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Llevaron a Caxton a través de los corredores del correccional al trote. La habían envuelto en una gruesa manta que le cubría la nariz y la boca, y que le dificultaba la respiración. No veía dónde estaba, y menos aún adónde la conducían. Finalmente la metieron en una sala pequeña con eco y la arrojaron al suelo. A su alrededor había varios agentes de prisiones ataviados con uniformes antidisturbios y con pistolas eléctricas, preparados para que se echara contra ellos y los atacara en cuanto los viera. Cuando se dieron cuenta de que no iba a hacerlo, salieron de la sala y en su lugar entraron dos mujeres del cuerpo de prisiones con chalecos antipunzón.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Caxton, que miró a su alrededor y vio que estaba en una sala embaldosada con unos deprimentes azulejos blancos. Había una gran bañera de acero en un rincón y lo que parecía instrumental médico colgando de la pared opuesta.

—Desnúdese —le ordenó una de las dos celadoras. Era corpulenta y llevaba gafas de protección. Estaba apoyada en una mesa de plástico y miraba por la ventana. La otra celadora, que tenía un labio leporino, no le quitaba los ojos de encima a Caxton. Ni siquiera pestañeaba.

Caxton sabía lo que sucedería a continuación; había sido policía en su vida anterior. Con algunos prisioneros no había forma de saber cómo iban a actuar, de modo que en primer lugar te asegurabas de limitar sus opciones. Comprendió que no le iban a permitir que formulara ninguna pregunta y que, si no obedecía sin rechistar a las órdenes de la celadora, los guardias armados con pistolas eléctricas volverían a entrar en la sala y la obligarían a obedecer. Caxton clavó la mirada en el suelo y desabrochó el cierre de velcro que cerraba su mono por delante.

—Todo. Fuera —dijo la celadora corpulenta mientras se miraba fijamente las uñas.

Caxton se quitó las zapatillas, las bragas y el sujetador. En la sala hacía mucho frío. Laura hizo el gesto de abrazarse instintivamente, pero la agente del labio leporino dio un paso hacia ella, la agarró por la muñeca y la obligó a bajar los brazos.

—No toque nada y mantenga las manos donde podamos verlas —le dijo la celadora corpulenta—. Ahora vamos a cachearla. No se mueva, no respire y no oponga resistencia.

La del labio leporino se puso unos guantes de goma y pasó los dedos por el pelo de Caxton. Luego se sacó una linterna del bolsillo y le inspeccionó la boca y las orejas. Levantó los brazos de Caxton para inspeccionarle las axilas y le pidió que se levantara los pechos para asegurarse que no tuviera nada debajo.

—Dese la vuelta —le ordenó la celadora corpulenta en cuanto hubo terminado—. Tiéndase encima de la mesa. Ahora separe las nalgas. Más.

Caxton apretó los dientes. La del labio leporino se agachó para tener una perspectiva mejor.

—Levántese. Dese la vuelta otra vez y abra la vagina.

Caxton cerró los ojos con fuerza, avergonzada, pero hizo lo que le pedían. Sabía que legalmente tenían derecho a esposarla y a hacerlo ellas mismas si ella se negaba a cooperar. Cuando abrió los ojos, vio que la del labio leporino le inspeccionaba la entrepierna.

—¿Qué, te está gustando, bollera? ¿Te lo estás pasando bien? —susurró la del labio leporino.

Caxton no respondió.

—Está limpia —dijo la celadora corpulenta—. Venga, prisionera, ya puede volver a ponerse la ropa interior. —Entonces cogió el mono de Caxton y se lo guardó bajo el brazo—. Esto lo examinaremos por separado —añadió antes de salir de la sala.

La del labio leporino se acercó a la puerta y se apoyó en el marco, con las botas ligeramente separadas y las manos en la espalda.

Caxton volvió a ponerse el sujetador y las bragas, y se quedó allí de pie, esperando acontecimientos. No había dónde sentarse, a excepción del borde de la bañera, que, a juzgar por su aspecto, debía de estar muy frío. Decidió clavar la vista en el suelo, pues por nada del mundo deseaba provocar a la del labio leporino mirándola a los ojos.

