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Franklin se quitó las gafas de sol. Alrededor de los ojos, la piel había desaparecido ya casi por completo, desollada por sus propias uñas. Si hasta entonces Clara albergaba aún alguna duda, ahora estaba convencida: era un siervo. Malvern debía haberle ordenado que no se destrozara la cara para poder pasar desapercibido entre las personas vivas de la prisión. El engendro había hecho lo que había podido, pero no había logrado evitar arrancarse la piel en jirones.

El siervo amordazó a Clara y le sujetó las manos a la espalda con unas esposas de plástico que se le clavaron en las muñecas. A continuación la dejó tranquila. Nadie la golpeó, ni la apuñaló.

Nadie se bebió su sangre.

Malvern se ventiló a la segunda prisionera en un santiamén y su sangre produjo en ella un efecto espectacular.

La piel empezó a cubrirle de nuevo el boquete de la frente y sus manos ya no parecían un puñado de ramitas contrahechas; seguían siendo un amasijo de nudillos hinchados y uñas rotas, pero los pulgares estaban claramente más mullidos. También su tez se aclaró y abandonó aquel tono amarillento para adquirir la clásica palidez enfermiza de los vampiros.

Lo que nunca iba a regenerarse era el ojo que le faltaba, naturalmente. Las heridas que un vampiro había sufrido antes de su muerte no sanaban nunca, por mucha sangre que bebiera. Sin embargo, el ojo que aún conservaba había empezado a perder el aspecto turbio que tenía hacía un rato y en lo más profundo de su mirada parecía brillar un ascua roja, aún débil.

¿Cuántas víctimas serían necesarias antes de que recuperase toda su fuerza? ¿Hasta que fuera tan poderosa como las máquinas mortíferas y sedientas de sangre a las que Laura se había enfrentado durante tanto tiempo? Aunque tampoco entonces duraría. Un vampiro tan viejo como Malvern necesitaba una ingesta constante de sangre para mantener ese nivel de energía. Probablemente después de irrumpir en la reunión de Tupperware, o tras el asalto del bar de carretera, su cuerpo había experimentado la misma transformación que Clara presenciaba en aquellos momentos, pero luego se había consumido de nuevo, casi al instante. Sin embargo, aquel lugar ofrecía la promesa de más sangre. Clara comprendió que las pocas víctimas que se habían producido hasta el momento no eran más que las primeras de una larga lista. Ahora que había conseguido el control de la prisión, Malvern iba a poder alimentar su sed de sangre durante mucho tiempo. Mientras estuviera allí, no le iban a faltar cuerpos que dejar secos.

Clara miró fijamente a la directora, que le devolvió la mirada sin atisbo de culpa en los ojos.

—Si quiere que me sienta mal por esas dos, puede ahorrarse las energías —dijo la mujer, que había interpretado correctamente la expresión de Clara—. A ésta —dijo al tiempo que le pegaba un puntapié al cadáver de la rubita— la condenaron por CSAI.

Clara se estremeció. CSAI significaba «conducta sexual anormal e indecente»; era el nombre que los tribunales daban al crimen que en otra época se conocía como sodomía y que incluía un amplio abanico de delitos, ninguno de ellos agradable.

—Si le interesa saberlo, le diré que violó a su hermana pequeña con un cepillo de pelo. La otra llevaba entrando y saliendo de mi prisión desde que cumplió los dieciocho años. Cada vez que la soltábamos, acudía directamente a su camello y se prostituía para pagarse la dosis. Siempre terminaba de nuevo aquí sin saber ni cómo. Un auténtico desperdicio humano. Era el tipo de reincidente que no tiene interés alguno por rehabilitarse. Su muerte no me va a quitar ni un minuto de sueño.

Malvern, que seguía agachada junto a su segunda víctima, se levantó lentamente.

—Ya basta de moralizar. ¿Qué me dice de los funcionarios que no merecen su confianza?

La directora miró a Malvern con expresión de reverencia absoluta.

—Sus siervos se han pasado el día matando a los guardias en quienes no confío y reemplazándolos. Los demás podrían tomarse mal la situación, por lo que estamos trasladándolos a las celdas. Los encerraremos ahí y, llegado el momento, les plantearemos la misma alternativa que al resto de las prisioneras.

—Muy bien. ¿Y qué me dice de las autoridades de fuera de la prisión?

La directora levantó su BlackBerry.

—He estado en contacto con el departamento de policía local y con la oficina regional de la policía estatal. Les he dicho que habíamos tenido un pequeño motín pero que ya lo habíamos sofocado y que no necesitábamos ningún tipo de ayuda. Con eso nos aseguramos de que nadie se acerque a quince kilómetros de la prisión hasta que yo dé el aviso de que todo está bajo control. Disponemos de aproximadamente veinticuatro horas antes de que empiecen a hacer preguntas o que sospechen lo que sucede realmente. Durante las situaciones de emergencia, se cortan todas las líneas telefónicas que salen de la prisión excepto mi línea privada. Estamos en una situación de bloqueo total y, por lo tanto, tenemos el control absoluto del centro.

—Muy bien —dijo Malvern.

Clara intentó prestar atención a lo que estaban diciendo, pues sabía que era importante que entendiera la situación en la que se veía envuelta. Sin embargo, sus ojos se negaban a fijarse en la vampira o en la directora, y volvían una y otra vez hacia los cuerpos desangrados que yacían ante ella, encima de la alfombra.

Malvern siguió su mirada.

—¿Está pensando que será usted la siguiente, Clara? —le preguntó.

Clara estaba amordazada y, por lo tanto, no podía responder. Pero puso unos ojos como platos. La habían obligado a presenciar cómo Malvern se atracaba de sangre una y otra vez, y ahora notaba cómo el sudor le caía por la frente y se le metía en los ojos. Sudaba de miedo.

