28
—Gert —dijo Caxton con voz suave.
Su compañera de celda se despertó al instante, abrió los ojos y se llevó la mano al cuchillo que mantenía oculto bajo el brazo.
—¿Algún problema? —preguntó.
Caxton dijo que no con la cabeza.
—De momento, no. He estado ocupada y…
—¿Qué hora es?
Caxton se encogió de hombros.
—No tengo reloj, pero yo diría que serán sobre las nueve.
Tenía la sensación de que habían pasado unas tres horas desde que Malvern le había dado el ultimátum, al amanecer. Aún le quedaban veinte.
—¿Crees que encontraremos algo de café? —preguntó Gert—. A lo mejor en alguna de esas cajas…
—Tampoco tendríamos nada con qué prepararlo —dijo Caxton.
—Ya encontraré la forma. ¿Tú sabes cuánto tiempo hace que no pruebo la cafeína? Demasiado tiempo, joder. Si tengo que esnifarme rayas de café liofilizado, lo haré. Estoy funcionando con apenas tres horas de sueño. Sería capaz incluso de chutármelo. ¿Qué coño es eso?
Estaba mirando el gran proyecto de Caxton, las cosas en las que había estado trabajando las últimas tres horas, aunque no estaba segura de que fueran a funcionar.
Tal como ya le había dicho, había estado ocupada. Había tenido que improvisar y construir aquellos artilugios con lo que había ido encontrando en el muelle de carga. Había empezado con unas latas de conserva. Tenía tantas como quisiera. Buscando material había encontrado una caja de herramientas en uno de los camiones. Dentro había un destornillador que había utilizado para abrir las latas. Con mucho cuidado, había vaciado cinco de ellas, que contenían puré de maíz. Luego había desmontado varias docenas de cajas y había sacado los clavos que unían los listones de madera. A continuación había clavado los clavos a las latas, tantos como había podido sin deformarlas por completo. En más de una ocasión lo había conseguido tan sólo a medias.
El último paso la había dejado mareada y sin aliento, pero era necesario. Había encontrado una manguera en el muelle de carga, seguramente utilizada para lavar los camiones. Con los alicates de la caja de herramientas había cortado un trozo de un metro veinte de manguera, que había utilizado para extraer la gasolina de los tres camiones, sirviéndose del efecto sifón. Había derramado mucha en el proceso (de hecho, el muelle de carga aún apestaba), pero había logrado llenar cinco latas hasta el borde y volver a sellarlas.
Esto tampoco le había resultado nada sencillo. En la guantera de uno de los camiones había encontrado una caja de chicles. Había masticado incansablemente hasta que le había dolido la mandíbula y a continuación había utilizado el chicle para volver a pegar las tapas de las latas más o menos herméticamente.
—Son granadas de fragmentación caseras —explicó Caxton—. Basta con prenderles fuego para que exploten y suelten un montón de gas incendiario. Además, cuando estallen los clavos saldrán disparados en todas direcciones, como si fueran metralla. Deberían provocar un buen jolgorio.
—La hostia… —se rió Gert—. Nunca te habría tomado por una pirómana. Vas a hacer estallar la puerta principal, ¿no? Y entonces nos largaremos de aquí cagando leches. O, mejor aún, nos iremos en uno de los camiones. Joder, Caxton, eres la leche, ¿no?
—Espero que funcione y que no nos mate a las dos en el proceso.
Optó por no contarle lo que realmente tenía previsto hacer con aquellas pesadas granadas. Era posible que Gert no lograra entender qué se proponía.
Caxton empezó a colocar las latas dentro de la caja de uno de los grandes camiones. Intentó no zarandearlas demasiado, no porque temiera que explotaran (para ello era necesario algo más que un zarandeo), sino para no poner a prueba los sellos de chicle. Indudablemente, eran el punto débil del invento. Caxton sabía que había muchas posibilidades de que, en cuanto encendiera las latas, la gasolina hiciera estallar las tapaderas en lugar de hacer que los clavos salieran despedidos. Tan sólo podía cruzar los dedos y esperar que la suerte le sonriera.
