19
—Quítese la chaqueta —dijo la directora de la prisión apuntando a Clara al estómago con una pistola.
Clara no protestó. Se quitó la chaqueta y la depositó doblada en el respaldo de una silla de madera. La directora le hizo un gesto a Franklin, que se acercó a Clara y le colocó una muñequera de nailon a la altura del bíceps. Una correa la mantenía sujeta al brazo. Franklin le ajustó la correa con tanta fuerza que Clara notó una punzada de dolor, pero decidió no darle el gustazo de demostrárselo. La correa se cerraba con una llave especial que el guardia le lanzó a la directora de la prisión. Ésta la agarró al vuelo con la mano que le quedaba libre. Clara estudió la muñequera y se dio cuenta de que iba conectada a una cajita negra. De ésta salían unas pequeñas piezas metálicas que le atravesaban la manga de la camisa y se le clavaban en la piel.
—Se trata del último grito en armas de sumisión —le informó la directora—. Aún la estamos probando. De hecho, observamos que tenía unos efectos secundarios que no nos gustaron demasiado…
Se acercó a Clara y con un gesto violento blandió la pistola, que no impactó en la nariz de Clara por una fracción de centímetro. En un acto reflejo, ésta levantó un brazo para protegerse.
La caja negra del brazo soltó un pitido ensordecedor, y Clara gritó de dolor.
—La muñequera lleva un sensor de movimiento incorporado. Si hace algún gesto brusco, si intenta escapar o golpear a alguien, por ejemplo, sonará esa alarma de advertencia. La alarma dura un segundo. Si no deja de moverse inmediatamente, le soltará una descarga tan potente que le aturdirá todos los músculos del cuerpo.
Clara frunció el ceño.
—¿Y cuáles son los efectos secundarios?
La directora se encogió de hombros.
—Para empezar, quien recibe la descarga se caga encima. Pero no vamos a dejar que suceda eso, ¿verdad? Va a ser buena chica, se va a portar bien y no hará enfadar a la muñequera, ¿vale? Puede caminar, despacio, pero yo no me arriesgaría a rascarme la nariz con demasiado entusiasmo. Este aparato nos permitirá tenerte controlada sin estar todo el tiempo vigilándote —explicó la directora con una sonrisa—. Es mejor que tener que andar esposada y amordazada, o que la metamos en una celda, ¿no?
A Clara le dieron ganas de escupirle a la mujer a la cara.
—¿Por qué hace esto?
La directora la sorprendió con una respuesta franca.
—Porque tengo cáncer de colon.
—Vaya… lo siento —farfulló Clara, desconcertada.
Pero la directora hizo caso omiso de su compasión.
—Tardé demasiado en ir al hospital y ahora los médicos dicen que es inoperable. Puedo someterme a todo tipo de tratamientos, pero ninguno de ellos es una cura. Tengo un tumor maligno en mi interior que va creciendo día a día y que terminará por matarme. Puede tardar aún diez años o puede suceder mañana. —La directora se encogió de hombros—. No quiero morir. No es tan difícil de entender, ¿verdad? Por eso cuando Malvern se puso en contacto con varios miembros del personal del centro penitenciario, buscando a alguien a quien pudiera manipular, mi nombre apareció en el primer lugar de su lista. Tuve suerte.
—¿Suerte? —preguntó Clara, sorprendida.
—Si no me hubiera mostrado tan receptiva a sus propuestas, seguramente habría tratado de seducir a otra persona. Cualquiera del personal administrativo o incluso un funcionario más veterano habría satisfecho sus necesidades. Si no me hubiera elegido a mí, habría sido la primera persona en morir cuando Malvern tomó la prisión. El cáncer que crece en mi interior y que llevo tanto tiempo temiendo ha terminado convirtiéndose en mi billete de entrada a la vida eterna.
—¿Le ha ofrecido convertirla en vampira? ¿Y usted ha aceptado? Pero eso no es un tratamiento médico, sino una maldición. Vivirá eternamente, de acuerdo. Pero será como ella.
