timbre y la puerta se abrió automáticamente—. Puedo abrir cualquier puerta de la prisión desde aquí.

Caxton miró a una de las cámaras e hizo un gesto como si utilizara una llave.

—No te entiendo… Ah, ¿me estás preguntando si también puedo cerrarlas? No, por desgracia los controles de aquí arriba están pensados para casos de emergencia, por si hay un incendio o algo así. Hay que cerrarlas a mano, con una llave de verdad.

—Por lo menos podemos ir a donde queramos —dijo Gert.

Caxton ni siquiera se tomó la molestia de responder. Cruzó la puerta y enfiló un largo pasillo que llevaba directamente al pabellón. A ambos extremos había cabinas y puntos de control, pero Caxton los ignoró.

Y, sin embargo… había algo que olía raro. Caxton había aprendido hacía tiempo que cuando sucedían cosas raras relacionadas con los vampiros era preferible no ignorarlas. Olisqueó un poco y descubrió que el olor provenía de una de las cabinas. Olía a cochinillo asado o a algo parecido, aunque con un toque dulzón; como si alguien se hubiera dedicado a quemar el pelo de un cerdo.

—Huele como las barbacoas de mi padre —dijo Gert con un susurro cuando Caxton le preguntó si también ella lo olía—. Tenía un bidón que llenaba de brasas, y siempre decía que, si quería, podía asar un caballo entero. El Cuatro de Julio siempre asaba un cochinillo.

Caxton llevaba muchas horas sin comer nada, pero estaba segura de que lo que encontrarían en la cabina no sería un cochinillo asado.

Aunque, en cierto modo, aplicando un humor negro muy, muy macabro, sí lo era.

—Creo que es la directora —dijo Caxton cuando abrió la puerta de la cabina. Dentro, tendido en el suelo, había un cadáver carbonizado—. Por lo menos lleva su ropa.

—¡Es la directora! —se oyó que decía Clara en voz baja por los altavoces.

—Pues sí —dijo Caxton.

Ya sabían que Malvern había matado a la directora, pero ahora también sabían cómo lo había hecho. Las vampiras debían haberla rociado con gasolina antes de prenderle fuego.

—No lo entiendo, ése no es el estilo de Malvern —dijo Caxton—. A veces a los vampiros les gusta torturar a sus víctimas, es algo que los divierte, pero Malvern nunca había mostrado esa tendencia. Esto tiene que ser un mensaje, pero no sé cómo interpretarlo…

La mirada vacía de Gert parecía indicar que ella tampoco lo sabía.

—Hace mucho tiempo que andas detrás de Malvern, ¿verdad?

—Supongo que podría decirse que sí.

En realidad hacía sólo un par de años, pero en ese tiempo Malvern le había arrebatado una novia, un mentor, la mitad de los agentes de policía de Gettysburg y, finalmente, su carrera.

—Y te mueres por cargártela, ¿no?

—Ni te lo imaginas.

No había nada en el mundo que deseara con más ganas. Dejaría que Fetlock se cargara a las otras dos: no las conocía y no tenía cuentas pendientes con ellas. Pero Malvern debía morir ahora. En cuanto hubiera acabado con ella, Caxton no querría saber nada más de los vampiros. Volvería a ejercer de prisionera modelo, cumpliría su condena y luego empezaría de nuevo su vida.

También era posible que muriera durante los próximos treinta segundos.

Cualquiera de las dos opciones le parecía bien, siempre y cuando tuviera una oportunidad.

Aunque hubieran querido, no habrían podido hacer nada por la directora. Dejaron su cuerpo donde estaba y el extremo opuesto del pasillo, donde otra puerta cerrada era lo único que las separaba del Pabellón C.

—El plan es muy sencillo. Entramos ahí, tú distraes a los engendros como puedas, yo me acerco a Malvern y disparo.

—¿Y luego?

—Luego improvisamos. ¿Estás preparada?

Gert asintió con la cabeza. Caxton dirigió la mirada hacia la cámara del techo.

—Está en el extremo opuesto del pabellón —dijo Clara con un susurro—. Hay tres engendros entre tú y ella. En cuanto entres la tendrás justo en frente, y no parece que sospeche nada. —El intercomunicador crujió durante un segundo. Clara lo había dejado conectado, pero no decía nada—. Laura —dijo finalmente—, buena suerte.

—Gracias —dijo Caxton, aunque Clara no podía oírla.

Entonces señaló la puerta y levantó tres dedos. Luego dos. Uno.

La puerta se abrió con un zumbido electrónico.

Entraron en el pabellón. Todas las luces estaban encendidas. Caxton no tuvo ningún problema en distinguir las hileras de celdas, los carritos sanitarios en las pasarelas y los engendros que extraían sangre de los brazos que las internas les tendían a través de los barrotes. Frente a ellas, a menos de cincuenta metros, estaba Malvern, de espaldas. Llevaba su deteriorado camisón de color malva y la piel de su cabeza y de sus hombros presentaba un aspecto inmejorable, sedoso, inmaculado.

Caxton se concentró en un punto situado a la izquierda de la columna vertebral de Malvern, justo debajo de su omoplato. Allí tenía el corazón. Corrió tan deprisa que ni siquiera notaba el movimiento de los pies.

Para apuntar y disparar con una escopeta como aquélla bastaba con una sola mano, se dijo Caxton.

Había recorrido ya la mitad de la distancia, con Gert a su lado, cuando de repente oyó de nuevo la voz de Clara en los altavoces. Sólo que ahora no hablaba en susurros:

—¡Laura, ten cuidado! ¡Estaban escondidas en el piso de arriba!

Caxton se detuvo de golpe. Malvern se volvió, la miró y le sonrió con aquella boca llena de colmillos. Caxton dio media vuelta y echó un vistazo a las galerías superiores. Dos vampiras aterrizaron con agilidad felina a ambos lados de ella.

Entonces empezaron a acercarse lentamente, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, con sus ojos rojos fijos en los de Caxton.