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—¿Por qué no se ve nada? —preguntó la directora al tiempo que golpeaba la pantalla del monitor de seguridad—. ¿Es la cámara correcta?

Tenía junto a ella al engendro que llevaba el uniforme del funcionario llamado Franklin, que se estremeció cuando la mujer se giró y le lanzó una mirada furiosa con el ojo que le quedaba.

—Es la vista del muelle de carga, sí —contestó.

Entonces se llevó la mano a la oreja izquierda y se rascó la poca piel que aún le quedaba. La primera vez que Clara lo había visto, el siervo tenía un aspecto completamente humano, a excepción de un arañazo rojo en una mejilla. Ahora se había arrancado toda la piel de la cara, que había quedado reducida a una masa de tejido muscular gris y rosado, puntuado aquí y allí por bolsas amarillentas de grasa subcutánea. Era una de las cosas más asquerosas que jamás hubiera visto.

—Pues enfócala o haz algo —le ordenó la directora. La imagen de la pantalla era poco más que una mancha en la que era imposible discernir nada.

—Las cámaras se enfocan automáticamente —dijo el siervo estremeciéndose de nuevo—. No se puede enfocar desde aquí. Es posible que…

—¿Que qué? Escúpelo de una vez, no me hagas perder más tiempo.

El siervo asintió con la cabeza.

—Es posible que haya embadurnado el objetivo con algo. Vaselina, lápiz de labios, algo viscoso.

—Spray de pimienta —dijo la directora—. Me apuesto lo que quieras a que es spray de pimienta. Hay suficiente en el centro para pintar todo el muro de seguridad. —Le dio otro golpe al monitor—. Necesito saber qué sucede en el muelle de carga. He mandado a un grupo de los vuestros para que acabaran con Caxton y me gustaría mucho saber si lo han conseguido o no. Imagino que a ti también te gustaría saberlo, ¿no? Porque parece que la tipa se está cargando a todos los siervos con los que se cruza y si no puedo ver lo que necesito saber, voy a mandarte a ti en persona ahí abajo para que evalúes el estado de la situación.

Clara se rió.

—Está perdiendo el tiempo.

La directora se dio media vuelta y le dirigió una mirada de desprecio.

—¿Hay algo que desee compartir con nosotros?

Clara empezó a encogerse de hombros, pero cambió de idea. La pulsera que llevaba en el brazo podía interpretar su gesto como un movimiento súbito y soltarle una descarga eléctrica casi mortal.

—No puede amenazarlos con la muerte. Ya han estado muertos y, créame, volver a morir no les da ningún miedo. De hecho, para ellos sería un acto de clemencia. Estás sufriendo, ¿verdad?

—No es asunto tuyo, zorra —respondió el engendro con desdén.

—Les gusta hacerse los duros, pero mírele la cara. ¿En serio cree que eso puede no dolerle? Y, aun así, no puede dejar de rascarse. Toda su existencia es un escozor, un escozor temporal provocado por una herida mortal. Tan sólo duran una semana antes de terminar de pudrirse, ¿lo sabía? Lo único que queda de ellos entonces es una masa amorfa y asquerosa en la que, con suerte, tan sólo se distinguen los ojos y las uñas. Y se mueven, aun así siguen moviéndose…

El engendro la miraba con unos ojos como platos. Tenía las manos a los lados y cerraba y abría los puños. La directora se llevó la mano a la boca y tosió.

—Te está provocando —le dijo—. Ignórala. No sé por qué, parece creer que si logra que la ataques conseguirá algo, aunque también es posible que esté simplemente aburrida. Sea como sea, tú no hagas caso de nada de lo que diga.

—Sí, señora —dio Franklin, que pareció calmarse un poco.

Había valido la pena intentarlo.

Clara había llegado a una conclusión inevitable: el poco valor que su vida tenía ya de por sí para la directora estaba a punto de evaporarse. Malvern había mandado capturarla para utilizarla como cebo, como una forma de controlar a Laura. Si los engendros lograban matar a Laura… «No, Dios, no lo permitas», pensó. Pero si lo conseguían, Clara sería completamente inútil para la directora. De hecho, tan sólo le supondría un estorbo. Había visto demasiado y sabía demasiadas cosas. La directora tendría muy buenos motivos para matarla.

Si los siervos no conseguían matar a Laura, posibilidad que Clara consideraba mucho más plausible, tal vez gozara de unas horas más de vida. Más tiempo para ver cómo se iban desplegando los planes de la directora, más tiempo para inquietarse, preocuparse y preguntarse cuándo iba a morir.

Tenía que hacer algo. Si hacía enfadar a Franklin o a la directora, tenía muchos números por acabar sufriéndolo en sus propias carnes, pero tenía que intentar algo. Si Franklin la atacaba, pensaba Clara, tal vez lograría arrebatarle el arma. Entonces podría matarlo y reducir a la directora para que le quitara la pulsera del brazo, y entonces podría… podría…

El problema principal de todos esos planes teóricos era que ella no era Laura. No era ni rápida, ni dura. No sabía instintivamente cómo debía luchar y cuándo debía protegerse o escapar de una situación peligrosa. Había trabajado siempre como fotógrafa de la policía y había empezado a estudiar medicina forense. Su carrera en el cuerpo de policía no la había preparado para las situaciones violentas. Ni siquiera sabía disparar.