Las dos mujeres se volvieron a contemplar a Malvern, que hablaba con un siervo ante la puerta del despacho. Los hombros le sobresalían como dos navajas y su piel parecía papel barato.
—En unas horas tendrá mucho mejor aspecto —dijo la directora—. Además, ha tardado trescientos años en tener este aspecto. Malvern asegura que durante el primer siglo fue hermosa y más fuerte de lo que ningún cuerpo humano pueda soñar. Yo también voy a vivir un tiempo así, dure lo que dure. Aunque sólo viva cincuenta años más con plenitud de salud y de energías, habrá valido la pena. Seré más fuerte que ahora y tendré los sentidos más agudos. No le veo demasiados inconvenientes a la situación.
Clara frunció el ceño.
—Sólo tendrá que renunciar a su humanidad…
Pero la directora soltó una carcajada.
—A veces, ustedes, los policías, me dan risa. Las calles están llenas de drogas y de armas, y, para colmo, la mayor parte de las armas están en manos de los drogadictos. Y cuando la cosa se tuerce, porque siempre se tuerce, terminan aquí, conmigo. En este despacho he visto mujeres que estrangularon a sus abuelas para conseguir el dinero necesario para comprarse otra dosis. He visto a chicas jóvenes y guapas a las que se les pudren y se les caen los dientes porque no pueden dejar de fumar metanfetamina. Adolescentes que matan a sus bebés porque no paran de llorar. ¿Y usted me sale con la humanidad? Se la regalo.
Clara estaba horrorizada.
—Pero ¿cómo terminó haciendo este trabajo? ¿Por qué lo aceptó si ésa es su opinión? Una pensaría que si ha dedicado la vida a cuidar a prisioneras por lo menos intentaría creer en ellas…
Bellows puso los ojos en blanco.
—Un día yo también fui joven como usted y también albergué grandes ideas. Pero entonces vi la realidad. Hace ya años que no me considero una cuidadora. De hecho, mi trabajo ha dejado ya de consistir en eso. Antes hablábamos de rehabilitar a las prisioneras. Ése era el término que usábamos, nuestra justificación para mantenerlas encerradas en condiciones brutales. Ahora, el término que utilizamos es almacenaje. Ni esta cárcel ni las cárceles del mundo que se le parecen están pensadas para rehabilitar a los internos, sino para almacenarlos, como si fueran residuos tóxicos.
—Eso es horrible, no puedo aceptarlo —dijo Clara.
La directora se encogió de hombros.
—Lo acepte o no, yo me limito a exponer los hechos como son. A mí, como a la sociedad, me importa un bledo si Malvern se come a todos los deshechos humanos que tenemos encerrados en Marcy. Pero es que, además, a cada una de las mujeres de esta prisión también le dan lo mismo las demás. Se pasan la vida peleándose, se matan por hipotéticas y ridículas faltas de respeto. Y, desde luego, yo tampoco les importo lo más mínimo; no puedo andar por este edificio sin un chaleco antipunzón. ¿Por qué debería preocuparme por ellas? A mí tan sólo me preocupa mi persona y prolongar mi existencia. He desperdiciado mi vida, ahora lo veo. Sólo quiero una segunda oportunidad para hacer las cosas bien. Si tengo que pudrirme no me importa tener que pudrirme lentamente. Es mejor que la otra alternativa, que es morir. La vida siempre vale más que la muerte.
—¿Y usted cree que Malvern hace esto porque tiene un corazón bondadoso? ¿En algún momento se le ha ocurrido pensar que la está utilizando? —Clara estaba casi fuera de sí—. ¿No le parece que es mucha casualidad que se le acercara a usted tan sólo después de que encerraran a Laura Caxton en esta cárcel? Malvern no tiene ningún interés en ofrecerle una segunda oportunidad. Lo único que quiere es echarle el guante a Caxton, nada más.
Bellows soltó una carcajada amarga.