—¿Alguna vez has conducido un camión? —le preguntó Caxton a Gert.
—Claro, ningún problema. La mitad de mi familia tenía camión —contestó su compañera de celda.
—Ah, qué bien. Eso está muy bien. —Caxton asintió con la cabeza y se secó las manos en el mono—. Voy a contarte lo que quiero que hagamos. Tú te subes en ese camión y lo pones en marcha. Yo regresaré al puesto de guardia, pulsaré el botón que abre la puerta exterior y me reuniré contigo en el camión. Pero tendremos que actuar de prisa. En cuanto se den cuenta de lo que nos proponemos, los engendros se nos echarán encima, independientemente de lo que Malvern tenga reservado para mí. ¿Estás preparada?
Gert se sentó tras el volante del camión y le dio al contacto hasta que el motor rugió. Caxton metió la escopeta y la pistola eléctrica dentro de la cabina a través de la ventana del copiloto y regresó corriendo al puesto de guardia. Levantó un instante la cabeza y vio que la pantalla seguía mostrando las imágenes del ultimátum de Malvern. Entonces presionó el botón rojo del panel de control y echó un vistazo por la ventana de la garita para asegurarse de que la puerta se abría sin mayores problemas. Al ver que era así, se volvió hacia la puerta de la garita.
Pero antes de que lograra agarrar el pomo, la puerta se abrió y un engendro se abalanzó contra ella empuñando un cuchillo y dispuesto a perforarle el corazón. Caxton llamó a Gert y medio saltó, medio cayó de espaldas. Entonces tropezó con la silla de la garita de guardia y se golpeó la cadera contra el suelo, donde quedó tendida con un brazo atrapado bajo su propio peso.
Era la peor posición defensiva del mundo. Caerse de culo así era la mejor manera de asegurarse la muerte.
El siervo dio un paso hacia ella, blandiendo el cuchillo. Su rostro descarnado esbozó una sonrisa malévola tan exagerada que los músculos de alrededor de la boca se le agrietaron.
Caxton cogió el spray de pimienta que llevaba en el sujetador, pero al tenerlo en la mano se dio cuenta de que era sospechosamente ligero. En aquel momento comprendió que lo había utilizado demasiadas veces ya. No estaba segura de que fuera a servirle ni siquiera una sola vez más.
En cuanto el siervo bajó el cuchillo, Caxton rodó en el suelo y presionó el spray de todos modos. Éste soltó una nubecita que casi al momento se agotó. El engendro ni siquiera pestañeó.
«Mierda», pensó Caxton. Había dejado todas las armas en el camión, convencida de que mientras estuviera en el muelle de carga no iban a atacarla. Aquel siervo debía de haber estado esperando pacientemente al otro lado de la puerta exterior con la esperanza de que se le presentara una oportunidad. Debería haber sido lo bastante lista como para echar un vistazo en la parte exterior de la puerta antes de presionar el botón rojo. Debería haber actuado con más inteligencia en muchas cosas, pensó, al tiempo que rodaba de nuevo para evitar otro envite.
Aún tenía la porra. La sacó del cinturón que llevaba colgado en bandolera. La levantó rápidamente y logró por los pelos repeler el siguiente ataque del engendro. La hoja del cuchillo del siervo dejó una marca clara en la pintura negra de la porra. Caxton la agarró con ambas manos e intentó ponerse de pie al tiempo que el engendro intentaba impedírselo, presionando con el cuchillo sobre la porra.
Caxton era más fuerte que cualquiera de los siervos, que tenían los músculos y huesos podridos, y que se debilitaban a medida que su existencia contra natura se prolongaba. Logró plantar un pie en el suelo y pegarle un buen empellón al engendro, que cayó de espaldas y atravesó la puerta de la garita. Caxton salió tras él, se le echó encima y le hundió el mango de la porra en el cráneo con un crujido grotesco.
Jadeando y con la adrenalina bombeando por sus venas, se puso de pie y echó a correr hacia el camión.
Cinco engendros estaban intentando trepar a la cabina.