Un siervo entró corriendo en la sala con la boca muy abierta.

—Han salido del muelle de carga —dijo. El engendro se estremeció al ver que la directora se acercaba hacia él y miraba fijamente su rostro arrasado.

—¿Cómo has dicho? —preguntó la directora.

—Acabo… acabo de verlas en otra cámara. Hay un camión y está circulando por el patio. Tienen que ser Caxton y su socia. Pero están actuando de forma estúpida. Van en dirección contraria, se están alejando de la puerta principal.

La directora dio media vuelta y miró a Clara, que se encogió de hombros muy, muy, lentamente.

—¿Usted cree que Caxton es estúpida? —preguntó la directora.

—No —respondió Clara.

—Yo tampoco. Debe tener algún plan en mente. O a lo mejor sabe que tengo un grupo de siervos apostados en la puerta, preparados para matar a todo aquel que se acerque. Tú —le dijo al engendro que había traído las noticias—, regresa a tu posición. Y tú, déjame ver ese camión —le ordenó a Franklin.

Franklin escribió algo con su teclado y la imagen de la pantalla de seguridad cambió. Clara se acercó para verlo mejor y nadie se lo impidió. La pantalla mostraba la imagen captada por la cámara de una de las torres de vigilancia de la prisión. En ella aparecía un camión que avanzaba por una superficie de hormigón, con varios siervos colgados de la cabina. Uno a uno, fueron cayendo y terminaron o bien aplastados por las ruedas del camión, o bien inmóviles en el suelo.

«Ésa es mi chica», pensó Clara.

El camión cruzó una cancha de baloncesto y se llevó por delante dos alambradas. Entonces se ralentizó y se detuvo ante un edificio de ladrillo bajo.

La directora, Franklin y Clara observaron en silencio lo que sucedía. Una prisionera vestida con un mono de color naranja y un chaleco azul (y que no era Laura) empezó a correr hacia el edificio, pero fue abatida casi de inmediato por una escopeta automática que lanzaba bolas rojas que explotaban y se convertían en polvo blanco cuando impactaban en su cuerpo.

Sin embargo, la cámara no mostraba lo que Laura estaba haciendo en aquel momento, pues el campo de visión estaba ocupado casi totalmente por el camión.

—¿Qué es ese edificio? —preguntó Franklin.

—Es la central eléctrica. Quiere cortar el suministro de electricidad, pero ¿cómo? Para eso necesitaría algún tipo de…

La pantalla se apagó sin previo aviso. Las luces de la sala parpadearon y se apagaron también, y ellos quedaron envueltos en la débil luz que entraba por las altas ventanas de la sala. De pronto, en la prisión reinaba un profundo silencio.

Y entonces empezaron los gritos. El pabellón más cercano se encontraba al otro lado del pasillo, detrás de varias puertas cerradas, pero Clara oyó perfectamente el débil eco de las mujeres que gritaban y preguntaban qué sucedía. Por cómo sonaban sus voces, Clara se dio cuenta de que muchas de ellas se estaban riendo.

La directora se volvió hacia Franklin.

—¿Cómo ha hecho eso? —preguntó. Entonces miró a Clara—. ¿Cómo?

—A mí que me registren —dijo ésta.

—¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda! Ahora todo va a ser mucho más difícil. —Bellows agarró a Franklin por el hombro, con fuerza—. Hay linternas en el otro extremo del pasillo, en el armario del material. Trae unas cuantas. Y luego encuentra a alguien que sepa algo de electrónica. Me conformo con alguien que sepa arreglar una tostadora. En esta cárcel hay mil trescientas mujeres. ¡Digo yo que alguna habrá que sepa cambiar una bombilla!

Franklin salió corriendo de la sala. Molesta tal vez por los gritos procedentes del pabellón, la directora cerró la puerta a sus espaldas.

—Y encima nos hemos cargado a todo el personal de mantenimiento. Malvern dijo que no podíamos confiar en ellos. Y tenía razón, desde luego, pero por lo menos podríamos haber dejado viva a una persona que supiera cómo funciona este sitio. Eh, qué coño está hacie…

Pero la directora no terminó de pronunciar la frase. Sus palabras se vieron interrumpidas por una alarma muy aguda procedente de la pulsera de Clara.

Ésta se estaba moviendo más rápido de la cuenta, pero sabía perfectamente qué hacía. Tenía un segundo para detenerse, pero lo que hizo en realidad fue abalanzarse sobre la directora y abrazarla.

Clara aún pudo ver cómo la directora fruncía los labios con expresión desdeñosa antes de que todos los nervios de su cuerpo se tensaran de golpe por culpa de una descarga de cincuenta mil voltios. El dolor no era comparable a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Notó como si le ardieran los dientes, notó cómo sus ojos se volvían locos dentro de la cabeza y entonces…