—¡Naturalmente! No soy idiota y haría usted bien en recordarlo. Por supuesto que me está utilizando. Y, a cambio, yo la uso a ella. Así es como funciona, como siempre ha funcionado todo. —Entonces levantó la vista y miró a Malvern, que le hizo una seña—. Y ahora, andando. Si camina demasiado rápido ya se dará cuenta.
Clara avanzó lentamente. Giró la cabeza hacia la directora mientras seguía a Malvern, que se disponía a cruzar la puerta del despacho. Franklin, el guardia que había escoltado a Clara hasta allí, iba detrás de ella. El tipo parecía ser el guardaespaldas personal de la directora, o tal vez su jefe de personal.
Una hilera de siervos aguardaban en el exterior, alineados junto a las paredes del pasillo. La mayoría de ellos llevaban uniformes de guardias. Parecía que los siervos a las órdenes de Malvern controlaban la prisión.
Clara pensó en las escenas criminales que había investigado con Glauer, en los osados crímenes que Malvern había cometido los días antes de asaltar la prisión. Ahora comprendía por qué la situación se había vuelto tan explosiva. Ellos habían dado por sentado que Malvern necesitaba sangre, pero lo cierto era que también necesitaba el mayor número de víctimas posibles, pues necesitaba un ejército privado de engendros para tomar la prisión. Cada una de esas criaturas había sido un ser humano con una familia, con amigos… Ahora no eran más que esclavos.
Sin embargo, a Clara le resultaba difícil apiadarse de ellos cuando, a su paso, se reían de ella entre dientes y le dirigían miradas lascivas.
Los cuatro, Malvern, Clara, Franklin y la directora, se abrieron paso por un laberinto de puertas cerradas que los condujo hasta el corazón del centro penitenciario. En esta ocasión no tuvieron que detenerse en ningún control, ni enseñar ningún tipo de documento. La mayoría de las puertas estaban ya abiertas, y las que no lo estaban se abrían antes incluso de que Malvern llegara a ellas. Clara miró hacia el techo y vio que había cámaras de videovigilancia en cada pasillo y cada habitación junto a la que pasaban. En alguna parte debía de haber un centro de control lleno de siervos, vigilando.
Clara empezó a pensar que tal vez las cosas no terminarían bien; que ni siquiera Laura sería capaz de rescatarla de aquella situación. Era una idea que no se le había ocurrido nunca antes, pero en cuanto se le metió en la cabeza ya no hubo forma de hacerla salir.
Podía morir allí, en aquella prisión. O peor aún, podían utilizarla como cebo para atraer a Laura y hacerla caer en una trampa. Y entonces las matarían a las dos o algo peor. Clara estaba bastante segura de que Malvern tenía intención de convertir a Laura en vampira. Lo había hecho con otros cazadores de vampiros en el pasado y al parecer lo consideraba algo deliciosamente irónico.
Clara dudaba de que a ella le ofreciera esa posibilidad.
El grupo cruzó una última puerta, gruesa, de acero blindado. Malvern sonrió y se hizo a un lado.
—Es mejor que por el momento no me vean —dijo—. Entre usted primero, pequeña —añadió, y le hizo un gesto a Clara.
Ésta dio unos pasos y de repente se vio envuelta por un ruido ensordecedor. Acababan de llegar a uno de los pabellones. Las mujeres que se alojaban allí se estaban volviendo locas. El estruendo era ensordecedor. Aunque estaba formado por gritos, preguntas e insultos individuales, las paredes y los barrotes de acero de la prisión reverberaban con el fragor y lo convertían en un rugido clamoroso.
Clara levantó los ojos y vio tres pisos de celdas que se elevaban hasta el techo. Ante sus ojos, un rollo de papel higiénico en llamas salió despedido de una de las plantas superiores, desenrollándose a medida que caía. Clara hizo un esfuerzo para no dar un respingo. Desde otro punto de las plantas superiores, las reclusas arrojaban botellas de agua a través de los barrotes de sus celdas, y también pedazos de madera y bolas de papel. En el piso inferior, las presas golpeaban los barrotes con tazas y bandejas de la cafetería, o simplemente con los puños y los pies descalzos. Mirara a donde mirase, Clara no veía más que miradas de odio que controlaban cada uno de sus gestos. Las mujeres le hacían gestos groseros y algunas incluso se bajaban los pantalones y le enseñaban el trasero. Otras intentaban escupirle, muy pocas lograban alcanzarla.
