20

Los siervos no perdieron el tiempo. No se molestaron en golpear la puerta ni proferir gritos amenazantes a las mujeres que había al otro lado. Decidieron cortar la puerta.

La puerta de la UAE era una plancha de acero de ocho milímetros de grosor. Estaba diseñada para soportar cualquier intento de derribo, pero el arquitecto de la cárcel nunca había contemplado la posibilidad de que alguien dispusiera de un soplete oxiacetilénico. Se oyó un fuerte siseo y unos gritos agudos al otro lado de la puerta, e inmediatamente un punto del centro de la plancha de acero empezó a adquirir un tono rojo candente.

—Atrás —dijo Caxton, que se llevó a Gert de allí justo cuando saltaron las primeras chispas y la escoria fundida empezó a deslizarse por la puerta. Del agujero que los siervos habían abierto en la puerta salió una ráfaga de chispazos amarillos que empezaron a descender en línea recta por la puerta. Todo parecía indicar que pretendían cortar la puerta por la mitad. Las chispas no avanzaban con excesiva velocidad. Aún iban a tardar un poco, de modo que Caxton tenía tiempo para prepararse. Pasó la mayor parte de ese tiempo sentada, observando la puerta e intentando elaborar algún plan.

Aunque Gert no se lo ponía nada fácil.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —preguntaba una y otra vez, como si quisiera saber si tenían que ir de compras al centro comercial o bastaba con arreglarse las uñas—. ¿Cuál es tu gran plan, cazadora de vampiros? —Al parecer tenía toda la fe del mundo en que Caxton sería capaz de burlar a sus enemigos—. ¿Dónde quieres que me coloque en cuanto entren? —preguntó con una mirada casi reluciente.

Caxton intentó ignorarla. Debería haber obligado a Gert a regresar a su celda. Gert tenía el cuchillo, pero Caxton tenía una escopeta cargada con balas de goma. No le habría costado nada dispararle a Gert y aprovechar su dolor y confusión para arrebatarle el cuchillo. En cuanto Caxton tuviera el cuchillo, Gert estaría indefensa. Entonces, Caxton podía obligarla a volver a su celda y encerrarla. Tendría un motivo menos de preocupación.

Una y otra vez, se dijo a sí misma que no sabía por qué dudaba tanto; que no sabía por qué no lo hacía en aquel preciso instante. Pero en realidad sabía perfectamente por qué no había disparado a Gert ni pensaba hacerlo. Si lo hacía estaría sola. Sola en un edificio lleno de mujeres que la odiaban, ante una puerta tras la cual había un puñado de monstruos ansiosos por matarla, por no hablar de la vampira, que se proponía destruirle el alma.

Hay momentos en los que nadie quiere estar solo. Ni siquiera si la única alternativa es estar en compañía de una asesina en serie.

—Porque tendrás un plan, ¿no? No vamos a esperar aquí a que nos pateen el culo, ¿verdad?

—Me resultaría bastante útil saber cuántos son —admitió Caxton—. Y de qué armas disponen.

Los siervos nunca usaban pistolas. Sus cuerpos en descomposición carecían de la coordinación necesaria para apuntar. Aparte de eso, podía ir armado con cualquier cosa. Caxton sabía que iban a intentar cazarla con vida, pero también que no dudarían en hacerle daño si era necesario. A Gert la iban a matar para quitarla de en medio.

La escopeta de Caxton sólo tenía una bala. Estaba convencida de que con ella podría acabar con uno de los siervos. Tendría que recargar el arma. Aunque dudaba que los engendros le concedieran el tiempo para hacerlo.

Las chispas alcanzaron la parte inferior de la puerta y una ráfaga de fuego lamió el cemento. Tras un instante de silencio, las chispas reaparecieron de nuevo en la parte superior del corte y empezaron a deslizarse horizontalmente. Caxton calculó que le quedaban unos dos minutos durante los cuales debía ocurrírsele algo.

La abertura ya estaba casi hecha cuando a Caxton le vino la inspiración. De pronto cayó en la cuenta de qué era la bolsa blanda que había visto en la garita de control. Regresó corriendo hasta allí, la cogió y la arrojó a unos dos metros de la puerta. Entonces volvió a asegurarse de que la escopeta estuviera cargada y a punto para disparar.

