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Los funcionarios habían estado ocupados mientras Caxton y Stimson se ejercitaban. Habían puesto una fotografía suya en la puerta, junto a la de Stimson. Debajo, donde se indicaba a los guardias que no proporcionaran ningún tipo de estimulante a Stimson, habían escrito: «Caxton tiene tendencias violentas. Utilicen protección antimordeduras y antipunzón».
Así pues, iba a pasar lo que le quedaba de condena en la UAE.
Pronto comprendió qué iba a significar aquello y cómo iba a cambiar su filosofía vital.
Por ejemplo: cuando no tenías nada, aprendías a apreciar las cosas pequeñas. Cuando no gozabas ni de libertad ni de derechos civiles, aprendías a valorar cualquier resto de dignidad o de esperanza que te permitieran tener.
Finalmente, una semana después de su llegada a la UAE, Caxton se dio su primera ducha. Incluso le permitieron disponer de una ducha para ella sola. Naturalmente, dos funcionarias la vigilaron durante todo el rato y tuvo que apañárselas para lavarse con los tobillos esposados, pero el agua caliente la hizo sentirse casi humana por primera vez desde que la trasladaran a su nueva celda. La ducha terminó demasiado pronto. Mientras se vestía le dijeron que tenía derecho a otro lujo: una sesión de terapia de una hora. Disponía de una cada seis semanas y, en esta ocasión, su número había salido agraciado.
—Tienes derecho a rechazar la terapia —le dijo un funcionario, pero Caxton no logró imaginar ningún motivo para hacerlo. Cualquier contacto con un ser humano que no fuera Stimson le parecía una bendición del cielo.
Sin embargo, pronto descubrió que la terapia que le ofrecían difería ligeramente de lo que había imaginado. La llevaron a una pequeña habitación adyacente a la UAE. Tenía las paredes acolchadas y olía a antiséptico. En la sala no había nadie aparte de Caxton y dos funcionarios de prisiones, pero en una de las paredes había un teléfono. Le dijeron que lo descolgara para hablar con uno de los miembros del equipo de psicoterapeutas de la prisión. Caxton descolgó el auricular y se dio cuenta de que el teléfono no tenía botones: estaba diseñado exclusivamente para desempeñar esa función y no permitía efectuar llamadas al exterior de la cárcel.
—Eeeh… ¿hola? —dijo, acercándose el auricular a la oreja.
—Hola. ¿Cómo se siente? —preguntó una amodorrada voz masculina al otro lado de la línea.
Caxton se pasó la lengua por los labios.
—Pues he estado mejor, la verdad.
El psicoterapeuta no dijo nada.
Caxton inclinó levemente la cabeza.
—Esto es muy duro, ¿sabe? Es muy duro acostumbrarse a esta rutina. Es como… eeeh… Pero es agradable poder hablar con una voz amable. Estando aquí dentro sólo tienes ocasión de hablar con personas que o bien te contestan a gritos, o bien están locas.
Caxton se ruborizó. Le costaba creer que se estuviera sincerando de aquella forma con un perfecto extraño al que ni siquiera podía ver. Sin embargo, aquella oportunidad de descargar sus problemas, aunque fuera de una forma tan aséptica, le afectó más de lo que habría podido prever.
—Echo de menos a mi novia —dijo. Dios, qué bien sentaba decirlo en voz alta. No se había atrevido a decírselo ni siquiera a Stimson—. Estoy bastante asustada. Me cuesta horrores dormir y la comida no sabe a nada, sabe a cartón. Creo… creo que todo esto me está costando incluso más de lo que estoy dispuesta a admitir. Creo que es posible que me esté volviendo…
—¿Está deprimida? —preguntó el terapeuta.
Caxton lo pensó un momento.
—Pues…
—La depresión no se manifiesta tan sólo en un estado de tristeza. Aquí dentro todo el mundo está triste. Pero ¿oye voces? ¿Dentro de su cabeza? ¿Voces que le dicen que haga cosas que no quiere hacer?
Caxton se puso tensa.
—No —dijo.
—Si oye voces o sufre alucinaciones, hágamelo saber. Puedo administrarle Thorazine. Y si cree que está deprimida, puedo administrarle Prozac. Es importante que no pase estas cosas por alto. Si empieza a tener tendencias suicidas debe advertir inmediatamente a un guardia. ¿Quiere el Prozac? Empezaremos con una dosis pequeña e iremos ajustándola según sea necesario.
—No, gracias —dijo Caxton y colgó el teléfono. La sesión de terapia había terminado.
Cuando no llovía, las internas de la UAE podían salir a hacer ejercicio al aire libre. Más o menos. Las hacían salir de las celdas en grupos de seis, con los tobillos esposados, y las obligaban a caminar manteniendo siempre una distancia de dos metros entre ellas. Las sacaban de la UAE a través de un estrecho pasillo que desembocaba en una puerta que daba a la luz del sol, al aire libre y a un pedazo de cielo azul.
