38
Gert acarició con un dedo las cajas del estante superior. Tenía una expresión inocente y traviesa a la vez.
A Caxton no se le pasaba por alto que se habían refugiado en la enfermería de la cárcel, ni que Gert tenía un viejo historial de drogadicción. Caxton era policía y estaba perfectamente familiarizada con los adictos a las drogas.
—Ni se te ocurra —le dijo a su compañera de celda sin apartar la vista de lo que estaba haciendo.
Gert se encogió de hombros y silbó un momento, pero pronto estuvo de nuevo inspeccionando la estantería.
—Aquí hay buen material.
—Estoy segura de que es un material de primera, pero no lo necesitas. ¿Por qué no vienes aquí y me ayudas un poco? Así te concentrarás.
Gert sacó el labio inferior. Entonces, como si estuviera jugando, cogió un frasco de la estantería y escondió la mano.
—¿Acaso crees que no te he visto? ¿Qué has cogido?
Gert hizo un mohín.
—Buen material, ya te lo he dicho. Bueno para la salud. Es tan sólo Excedrin, ¿vale? Es como una aspirina y a mí me duele un montón la cabeza.
—Hay aspirinas de verdad al otro lado —dijo Caxton—. El Excedrin lleva un montón de cafeína. Además, no tienes dolor de cabeza. Lo que pasa es que hace mucho rato que no comes nada. Tómate esto.
Caxton metió la mano en una bolsa marrón que había al fondo de la nevera, debajo de las ampollas de insulina. En un primer momento le había dado miedo abrirla, pero finalmente lo había hecho y había encontrado una ensalada, una hamburguesa ligeramente pasada y una deliciosa manzana. Al parecer, uno de los médicos o de las enfermeras que trabajaban en la enfermería se habían traído la cena al trabajo pero no habían tenido ocasión de comérsela. Caxton estaba tan hambrienta que habría podido comérsela entera, pero había hecho un esfuerzo y le había dejado la mitad a su compañera de celda. La mitad de Gert seguía intacta encima de la mesa, junto al brazo de Caxton, llamándola.
—No tengo hambre. Además, ¿qué tiene de malo un poco de cafeína de vez en cuándo? Millones de personas en todo el mundo se pasan el día bebiendo café y nadie se mete con ellos. Tú eres una de esas personas, ¿verdad? Apuesto a que eres una adicta a Starbucks, Caxton. Apuesto a que te mueres de ganas de tomarte un capuchino doble con mucha espuma, o lo que sea.
En realidad, Caxton nunca había sido una gran aficionada al café. En cambio, habría cambiado una de sus armas por una botella de dos litros de Coca-Cola light. Aunque, desde luego, no tenía ninguna intención de admitirlo.
—¿A ti te parece justo? A veces necesito algo de ayuda. Tengo depresión clínica, síndrome de fatiga crónica y no sé cuántas mierdas más. Me vienen unos bajones de energía que ni te los imaginas y ¿resulta que yo, precisamente, no puedo tomarme un maldito Excedrin?
Caxton soltó un suspiro y recordó el cartelito que colgaba en la puerta de la celda: Stimson, Gertrude. Cero estimulantes.
—Además, tampoco es que estemos en una situación corriente. Esto es una emergencia. A las dos nos vendría bien un buen subidón: hace que mejore tu tiempo de reacción, te vuelve más fuerte y más rápida, y te ayuda a pensar. Ahora mismo a mí no me vendría nada mal algo que me ayudara a pensar. ¿Y a ti?
Caxton suspiró de nuevo.
