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En el rellano de las escaleras que conducían al hub había otra vela. Su luz titilante iluminaba la puerta que daba acceso a la planta inferior de la torre de control, una puerta normal y corriente pintada de blanco y con un pomo de aluminio. Lo único que tenía que hacer Caxton era girar ese pomo y entrar.
No le gustaba meterse en una situación sin saber con qué iba a encontrarse, no era ésa la forma de afrontar momentos como aquél. Y, sin embargo, no tenía elección. No si quería salvar a Clara. No si quería matar finalmente a Malvern y terminar con los vampiros para siempre. Comprobó una vez más que su escopeta estuviera cargada y se aseguró de tener el cargador lleno de balas de goma. Entonces alargó la mano y cogió el pomo.
Dudó un instante.
Sabía que la directora había mandado a la mayor parte de los engendros ahí abajo. Hasta el momento tan sólo se había tenido que enfrentar a un puñado de ellos, siempre había podido contar con el elemento sorpresa y, además, siempre había tenido a Gert protegiéndole las espaldas.
Laura Caxton no era inmortal y, desde luego, no era invulnerable. En numerosas ocasiones, durante las escaramuzas con los vampiros y sus siervos, había terminado herida. Sabía que bastaba un cuchillo para matar a un ser humano; entrar en el hub y enfrentarse a un ejército entero de abominables seres sin rostro era poco menos que buscar la propia muerte. Caxton tenía sus límites, y se había topado con ellos.
Volvió a coger el pomo.
Y entonces lo giró, abrió la puerta y cruzó el umbral.
Ya dentro, lo primero que vio fue un engendro que la miraba de hito en hito, sorprendido de ver a alguien cruzando esa puerta. Iba vestido con un mono de color naranja y llevaba un largo cuchillo pegado al pecho. Tenía el rostro despellejado y la piel de las mejillas y la barbilla le colgaba hecha jirones. Caxton levantó la escopeta y le disparó una bala de goma contra el pecho, que le impactó cerca de la garganta.
El engendro soltó el cuchillo, cayó de rodillas y se llevó las manos a la herida. Soltó un chillido, un lamento agudísimo y horrible que hizo que a Caxton le dolieran los oídos.
Lo segundo que vio fue a un grupo de seis siervos en el centro de la sala, acurrucados alrededor de un cubo de basura metálico lleno de papeles ardiendo. Al oír el grito levantaron la cabeza y se volvieron para ver qué sucedía.
Todos llevaban cuchillos. No pertenecían al personal de cocina, no iban armados con cucharones y rodillos. Esos engendros eran soldados del ejército de no muertos de Malvern. Eran siervos nuevos, sus cuerpos seguían básicamente intactos y algunos incluso tenían el rostro aún pegado al cráneo. Uno a uno, los cuchillos fueron levantándose. Uno a uno, se fueron apartando del cubo de la basura y se lanzaron contra ella.
Caxton fue a por ellos, consciente de que en una pelea con cuchillos la única defensa posible consistía en colocarse dentro del alcance de tu adversario. Descartó la escopeta, vacía e inútil, y empuñó la porra con una mano y el cuchillo de caza de Gert con la otra.
Un cuchillo del pan, enorme y con una amenazante sierra, se le acercó a la cara atravesando el aire con un silbido. Caxton se agachó justo a tiempo y hundió su cuchillo en el primer objetivo que encontró: el brazo que empuñaba el cuchillo del pan. El siervo al que pertenecía gritó y retrocedió de un salto.
Otro engendro la atacó por el flanco derecho. Caxton hizo girar la porra y la agarró por el otro extremo. Se trataba de una porra extensible y hueca, diseñada para provocar dolor más que para romper huesos. El mango de goma era la única parte maciza de su construcción. Lo hundió en el demacrado rostro de uno de los engendros y a continuación le propinó un rodillazo en la entrepierna y lo hizo caer de espaldas.
Un cuchillo le rozó la nuca y le rasgó la piel. Caxton soltó un grito de dolor. Se movía demasiado rápido para que los siervos pudieran atacarla con precisión, pero podía terminar sucumbiendo a pequeñas heridas como aquélla en un momento: si empezaba a perder sangre, si dejaba que esos pequeños cortes empezaran a afectarla, sus gestos se ralentizarían y quedaría a la merced de los engendros. Echó la cabeza hacia atrás, se quitó el cuchillo de encima, y a continuación le clavó su cuchillo de caza en la oreja al engendro que tenía a sus espaldas.