—¿Caxton? —preguntó Gert. Las chispas ya casi habían llegado a lo alto de la puerta—. Eso es todo lo que tenemos.

—Ten paciencia —dijo Caxton—. Cuando entren, no salgas corriendo hacia ellos. Deja que sean ellos quienes se acerquen. Si puedes enfrentarte a ellos de uno en uno, será mucho más fácil. Y hagas lo que hagas, no te cortes. No son humanos, o sea, que no te preocupes por si les haces daño. Tú piensa que ya están muertos y golpéalos tan fuerte y tan rápido como puedas.

—Oído cocina —dijo Gert, que se volvió hacia la puerta.

Las chispas llegaron otra vez al suelo. Un marco bajo de escoria plateada cubría el metal pintado de la puerta, como si fuera cera fundida. El soplete chisporroteó y se apagó.

Media puerta cayó hacia dentro y se estrelló en el suelo con estrépito. Detrás de la puerta había tan sólo una oscuridad absoluta.

Gert empezó a avanzar blandiendo el cuchillo.

—¡No! —le gritó Caxton—. ¡Espera!

Entonces, sin previo aviso, los siervos se abalanzaron contra ellas. Eran muchos, la mayoría vestidos de uniforme, si bien algunos llevaban monos de color naranja. Tenían las caras destrozadas, hechas jirones, y cada vez que blandían los cuchillos, las navajas y las porras, les centelleaban los ojos. Saltaron por encima de la mitad de la puerta que había en el suelo y se lanzaron rugiendo contra Caxton como una oleada de dolor.

Caxton levantó la escopeta, esperó el momento oportuno y entonces disparó la bala de goma contra la bolsa que yacía a los pies de los engendros.

El contenido de la bolsa salió despedido hacia arriba como si fueran fuegos artificiales, proyectando chorros de una pringosa pasta de color naranja a gran velocidad. Ésta impactó contra las piernas, el pecho y la cara de los siervos, y se endureció al instante, envolviéndolos en una densa maraña de hilillos viscosos que se secaban a ojos vista.

En un primer momento, los siervos ni siquiera se percataron de la espuma pegajosa que estallaba a su alrededor. Seguían moviéndose, levantando las piernas para dar otro paso, con los brazos extendidos, con gesto amenazante… hasta que dejaron de avanzar. La espuma endurecida los atenazó; los siervos apenas eran capaces de moverse, tenían las extremidades atrapadas y los rostros devastados cubiertos por aquella inesperada telaraña. Además, el poco margen de movimiento que les quedaba lo invertían en intentar apartar los hilillos de espuma endurecida, con unos resultados francamente exiguos.

A Caxton le había sorprendido encontrar la bolsa de espuma en la garita de control. Sabía que la espuma acuosa activada por contacto con el aire se había diseñado originalmente para ser usada en prisiones, como medio para inmovilizar a internos amotinados y evitar que atacaran a los guardias. Sin embargo, también sabía que tras unas cuantas pruebas su uso había sido descartado, pues el invento tenía el mal hábito de cubrir de espuma sólida los orificios nasales y las bocas de las víctimas, por lo que no podían respirar. Los juicios potenciales habían convencido al Departamento de Prisiones de que debía seguir buscando el arma de sumisión definitiva.

Pero los siervos no necesitaban respirar. De todos modos, a Caxton no le importaba lo más mínimo. Ya no podían hacerle daño ni llevársela presa, y eso era lo único que importaba.

—¡Dios mío! —exclamó Gert con una carcajada—. ¿Has visto la cara de ese tío cuando…?

Caxton agarró a su compañera de celda por el hombro.

—Andando —dijo—. Es posible que nos encontremos a más por el camino y ya no tengo más bolsas de ésas.

Las dos mujeres pasaron corriendo junto al amasijo de engendros. Las criaturas gritaban de desesperación y los pocos a los que les habían quedado los brazos libres intentaron agarrarlas o apuñalarlas, pero no pudieron seguir a Caxton y Gert mientras éstas salían de la UAE.

Ahora Caxton sólo tenía que decidir cuál iba a ser su siguiente paso.