Al rato llamaron a la puerta y otra mujer entró en la sala. Era mayor que las funcionarias de prisiones que Caxton había visto hasta entonces, tendría cincuenta y cinco o incluso sesenta años. Iba vestida con una chaqueta de estilo conservador, una falda hasta las rodillas y un chaleco antipunzón. Llevaba una silla plegable, metálica, y una BlackBerry, en la que escribía con el pulgar incluso mientras abría la silla.

Durante un momento no pasó nada. La recién llegada no habló y a Caxton no le pareció apropiado iniciar una conversación. La mujer terminó de escribir con los pulgares algo que parecía requerir toda su atención.

Finalmente, sin levantar la vista, dijo:

—Me parece que tenemos un problema.

Caxton se rascó la nariz y la del labio leporino se inclinó hacia delante, mirándola fijamente.

—No me gusta que las chicas no se lleven bien —dijo la mujer de la BlackBerry—. Eso nos pone las cosas más difíciles. Comprenderá que ahora debo encontrar una forma de restablecer la paz. Por ello vamos a trasladarla a un alojamiento especial. La decisión es de aplicación inmediata.

Caxton levantó la mirada. Aquello eran muy malas noticias.

—¿Cómo? Pero si…

—En este centro tenemos una tolerancia cero en cuanto a navajazos —dijo la mujer, que seguía jugando con su aparatito. Algo en la pantalla la hizo sonreír.

—Me he limitado a actuar en defensa propia —dijo Caxton—. El arma ni siquiera era mía.

—No me diga… Tengo a tres internas en la enfermería en estos momentos. Una tiene quemaduras de segundo grado en la cara y en el pecho. Otra tiene la nariz rota y tendremos que volver a rompérsela para ponérsela en su sitio. Y la tercera podría perder un ojo. —Entonces levantó los ojos y miró a Caxton—. Usted tiene una contusión en la muñeca —dijo antes de volver a centrarse en su correo—. Dígame, ¿a quién cree que deberíamos vigilar con mayor atención? Hay dos tipos de mujer en esta institución. Por un lado están las que quieren cumplir su condena, trabajar para salir antes y marcharse a casa. Por otro, están las que apuñalan a las demás porque se aburren. Mi trabajo consiste en dividir a los dos grupos. Hoy se ha presentado usted voluntaria para engrosar las filas del segundo y no me importa lo más mínimo quién haya empezado. Además, usted es una prisionera de alto riesgo y debería estar ya en custodia preventiva. Está todo decidido. Pasará el resto de su sentencia en estado de segregación administrativa. ¿Tiene algún problema al respecto?

Caxton se mordió el labio y meditó cómo debía responder a esa pregunta.

Las prisioneras que se quejaban de las condiciones de vida en Marcy terminaban lamentándolo inevitablemente. Si te quejabas, quería decir que te negabas a cooperar con el personal. Al no demostrar una «buena actitud», pasaba más tiempo antes de que te permitieran comparecer ante la junta que tenía la facultad de concederte la condicional y, en definitiva, tardabas más en volver a salir a la calle. Por todo ello, las internas de Marcy, en general, preferían no manifestar sus quejas.

Por otro lado, la sección de segregación administrativa era el peor lugar de la cárcel. Allí encerraban a las mujeres realmente violentas, junto con las que estaban demasiado locas para moverse libremente y las que corrían un riesgo excesivo de morir en manos de sus compañeras de prisión, de modo que debían permanecer las veinticuatro horas del día bajo vigilancia. La segregación administrativa era más que un régimen de máxima seguridad. Significaba tener que renunciar a cualquier privilegio, a la intimidad y a la menor ilusión de libertad.

Si Caxton tenía que pasar cinco años en segregación administrativa lo más seguro era que terminara por volverse loca. Tenía que decir algo, lo que fuera, que le permitiera eludir ese destino.

—Deseo hablar con un superior acerca de esto —dijo—. Deseo recurrir su decisión.

La mujer dejó de presionar botones con los pulgares. Entonces, con gesto lento, dejó la BlackBerry encima de la mesa y le tendió una mano.

—Augie Bellows —dijo—. Soy la directora de la prisión.

