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La primavera llegó temprano a la Pensilvania central aquel año. En el nuevo pabellón de la universidad, los estudiantes de criminología forense tenían problemas para concentrarse durante la clase matutina de física. La asignatura de física era probablemente la más aburrida de las que se impartían en el centro; la química y la genética eran mucho más emocionantes, pues tenían más aplicaciones prácticas en el trabajo que los alumnos terminarían ejerciendo. Demasiados alumnos pasaban las horas absortos mirando por la ventana. Los árboles del jardín interior estaban en flor y más de una clase había tenido lugar ya sobre el césped, de modo que al final el profesor tuvo que rendirse y llevárselos también al exterior. Se sentaron en círculo bajo un roble enorme, con las libretas a punto. Soplaba una brisa persistente, pero Clara pegó las rodillas al pecho y observó cómo el profesor se sacaba lo que parecía una linterna normal y corriente de su cartera y la dejaba en medio del círculo.

—Esto es digno de James Bond —dijo, y varias alumnas se rieron. Tendría unos cuarenta y cinco años, y era un tipo atractivo. La mayor parte de sus estudiantes eran mujeres y, desde luego, no le faltaban admiradoras, aunque naturalmente las inclinaciones de Clara iban por otro lado. El profesor le tendió la linterna con una sonrisa—. Póngala en marcha.

Clara pulsó el botón de encendido y un rayo de luz apenas visible bajo la sombra del árbol iluminó el muro del edificio. Clara hizo oscilar la linterna para que el resto de los estudiantes vieran que estaba encendida.

—¿Nota algo peculiar? ¿Algo distinto de una linterna normal?

Clara la estudió atentamente.

—Esta parte de aquí es rara —dijo, pues no sabía qué nombre darle al frontal de la linterna.

Alrededor del cristal había un aro metálico dividido en dos partes separadas por una tira de goma. El profesor asintió con la cabeza.

—Muy bien. Colóquemelo sobre el brazo, aquí —indicó después de remangarse la camisa.

Clara arqueó una ceja y se preguntó de qué iba todo aquello, pero hizo lo que le pedía y se inclinó para colocar la linterna encima de la piel desnuda de su profesor.

—¡La leche! —gritó éste, que apartó el brazo instintivamente.

Algunos de los estudiantes se rieron, otros contuvieron la respiración. Clara apartó la linterna y la arrojó al suelo.

—Le pido disculpas si la he asustado, señorita Hsu —dijo el profesor, que volvía a sonreír. Estaba algo pálido. Entonces recogió la linterna de donde había caído—. Este artilugio es una pistola eléctrica acoplada a una linterna policial. No está mal, ¿no? Hoy vamos a hablar de armas que funcionan con electrochoque. Es importante que se familiaricen con ellas, pues cada vez se utilizan más para labores policiales y no les vendrá nada mal comprender cómo funcionan y qué efecto tienen sobre los delincuentes. Ahora vamos a darnos electrochoques por turnos, para que todos sepan qué se siente.

Se oyeron varios murmullos de descontento. Entonces el profesor insistió en que el alumno que había junto a Clara cogiera la linterna y le diera una descarga a su vecino. Éste pegó un brinco, se puso de pie y retrocedió varios pasos antes de echarse a reír y sentarse de nuevo. Entonces le dio una descarga a la chica que había junto a él, en el círculo. Parecía que Clara iba a ser la última y que iba a ser su profesor quien le diera la descarga. Clara pegó las rodillas al pecho, nerviosa.

—De hecho, esta linterna proporciona una descarga bastante débil para lo que podría ser —dijo el profesor, alzando la voz para poder competir con las risas y los gritos ahogados—. Una pistola eléctrica de verdad no sólo pica, sino que provoca una contracción involuntaria de todos los músculos del cuerpo. Hace que te caigas. Te doblas por la cintura. Tienes espasmos musculares en los brazos y se te cae cualquier arma que lleves. Por eso gustan tanto a la policía. Si alguien se resiste a ser detenido o amenaza a un civil, una buena descarga puede… solucionar el problema.

Una de las alumnas levantó la mano y el profesor le hizo un gesto.

—Pero yo he oído que han provocado algunos problemas. Que ha habido algunas muertes —dijo.

El profesor asintió con la cabeza.