—Ah, pero usted es muy diferente a estos cuerpos —le dijo Malvern con voz vagamente amable—. Usted tiene algo que la hace diferente, especial. ¿Sabe de qué se trata?

La vampira esperó pacientemente, como aguardando a que Clara respondiera.

Clara sacudió la cabeza de un lado a otro.

Malvern se acercó a ella, hasta quedar tan cerca de su cara que la podría haber besado. Su piel desprendía un frío tan antinatural y tan… tan… aberrante que notó que se le ponía piel de gallina.

—A usted la aman —le susurró Malvern al oído.

Clara gimió de miedo, pues comprendió perfectamente a qué se refería Malvern. Su garganta intentó emitir la palabra, pero los labios no respondieron: Laura.

Malvern asintió como si hubiera oído a Clara.

—Ella acudirá a su rescate y para ello salvará los peligros y las distancias que haga falta. Ahora mismo está escondida tras una puerta infranqueable, lejos de mi alcance. Y, sin embargo, ¿cuánto tiempo cree que tardará en acudir en cuanto sepa que usted está en peligro?

Malvern sonrió. Cuando un vampiro sonríe, la visión no es nada agradable: los dientes parecen salir proyectados, como si hubieran crecido unos centímetros más, como si hubiera más. La sonrisa de Malvern era capaz de helar la sangre a cualquiera.

La vampira se alejó y cruzó la sala casi bailando. Aquel estado no iba a durar, pero por un momento su piel tenía un tono casi rosado, casi arrebolado por la sangre.

—Que alguien le quite la mordaza. Quiero hablar con ella.

Un siervo se colocó detrás de Clara y le quitó la mordaza.

—Laura es demasiado lista para eso —dijo Clara de pronto—. No caerá en su trampa. Además, hoy he roto con ella. Lo más probable es que en este momento me odie y desee mi muerte.

Malvern miró a la directora, que dijo que no con la cabeza.

—He escuchado toda su conversación y se han pasado la mayor parte del tiempo hablando de usted, señorita Malvern. En ningún momento han dicho nada sobre romper.

Malvern sonrió de nuevo, pero en esta ocasión no era una sonrisa de maníaca, sino más bien una sonrisa astuta, lasciva.

—Es usted muy valiente, pero permítame que insista: he planeado esta trama hasta el último detalle. Incluso me tomé la molestia de hacerla coincidir con el único momento en todo el mes en que las dos podían estar juntas, aquí. Tenga fe en mí, pequeña: soy bastante más lista que usted.

Clara se mordió la lengua antes de volver a tomar la palabra. No quería contarle accidentalmente algo a Malvern que pudiera resultarle útil. De hecho, pensó, lo que tenía que hacer era reconducir la conversación para que fuera la vampira quien le contara algo que ella no supiera.

—Pero ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Me está diciendo que ha tomado la prisión tan sólo para cazar a Laura?

Malvern se encogió de hombros casi alegremente.

—Le aseguro que me agradaría enormemente que la vida fuera tan simple. No, pequeña. Esta cárcel puede ofrecerme muchas más cosas. ¡Pero fíjese, si parezco ya una flor en un invernadero!

—Pero no va a durar. Ha matado a todos esos guardias y se ha bebido su sangre, pero ¿qué sucederá mañana por la noche? Va a entrarle el hambre otra vez. Además, su presencia aquí no hará más que atraer la atención hacia usted. Por la mañana, la policía tendrá la cárcel rodeada y estará preparada para cargarse a cualquiera que asome por una puerta. Puede que se haya pegado un buen festín, pero será el último.

Malvern tenía la cabeza inclinada, como si estuviera sopesando las palabras de Clara. Entonces volvió a levantarla y miró a través de la ventana, hacia las estrellas que asomaban por encima del muro del patio.

—Cuando fui una criatura mortal como usted tuve una profesión, regentaba una casa de juego. Se trataba de un salón bastante agradable en Manchester, donde los hombres jugaban al pitch y al faro, juegos de cartas. Siempre me olvido de que ya nadie juega al faro… También jugaban al whist según las normas de Hoyle. ¿Siguen los hombres jugando al whist cuando se sienten afortunados?

—Sólo los muy viejos —respondió Clara.

Malvern soltó una sonrisita.

—Pues el whist estaba muy de moda en 1712. Se trata de un juego que se desarrolla en silencio, donde toda la estrategia se concentra en los ojos. Por ello no se consideraba un juego apropiado para las mujeres, a quienes se creía incapaces de pasar tanto tiempo sin chismorrear. —Malvern dirigió una mirada maliciosa a Clara—. Pero ¡cómo se entregaban los hombres al juego! Pasaban horas sentados, en silencio, como si en todo el universo no hubiera nada más importante que la partida, todos los jugadores esperaban el mejor momento para hacer una apuesta y recurrían a sus trucos para…

—Disculpe —la interrumpió Clara—, le pido perdón, pero ¿qué coño tiene eso que ver con esto?

Malvern estaba junto a la ventana, pero en un abrir y cerrar de ojos se acercó a Clara y le apoyó la huesuda barbilla en el hombro. Clara nunca había visto a ningún ser humano moverse tan rápido. De hecho, nunca había visto a ningún vampiro moverse tan rápido.

—Lo que quiero decir, querida, es que las opciones de ganar pueden crecer o disminuir, las apuestas pueden ir al alza o a la baja, pero nunca se puede saber el resultado final hasta haber jugado la última carta. No me descarte todavía, no hasta que su amante sostenga en la mano mi corazón, desgarrado, y calcinado. Porque como todas las mujeres que prueban su suerte en el juego, es posible que tenga un as escondido en la manga.