«Mierda», pensó Caxton. Acababa de cometer un grave error, pero de todos modos tenía que intentarlo.

—Debe saber que cuando no me atacan soy una interna ejemplar. Tengo un pasado como agente de la ley y…

—Sé exactamente quién es usted —la interrumpió la directora con una sonrisa radiante—. Y usted sabrá que no debe esperar ningún trato especial por haber sido policía. De hecho, y para serle sincera, debo decirle que muchos de los miembros del personal creemos que los policías corruptos son los peores internos posibles. La sociedad confió en usted para que distinguiera entre el bien y el mal y, aun así, actuó de forma incorrecta. ¿Cómo vamos a tomarnos en serio cualquier cosa que pueda decir?

—Si le echa un vistazo a mi expediente, verá que siempre he cooperado al máximo. Nunca he iniciado ningún conflicto y he hecho lo que me han pedido en todo momento —dijo Caxton.

Bellows se encogió de hombros como diciendo que eso no importaba, que no iba a servirle de nada.

—Nos encargaremos de trasladar sus cosas, no hace falta que recoja nada. Naturalmente, la segregación administrativa impone severas restricciones sobre la posesión de objetos personales, de modo que la mayoría de sus pertenencias le serán confiscadas. De todos modos no va a necesitar ni cosméticos ni productos para el pelo mientras esté en el alojamiento especial. Si todo va como espero, no vamos a volver a vernos hasta que llegue el momento de mandarla a casa. Yo de usted haría todo lo que estuviera en su poder para que así fuera.

—¿Me está haciendo esto porque fui policía o porque soy lesbiana? —preguntó Caxton.

La directora le dirigió una mirada larga e inquisitiva.

—Lo hago porque se interpone usted en mi camino, nada más. Usted es un pequeño obstáculo en el camino de mi vida.

Entonces se levantó, cogió la silla plegable, se acercó a la puerta y llamó. La puerta se abrió y la mujer salió sin decir una palabra más. No había vuelta atrás: acababan de sentenciar a Caxton a pasar el tiempo de condena que le quedaba en el peor infierno que la institución penitenciaria podía brindarle y no podía hacer nada. Notó como si unas puertas invisibles se fueran cerrando a su alrededor.

—Espere aquí —dijo la del labio leporino—. No se mueva. Alguien la vendrá a buscar en breve.

Caxton hizo lo que le ordenaron.

Sin embargo…

La directora Bellows se había olvidado la BlackBerry encima de la mesa.

Caxton había sido policía y los policías son entrometidos por naturaleza. No podían evitarlo, eso era lo que les permitía resolver crímenes y, a veces, conservar la vida. Por ello se sintió empujada a echarle un vistazo al aparatito. Le faltaba muy poco para poder ver la pantalla desde donde estaba. Dio un pasito lateral hacia la mesa.

La del labio leporino se echó hacia delante como un perro atado a una cadena.

Caxton levantó los brazos en gesto de rendición, pero dio otro paso hacia la mesa. Al ver que nadie irrumpía en la sala para reducirla a golpes, se detuvo y bajó la mirada. En la pantalla de la BlackBerry había un fragmento de conversación de un chat. La directora Bellows debía de haber estado chateando con alguien mientras condenaba a Caxton a su nueva situación. En realidad, a Caxton los asuntos privados de la directora de la cárcel la traían al pairo, pero una de las conversaciones le llamó poderosamente la atención.

ABell: Parece una eternidad. Me muero de ganas de empezar.

DamaNoctis: A fe que ya no puede tardar. Os conmino a tener paciencia. La espera tendrá su recompensa.

ABell: Eso espero. Me arriesgo a…

Eso fue todo lo que logró leer antes de que la del labio leporino cruzara la sala y cogiera la BlackBerry de encima de la mesa.

—¡Atrás, zorra, o te jodo bien jodida! —le gritó en la cara, y le dio un golpe que la hizo caer de espaldas al suelo.

Unos minutos más tarde, un grupo de funcionarias de prisiones la acompañaron a su nueva celda. Por lo menos le dieron un mono nuevo para que no tuviera que ir en ropa interior.