—Es cierto, las ha habido. Los fabricantes de estas armas afirman que no son letales siempre y cuando se usen siguiendo unas estrictas instrucciones. Pero los oficiales de policía de servicio no siempre disponen de unas condiciones perfectas para utilizar un arma nueva para la cual han recibido apenas unas horas de entrenamiento. Lo que deben tener en cuenta es que cada cuerpo humano es distinto. Un defensa de fútbol americano en perfecta forma tendrá una reacción muy distinta a una pistola eléctrica que una anciana con problemas cardíacos. Se trata de una descarga eléctrica de un amperaje muy bajo pero de un voltaje altísimo. Algunas armas por electrochoque pueden llegar a provocar una descarga de cien mil voltios en un segundo. La mayoría de las personas experimentan algún tipo de parálisis muscular, mucho dolor y una necesidad perentoria de tumbarse en el suelo. Sin embargo, la duración de esos efectos puede variar mucho de una persona a otra. Por lo general, una persona joven, sana y descansada quedará incapacitada durante unos segundos, mientras que una persona anciana, enferma, físicamente débil o cansada puede quedar fuera de combate mucho más. Y ahora, señorita Hsu, le toca a usted. ¿Puede quitarse la chaqueta?

Clara levantó los ojos. No se había dado cuenta de que la linterna había completado ya el círculo. Se quitó el anorak y se remangó el jersey.

—¿Va a dolerme mucho? —preguntó. El profesor se inclinó hacia ella…

Clara abrió los ojos. Tenía la boca llena de pelo y no era suyo.

Tosió e intentó incorporarse, pero estaba francamente dolorida. Tenía los músculos del costado agarrotados, como si llevara varias horas ejercitando tan sólo la pierna y el brazo izquierdos.

Olía a tejido quemado y tenía la lengua pegada al paladar. La desenganchó con un dedo, con sumo cuidado.

No, no estaba en la universidad. Le costaba concentrarse pero sabía que… sabía que estaba en la prisión. La prisión donde habían encerrado a Laura. Y que había habido… vampiros… y…

—Mierda —dijo entre dientes. Entonces bajó la mirada y vio que estaba tendida encima de la directora de la cárcel. La cara de la mujer se contraía violentamente y estaba golpeando el suelo como la mano de un juez de boxeo contando los segundos.

Clara no tenía mucho tiempo y, sin embargo, no pudo reprimir un bostezo. Tenía que levantarse, tenía que conseguir algo antes que… Tenía que robar el teléfono de la directora. Y también una llave. La llave de… La llave de la pulsera que llevaba pegada al brazo. La pulsera de electrochoque.

Confusión. Desorientación. No saber dónde estabas ni cómo habías llegado ahí. Ésos eran algunos de los efectos secundarios de los electrochoques. También lo era cagarse encima. Clara olisqueó y detectó olor a orín, pero no a heces.

—Oh, no —dijo y se llevó la mano a la entrepierna, pero tenía los pantalones secos. Había logrado controlar sus funciones corporales, pero parecía que la directora no había tenido tanta suerte.

Tenía que moverse deprisa.

Estaba volviendo, su concentración volvía lentamente. Había esperado a que la directora y ella se quedaran a solas en la sala y entonces se había abalanzado sobre ella, consciente de que su pulsera de electrochoques se iba a disparar. Estaba bastante segura de que la mujer, que era bastante mayor que ella y estaba herida, iba a experimentar un efecto mucho más intenso. Sabía que ella iba a recuperarse antes que la directora y que dispondría de algo de tiempo para huir.

Pero también sabía que la directora era una tipa dura y que no tardaría en volver en sí.

Sin embargo, no podía huir sin más. Aún llevaba la pulsera en el brazo y estaba segura de que ésta contenía electricidad suficiente para más de una descarga. Si salía corriendo, iba a dispararse de nuevo. Se inclinó con cautela encima del cuerpo de la directora y le rebuscó en los bolsillos. Encontró la llave especial que abría la pulsera que llevaba sujeta en el bíceps y se la quitó sin mayores dificultades. La dejó en el suelo y volvió a meter la mano en el bolsillo de la mujer. Le cogió la BlackBerry… y también la pistola, una SIG Sauer P228.

Clara se quedó un rato mirando el arma. Incluso apuntó a la cara de la directora. Si había alguien que mereciera morir de un tiro mientras estaba en el suelo era aquella mujer. Había traicionado la confianza depositada en ella y había expuesto a miles de mujeres a un riesgo enorme. Había entregado algunas de sus prisioneras a Malvern. Y había ordenado a los siervos de la vampira que mataran a Laura.

Pero Clara no podía hacerlo, de modo que volvió a guardarse la pistola en el bolsillo.

No podía hacerlo porque sabía que Laura tampoco lo habría hecho. Laura no tenía ningún reparo a la hora de matar monstruos, pero nunca mataría a un ser humano, por mucho que lo mereciera. Clara tampoco podía imaginarse a sí misma haciéndolo.

En lugar de eso, cogió la pulsera de electrochoques, se la colocó a la directora y se la estrechó en el brazo. En una de las paredes de la habitación había un conducto de ventilación. Clara tiró la llave por entre la rejilla y la oyó repiquetear a medida que caía a las profundidades del sistema de ventilación de la prisión.

Entonces se acercó a la puerta de la sala, comprobó que no hubiera nadie vigilando y salió al pasillo. Era libre.