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Caxton salió corriendo del almacén y se detuvo en seco al llegar al pasillo. Si lograba interceptar al siervo antes de que éste pudiera avisar a otros de su especie, se ahorraría muchos problemas. Perdió medio segundo escudriñando la penumbra por donde habían llegado hasta allí, pero en aquel momento oyó unos pasos y se dio cuenta de que el siervo se alejaba hacia el otro extremo del pasillo, y de que se perdía entre las sombras. Caxton soltó un taco y echó a correr tras el sonido que se alejaba, consciente de que estaba cometiendo una estupidez. No veía nada de nada, de modo que en cualquier momento podía tropezar y romperse un tobillo. O podía no girar cuando debía hacerlo, estamparse contra la pared y romperse la nariz, o algo aún peor.
Pero no tenía otra opción. En la UAE había tenido mucha suerte: la bolsa de espuma pegajosa le había ofrecido varias horas extra de vida; pero sólo había encontrado una, y ahora ya no le quedaban más ases en la manga.
A pesar de todo, continuó corriendo, jadeando, empujada por el mismo instinto que la había mantenido viva durante los últimos años, cosa que no podían decir muchos de los vampiros a los que se había enfrentado. Avanzaba con los brazos extendidos para así disponer de una fracción de segundo para reaccionar si chocaba contra algo. No iba a tener tiempo de frenar, pero a lo mejor podía evitar sufrir una conmoción. Casi soltó un grito de júbilo cuando sus dedos entraron en contacto con algo que parecía un tejido. Estaba a punto de atrapar al siervo. Entonces chocó violentamente contra algo, que resultó ser más blando que una pared de ladrillo. Caxton se echó encima del engendro y agitó los brazos intentando agarrarse a lo que pudiera: la ropa, una extremidad, el pelo…
El engendro se dirigió hacia una puerta y giró el pomo justo en el momento en el que Caxton se le echaba encima. Juntos, entraron rodando en una sala con tanta luz que por un momento Caxton quedó deslumbrada.
El siervo se golpeó la cabeza contra el suelo de cemento con un crujido terrible. Su cuerpo atenuó la caída de Caxton, pero aun así el impacto fue como si le soltaran un puñetazo en el estómago. Caxton tragó una bocanada de aire, levantó los ojos y parpadeó en un intento por ver algo a pesar del brillo que la cegaba.
Estaba en la cocina, la misma cocina donde se había topado con Guilty Jen y su banda. Entonces estaba llena de internas que preparaban la comida para sus compañeras a cambio de unos pocos centavos la hora.
Ahora estaba llena de engendros.
Estaban de pie ante los mostradores, cortando vegetales, removiendo el contenido de unas enormes ollas de tamaño industrial y trasladando bandejas de comida. Uno de ellos, que estaba en el centro de la sala con las manos en las caderas, llevaba un gorro blanco de chef.
Todos los siervos se volvieron a mirarla. Estaban tan sorprendidos de verla como ella de verlos a ellos, y se quedaron petrificados, sin saber cómo reaccionar.
Pero aquella situación no podía durar.
Caxton no tenía ni idea de qué había ordenado Malvern a sus esclavos si se la encontraban tendida boca abajo en el suelo, totalmente indefensa. Sin embargo, suponía que habría un montón de cuchillos y un intento breve pero furibundo de hacerle tanto daño como fuera posible sin llegar a matarla.
No tuvo que pensar demasiado para comprender lo que debía hacer. Se sacó la escopeta de debajo de la axila y le disparó una bala de goma al cuello del que llevaba el gorro de chef. La regla número uno del juego sucio dictaba que, en primer lugar, debías atacar a quien estaba al mando.
El juego sucio era la única opción que le quedaba. Vio cómo la cabeza del chef se inclinaba hacia atrás, quedaba colgando un instante de un cuello casi cercenado y, finalmente, caía al suelo y se perdía rodando detrás de una mesa de acero inoxidable cubierta de zanahorias cortadas. Oyó a los siervos chillar con sus obscenas voces de falsete, preguntándose qué debían hacer, gritando que debían pedir refuerzos o simplemente bramando de furia.
Caxton abrió la escopeta para cargar otra bala, pero antes de sacarla de su improvisada bandolera, le cayó encima una lluvia de mondas de zanahoria. Levantó la cabeza justo a tiempo para ver cómo un siervo se abalanzaba contra ella por encima de la mesa. Con los dedos sujetaba una mano de mortero de acero de las que se usan para picar especias en un almirez, aunque lo agarraba como si fuera un garrote, a punto para aplastarle el cerebro.
Caxton se sacó el spray de pimienta del sujetador y roció los ojos inyectados en sangre del engendro. Éste chilló y cayó al suelo retorciéndose de dolor, se arañó y se arrancó los ojos. Aunque los siervos no sintieran el dolor del mismo modo que los seres humanos, a nadie le gusta notar el escozor que provoca la pimienta en las membranas mucosas.
Caxton terminó de recargar la escopeta justo en el momento en que dos siervos salían de detrás de la mesa y se lanzaban hacia ella. Iban armados con sendos cuchillos, que desprendían un brillo maligno bajo la potente luz de la cocina. Caxton se dio cuenta de que uno de los cuchillos aún tenía trozos de perejil pegados. Disparó la bala de goma contra el pecho de uno de los engendros y entonces se dio la vuelta y le clavó al otro la culata en la cara.