La directora entró en el pabellón y levantó las manos. Al ver que el volumen de las voces no disminuía se volvió hacia Franklin, que le entregó un megáfono. Acto seguido, la directora Bellows lo puso en marcha y gritó:
—¿Queréis saber qué pasa? ¡Pues cerrad la boca de una vez, coño! Como no os calléis os quedáis sin cena. Tengo que hablar con cuatro pabellones más. Si queréis, puedo dejar éste para el final…
Los gritos e improperios no cesaron del todo, pero su volumen disminuyó considerablemente. Clara echó un vistazo a las celdas que tenía alrededor. Las mujeres estaban pegadas a los barrotes, aunque ahora la mayoría de los ojos estaban fijos en la directora. Parecía que había ocho presas en cada celda, un espacio en el que podrían haber vivido cómodamente a lo sumo cuatro reclusas. Había tan sólo un retrete por celda y muy poco espacio para que las presas pudieran moverse. El hedor a cuerpos poco aseados y a mierda iba y venía en ráfagas. Clara se preguntó si siempre sería así, si realmente las presas se veían obligadas a vivir en esas condiciones durante años. Se acordó de la broma de mal gusto de Fetlock cuando dijo que para Laura ir a la cárcel sería como ir a un campamento de verano. Bueno, todas dormían en literas, pero aparte de eso…
Al fin, la directora decidió que el ruido había disminuido hasta un nivel aceptable.
—Se han producido algunos cambios en el centro, señoritas, cambios que nos van a afectar a todas. El penal de Marcy ya no está bajo el control del Departamento de Prisiones. Eso significa que, a partir de ahora, los derechos que creíais tener no valen una mierda. Si queréis cenar esta noche, vais a tener que pasar por el aro. Afortunadamente para vosotras, no espero ni un buen comportamiento ni una actitud positiva. Lo único que quiero es vuestra sangre.
Los gritos empezaron de nuevo, pero la directora se limitó a dejar que amainaran. Entonces le hizo un gesto a Franklin, que, a su vez, le hizo un gesto a alguien que esperaba al otro lado de la puerta. Cuatro siervos entraron corriendo en el pabellón; cada uno de ellos llevaba un carro cargado con instrumental médico: tubos de goma, paquetes de agujas esterilizadas, soportes para suero y bolsas para almacenar la sangre recogida.
—La cena está a punto. A partir de ahora comeréis en vuestras celdas, espero que no os importe —dijo la directora en un tono que dejaba claro que no le importaba lo más mínimo lo que pensaran—. Eso sí: quien quiera cenar, antes tendrá que donar un poco de sangre, eso es todo. Será tan poca que ni os daréis cuenta de que no la tenéis. Las que deseen donar, que saquen el brazo izquierdo por entre los barrotes y cierren el puño. Estos tipos sin rostro pasarán a extraerla. Podéis elegir cooperar con ellos, sonreír por feos que os parezcan, mostraros amables y, en definitiva, facilitarles la tarea. O podéis enfrentaros a ellos. Podéis negaros a extender el brazo. Sólo que en ese caso ella entrará en la celda y os desgarrará la garganta.
—¿Ella? ¿Quién es ella, morros de coño? —preguntó alguien desde el segundo piso.
En aquel preciso instante Malvern entró en el pabellón. Volvió su rostro destrozado y observó los tres niveles de celdas. Entonces sonrió y mostró sus dientes, fieros y cariados.
Un escalofrío silencioso se apoderó del pabellón.
La directora esperó un instante para que la presencia física de la vampira ejerciera todo su efecto antes de volver a hablar. Finalmente volvió a coger el megáfono.
—Y ahora dejadme que os plantee la tercera opción…