Aquellas criaturas no morían como los seres humanos. De hecho ya estaban muertas, de modo que no podías reducirlas a base de electrochoques, ni aturdirlas golpeándoles la frente con fuerza. No necesitaban respirar, de modo que el gas lacrimógeno y el spray de pimienta tenían en ellos un efecto mínimo. El vampiro que los había matado ya les había chupado toda la sangre, de modo que en su cuerpo no quedaba una sola gota que derramar. Pero eran débiles, cobardes y sentían dolor. Si les infligías el daño suficiente se derrumbaban, se marchaban corriendo para poder lamerse las heridas o caían al suelo desmembrados. Sus partes seguían moviéndose, pero uno podía ignorarlas sin mayores problemas.
Era una labor horrible, de carnicero. Y, no obstante, la suya era una existencia antinatural, abominable. Caxton se dijo que, en realidad, les estaba haciendo un favor cortándolos en pedazos y devolviéndolos al reino de los muertos.
Ante ella apareció otro cuchillo. Caxton se volvió a gran velocidad, dejó caer la porra y golpeó la muñeca que lo sostenía, que dejó caer el arma. Entonces viró, esquivó otro ataque y descargó la porra contra los ojos del engendro, que quedó cegado al instante.
Pero no paraban de lanzarse contra ella. ¿No había acabado ya con los seis? Había perdido la cuenta. Oyó que unos pasos corrían hacia ella: los refuerzos. Por lo menos tenía que conseguir pegar la espalda a una pared o los engendros lograrían rodearla. Y si eso sucedía, todo habría terminado. Los ataques de los siervos eran lentos e imprecisos, pero ella tan sólo tenía dos manos, de modo que sólo podía repeler dos ataques a la vez.
Levantó la cabeza y miró a su alrededor, pero antes de que llegara a ver nada útil un cuchillo penetró en su chaleco antipunzón.
Los chalecos estaban diseñados específicamente para el tipo de ataques a los que los funcionarios de prisiones estaban expuestos en su ámbito de trabajo. Eran muy eficientes contra ataques de armas improvisadas: cepillos de dientes afilados, cucharas aplastadas o, en el peor de los casos, martillos para romper hielo. También detenían la mayoría de los cuchillos del mercado, aunque por «detener» los fabricantes entendían «permitir que la hoja penetre no más de medio centímetro». Aquello era suficiente para evitar heridas mortales de necesidad, pero dejaba la puerta abierta a todo tipo de heridas de consideración.
Caxton contuvo el aliento e intentó no vomitar. La punta del cuchillo se le había clavado en la riñonada, a la izquierda de la columna vertebral, le había atravesado la piel y la grasa subcutánea e incluso le había alcanzado las primeras capas de músculo. Caxton notó que algo en su espalda cedía y se tambaleó.
No se detuvo para pensar. Su primera reacción fue rugir y cargar de espaldas. Eso hizo que el cuchillo penetrara más en su piel, pero le sirvió para derribar al engendro y obligarlo a soltar el arma. Siguió avanzando con suficiente empuje como para derribar a todos los engendros que habían intentado sorprenderla, y no se detuvo hasta que su espalda chocó contra una pared de hormigón. Sudaba y jadeaba, pero de momento había logrado zafarse de aquel puñado de cabrones asesinos.
Los engendros necesitaron un instante para reagruparse antes de volver a atacar. Caxton aprovechó aquella pausa para agarrar sus dos armas con más fuerza y apretó los dientes para no gritar de dolor.
Entonces los siervos le cayeron encima como un muro. No tuvo tiempo de contarlos, no tuvo tiempo de fijarse en qué armas llevaban, ni dónde las llevaban, ni qué aspecto tenían. A veces, en momentos como aquél, con la muerte pisándole los talones, el tiempo se ralentizaba.
Pero a veces no lo hacía. Caxton levantó sus armas delante del pecho, lista para repeler el primer ataque. Entonces un sonido atronador inundó la sala y los engendros empezaron a caer como moscas.
Un rostro devastado estalló en una nube roja. Un brazo salió despedido y rebotó contra la pared, junto al lugar donde se encontraba Caxton. Algunos de los engendros cayeron al suelo como sacos, y unos pocos lograron huir corriendo.
En cuanto todos hubieron desaparecido y la sala ante ella quedó despejada, Caxton comprendió lo que había sucedido. Apenas tuvo tiempo a soltar un taco antes de que volviera a empezar.
Había un nido de ametralladoras instalado en el hub, un estrecho puesto de guardia que ocupaba el centro de la sala, con cañoneras en las paredes de hormigón. De una de ellas asomaba la boca humeante de una metralleta que la apuntaba de lleno. Sin aviso previo, la metralleta empezó a tronar y a escupir balas, cientos de balas por minuto.