Era lo más hermoso que Caxton había visto en toda su vida. El patio estaba dividido en sectores delimitados por una verja metálica tan espesa que Caxton no habría podido sacar la mano a través de ella. El patio de ejercicio de la UAE era una jaula de seis metros de ancho por quince de largo. Una gran alambrada formaba el techo y las cuatro paredes. En el suelo de hormigón de la jaula había un rectángulo rojo pintado y las internas tenían prohibido traspasar los límites del rectángulo, lo que les impedía acercarse a menos de dos metros de distancia de la verja.
Mientras no salieran del rectángulo podían hacer lo que les viniera en gana menos acercarse las unas a las otras y hablar entre ellas. En uno de los extremos de la jaula había incluso una hilera de esterillas de yoga, y algunas de las internas las utilizaban para hacer flexiones o estiramientos. Las demás se limitaban a pulular, procurando siempre no acercarse demasiado a las demás. Una de ellas, una grandullona con una cicatriz donde debería haber tenido la oreja izquierda, se dedicaba a hacerles la vida imposible a las demás: la tipa caminaba directamente hacia una de las otras presas hasta que la obligaba a retroceder. Los guardias no se cortaban un pelo a la hora de gritarles que mantuvieran la distancia de seguridad y se llevaban a la fuerza a cualquiera que traspasara esa frontera invisible; la expulsión suponía también perder el derecho a la hora de ejercicio el día siguiente. Sin embargo, no hacían nada para evitar que la grandullona sin oreja se dedicara a perseguir a las demás internas por todo el patio.
Cuando regresaron a la celda, Caxton le preguntó a Stimson por qué la grandullona hacía eso si tan sólo suponía una molestia para las demás.
—Es una presidiaria —respondió Stimson, como si eso lo explicara todo.
—Yo también lo soy. Y tú. Pero nosotras no nos dedicamos a dar por saco a las demás.
Stimson meneó la cabeza con impaciencia ante aquella nueva oportunidad de iniciar a su compañera de celda en los usos y costumbres de la prisión.
—No, verás… yo soy una interna. Y existe una diferencia. Las internas intentamos colaborar, queremos ser prisioneras ejemplares para que nos rebajen la pena por buen comportamiento. Las presidiarias, en cambio, saben que van a pasarse toda la vida entrando y saliendo de la cárcel, por lo que no tienen motivos para portarse bien. Además, si son malas, si son verdaderamente duras, pueden llevarse una reprimenda y eso para ellas es motivo de orgullo.
Caxton pensó en Guilty Jen, tan obsesionada con el respeto y con su reputación que incluso estaba dispuesta a matar por ello.
—Pues yo creo que prefiero ser una interna.
—¿Ah, sí? —dijo Stimson—. Y yo que te había encasillado como una tipa dura…
Caxton subió a su cama y se tendió en el colchón. Tenía que reflexionar acerca del significado de esas palabras.
Pero, como de costumbre, Stimson no tenía intención de dejarla tranquila.
—Te resulta bastante útil tenerme contigo, ¿verdad? —le preguntó, con un codo apoyado en la cama de Caxton y la barbilla encima del colchón—. Quiero decir, puedo contarte cosas que no sabías y ayudarte…
—Supongo que sí —respondió Caxton.
—Hemos conectado, ¿verdad? Cada día estamos más unidas. Eso es bueno. Como yo te soy útil a ti a lo mejor tú me podrás ser útil a mí. A lo mejor puedes protegerme, responder por mí si me meto en problemas. Así es como funciona esto, ¿no? Somos un equipo.
—Lo que tú digas —respondió Caxton.
—Voy a serte útil —dijo Stimson—. Tú espera y ya verás. Voy a ser tu perra. Así es como se le llama a tu mejor amiga aquí dentro. ¿Ves? Siempre te estoy contando cosas, te soy útil. Voy a ser la mejor amiga del mundo para ti. Y tú, tú puedes ser mi mamá. Si… si… si quieres, claro.
Caxton no soportaba mirar esos ojos tan rebosantes de confianza; le recordaban demasiado a los de los perros que solía rescatar. Apartó la cabeza. No era razonable pretender pasar veintitrés horas en una celda con Stimson y no hablar o interactuar con ella. Pero lo último que quería era incitar a Stimson. Y no eran amigas. Caxton era incapaz de imaginar que algún día pudiera ser amiga de aquella drogata obsesa de los bebés. Desde el momento en que saliera de Marcy, no volvería a pensar en Stimson nunca más y no era justo fingir lo contrario.
—No voy a estar demasiado tiempo aquí —dijo, intentando no sonar demasiado borde—. A lo mejor tu próxima compañera de celda puede ser tu mamá.
—Oye, tampoco hace falta que te pongas así —dijo Stimson, que se tendió en el suelo—. Joder, no he dicho que vaya a comerte el coño ni nada así.
—Vale —dijo Caxton—. Me alegro.