Gert tenía algo de razón. No, bastante razón. Ése era siempre el problema de los yonquis: que no estaban locos. Al contrario, eran seres bastante racionales, pero necesitaban algo que sus cuerpos no podían proporcionarles. Lo necesitaban tanto que sentían esa necesidad de forma constante, como un zumbido persistente en la cabeza. Era como si tuvieran a alguien allí dentro, un hombrecillo que, de vez en cuando, levantaba un dedo y decía: «Disculpa, pero si no estás ocupada…» Los yonquis eran capaces de elaborar razonamientos muy convincentes para justificar por qué necesitaban un chute. Además, eran capaces de exponer esas razones con toda la paciencia del mundo a quien quisiera escucharlos, con todo lujo de detalles, de modo que, con el tiempo, terminaban siempre venciendo las resistencias de quien desearan convencer, generalmente la persona que les impedía tener acceso a las drogas.
A menos que esa persona supiera que la persona tranquila y razonable que tenía delante era en realidad un drogadicto que se moría por una dosis.
—O sea, que cuando estabas fuera tomabas metanfetamina, ¿no? ¿Cómo lo hacías? ¿La esnifabas? ¿Te la inyectabas? ¿La tomabas en pastillas?
Gert puso cara de póquer y, cuando habló, por su voz no parecía estar avergonzada.
—De cualquier manera. No era quisquillosa.
—Y ahora tienes los dientes hechos polvo. Con veintiún años. Y probablemente sufres todo tipo de enfermedades, de hígado, de riñón, de páncreas… ¿Cuánto tiempo llevas limpia?
—Desde que entré. La noche antes de mi juicio di una fiestecilla —contestó Gert, que volvió la cabeza hasta apartar los ojos de Caxton—. He oído mil veces el rollo de que cada día que pasas limpia eres un poco más libre y todo eso. Pero eso es una gilipollez. ¿Cómo coño voy a ser libre si estoy aquí encerrada? ¿Qué importa si consumo o no? Cuando salga estaré limpia y entonces sí seré realmente libre. Os demostraré a ti y al mundo que puedo hacerlo. Y entonces encontraré a un buen tipo, alguien con los ojos verdes, a lo mejor. Siempre he querido un bebé de ojos verdes y pelirrojo. Y seré la mejor madre del mundo. Pero todo eso forma parte del futuro. Para eso primero tenemos que sobrevivir esta noche. Y ahora mismo tengo la sensación de estar enfrentándome a una muerte casi segura. Aún estoy dentro de la cárcel, aunque en cierta medida nos hayamos fugado. No veo por qué tengo que mantenerme limpia ahora mismo.
—La respuesta es no —dijo Caxton, que pasó una correa por una hebilla y la cerró con un sonoro chasquido.
—¡Es tan sólo un medicamento para el dolor de cabeza!
—Que no. Ven aquí.
Gert se acercó a Caxton y arrojó el frasco de Excedrin encima de la cama. Caxton lo cogió y se lo guardó dentro del mono. Era importante que no estuviera en un lugar donde Gert pudiera verlo para que no le entraran ganas de cogerlo otra vez.
—Toma esto —dijo Caxton, y le tendió unas correas a Gert—. Es muy fácil, fíjate. Es una correa de nailon de aproximadamente medio metro de largo, llena de agujeros y una hebilla en un extremo.
—Sí, ya lo veo —dijo Gert.
—Vale, pues a esto se le llama correa de contención. Se utilizan para impedir que los prisioneros puedan salir de la cama mientras reciben tratamiento. Esta caja está llena —dijo, y le pegó una patada a la caja que tenía a los pies. Era lo bastante grande como para contener un televisor de gran formato—. Fíjate en cómo lo hago.
Caxton cogió dos correas de contención e introdujo un extremo en la hebilla del otro. Entonces abrochó la hebilla en un agujero situado a unos diez centímetros del extremo y anudó esos centímetros sobrantes a la otra correa. Cuando hubo terminado, agarró las dos correas por los extremos y tiró de ellas.
—Es resistente como una cuerda de escalada, ¿ves?
Repitió el proceso con una tercera correa. Tenía ya seis pares y cuando los uniera todos, la correa resultante mediría unos seis metros.
—Necesitamos unos quince o veinte metros. Ayúdame.
Gert se sentó en la cama y cogió dos correas de la caja. Caxton la observó atentamente mientras las unía.
—Muy bien.