Los dos se derrumbaron. No sabía si estaban definitivamente muertos o tan sólo lo bastante heridos como para no molestarla más, pero tampoco la preocupaba. Lo importante era que no se levantaran del suelo. En realidad le preocupaban mucho más los seis siervos restantes, que se le iban a echar encima en cualquier momento.
Caxton sacó la porra. No era un arma demasiado poderosa, tan sólo un tubo de aluminio hueco con un peso en un extremo y un mango de goma en el otro. Sin embargo, cuando aún era policía le habían enseñado a usarla.
El curso se centraba en cómo evitar romper huesos con la porra y, sobre todo, en cómo no matar nunca a nadie. Como todos los demás en su clase, Caxton había memorizado qué cosas no debía hacer cuando la usara.
El primer engendro en atacarla iba armado con un triste cucharón de acero. Intentó atacarla por el flanco, seguramente con la intención de agarrarla por la cintura y derribarla. Caxton se revolvió y le hundió el mango de la porra en el punto donde la mandíbula se unía al cráneo. El siervo chilló y cayó al suelo, donde Caxton lo pateó dos veces.
Debía encontrar unas botas pronto, preferiblemente con punta de acero reforzada.
El siguiente engendro llevaba una cuchilla de carnicero que pasó silbando a pocos centímetros del cuello de Caxton. Faltó muy poco para que se lo rebanara. A lo mejor no había captado el mensaje de que debían capturarla con vida. Caxton lo agarró por el codo y, aprovechando el impulso del engendro, le hizo perder el equilibrio y lo arrojó al suelo.
Un tercer siervo la atacó por el flanco mientras ella aún se recuperaba de ese movimiento. La golpeó en las costillas con un mazo de ablandar carne. Si le hubiera dado en el riñón, el impacto habría bastado para derribarla, pero éste se produjo en la parte inferior de la caja torácica. Aun así, el dolor fue tan intenso que Caxton estuvo a punto de no atinar a descargar la porra contra el cuello del asaltante. Éste se retorció de dolor, aunque el impacto no fue lo bastante fuerte para paralizarlo.
—¡Por aquí, Caxton! —gritó Gert.
Caxton se había olvidado completamente de la existencia de su compañera de celda. De hecho, desde que había echado a correr por el oscuro pasillo no había vuelto a pensar en ella. Miró a su alrededor con los ojos desorbitados y vio a Gert junto a una puerta abierta en un extremo de la cocina. No era la puerta que Caxton había pensado en utilizar para escapar de allí. Había planeado (más o menos) ir hasta la cafetería, un espacio diáfano donde le resultaría más fácil enfrentarse a los siervos. Sin embargo, la puerta que Gert había elegido tenía dos puntos a su favor: no estaba cerrada y no había ningún engendro cerca.
Un cuchillo de cocina destelló en el aire, y Caxton tuvo apenas tiempo de girar sobre sí misma y agacharse. En lugar de perforarle el pecho, el cuchillo pasó de largo ante sus ojos y se clavó en la espalda de otro engendro.
Caxton aprovechó la ocasión para escapar de sus enemigos: se alejó rodando bajo una mesa, y salió corriendo en dirección opuesta, hacia la puerta abierta donde Gert aguardaba, ansiosa, no sin antes volcar una montaña de cazos y sartenes. Al otro lado de la puerta había un espacio oscuro lleno de pilas de cajas de madera que se elevaban hasta el techo, que se perdía en la oscuridad. Y detrás de las cajas había… camiones, unos camiones enormes de dieciocho ruedas, blancos y fantasmales.
—Es el muelle de carga que buscábamos —dijo Gert—. ¿Te acuerdas?
Caxton oyó cómo, a sus espaldas, la puerta empezaba a traquetear. Gert debía de haber tenido la presencia de espíritu suficiente para echar el pestillo después de que Caxton la cruzara a la carrera.
—¿Quién coño te guarda las espaldas aquí, eh? —preguntó Gert.
Caxton no se tomó la molestia de contestar. La puerta no iba a aguantar mucho tiempo. Los siervos eran débiles individualmente, pero cuando trabajaban en grupo eran capaces de derribar cualquier barrera que se encontraran por delante. Necesitaba encontrar una forma de impedir su avance.
—Échame una mano —dijo Caxton, que se acercó hacia uno de los montones de cajas. Juntas se pusieron a empujarlo. Las cajas de lo alto del montón empezaron a tambalearse.
—Éste sería un buen momento para darme las gracias, ¿no? —insistió Gert.
Caxton le dio un último puntapié a la caja que había en la parte inferior del montón y ésta se abrió. Miles de cucharas y tenedores de plástico con envoltorios individuales se esparcieron a sus pies. Las cajas que había en lo alto del montón cayeron al suelo con un enorme estrépito, entre una nube de polvo, y se hicieron añicos, convertidas en un montón de madera y de latas abolladas. Era posible que con eso bastara para contener a los siervos durante un minuto o dos.
Caxton soltó un suspiro y miró a su alrededor, buscando el modo de adelantarse a la próxima amenaza. Al ver los desquiciados ojos de Gert brillando en la oscuridad, Caxton se acordó de algo.
—Gracias —dijo.