—La cafeína ayuda a mejorar la destreza manual, ¿sabes? —sugirió Gert—. Podría trabajar mucho más rápido si…
—No —dijo Caxton, que le pegó un tirón a otro par de correas unidas.
No tardaron demasiado en tener una cuerda.
Caxton se llevó a Gert a una sala con camas vacías a ambos lados. Juntas, examinaron el techo. El ala de la enfermería tenía la misma altura que el resto de edificios de la prisión pero, a diferencia del resto tenía tan sólo una planta. Eso significaba que el techo de aquella ala se encontraba a más de ocho metros del suelo. Una compleja maraña de cables e instalaciones eléctricas cruzaban el techo, sujetos por unas gruesas grapas metálicas cada pocos metros. Casi oculta detrás de las lámparas, había una claraboya. Esa claraboya no tenía barrotes: seguramente los arquitectos de la prisión habían pensado que ninguna presa iba a poder llegar a ella, por lo menos sin una escalera de mano. Pero Caxton había registrado la enfermería palmo a palmo y no había logrado encontrar ninguna.
Iban a tener que conformarse con la cuerda. Caxton esperaba que fuera capaz de aguantar su peso.
—Busca algo pequeño pero pesado que nos sirva de contrapeso —le pidió Caxton, mientras desenrollaba su improvisada cuerda. Gert regresó con una cuña metálica—. No está mal —dijo Caxton.
La cuña tenía un agujero a un lado, tal vez para vaciarla o conectarla a un catéter. Caxton metió el extremo de la cuerda por el agujero y le hizo un nudo.
Entonces levantó la vista y buscó la claraboya que le quedaba más cerca. Junto a ésta había una gruesa tubería y un cuadro de electricidad. Caxton soltó algo de cuerda, la hizo girar un par de veces, apuntó a la tubería y la lanzó.
La cuña pasó entre las lámparas y golpeó la tubería. Gert se apartó de un brinco para evitar que la cuña le cayera encima.
Caxton no esperaba lograrlo a la primera. Así pues, retrocedió un paso, recogió algo de cuerda y volvió a intentarlo. En esta ocasión, la cuña pasó por encima de la tubería… y quedó encajada entre ésta y el techo.
Gert empezó a aplaudir, pero Caxton sacudió la cabeza y tiró de la cuerda con fuerza. La cuña se soltó y cayó encima de una de las camas, rebotó y repiqueteó contra el suelo.
—A la tercera va la vencida —prometió Caxton, que recogió la cuerda, la hizo oscilar y la lanzó. Esta vez la cuña quedó bien encajada entre el espacio que quedaba entre la tubería y el techo. Caxton se agarró al otro extremo de la cuerda y empezó a trepar.
Las hebillas chirriaron y el nailon crujió, pero el invento aguantó. Era incluso mejor que una cuerda de verdad, porque tenía lugares donde asirse con las manos y los pies cada pocos centímetros. Caxton tuvo una sensación fantástica cuando finalmente llegó a la tubería y pasó un brazo por encima. Entonces encontró un punto de apoyo, se balanceó y golpeó la claraboya. Era de un plástico transparente, que estaba sucio y dañado por el sol, y se agrietó a la primera patada, aun cuando Caxton iba descalza. Se balanceó por segunda vez y la arrancó con marco y todo. El camino al tejado estaba despejado.
—Es tu turno, Gert —gritó—. Es muy fácil, ya lo verás. Porque sabes trepar por una cuerda, ¿verdad?
No obtuvo respuesta. Caxton bajó la mirada, pero no vio a Gert en la sala.
—¡Gert! —gritó—. ¡Gert, o vienes aquí ahora mismo o me largo sin ti!
Al oír eso, Gert salió corriendo de la enfermería y miró a Caxton con ojos de cordero degollado, como si no hubiera roto un plato en su vida.
Caxton ya no podía hacer nada. Le contó a su compañera de celda cómo debía trepar por la cuerda y esperó a que llegara hasta arriba.