27
Después de que Malvern abandonara el centro de mando, los engendros regresaron a sus tareas. Algunos controlaban las pantallas de televisión, mientras otros intentaban que la directora estuviera cómoda. Ésta respiraba con dificultad y estaba muy pálida. Se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en las rodillas. Pasó un largo rato ahí sentada, sin moverse ni hablar, mientras los siervos intentaban colocarle bien la ropa o cubrirle la frente con paños húmedos. Clara lo observaba todo, incapaz de hacer nada ni de ayudar a nadie.
Entonces la directora se enderezó y echó un vistazo rabioso a la sala con su único ojo.
—¡Que estoy bien, joder! ¡Dejad ya de toquetearme! —exclamó y soltó una mano que impactó en la cara de un siervo que se le estaba acercando. El engendro soltó un chillido de dolor y escupió varios dientes al suelo. Sólo pretendía cambiarle el vendaje del ojo—. No va a tener tiempo de infectarse —insistió la directora—. Además, esta mierda antibacteriana apesta.
Empezó a levantarse de la silla, pero era evidente que perder un ojo le había afectado. La mujer estuvo a punto de derrumbarse y tuvo que permitir que uno de los engendros la ayudara a sentarse de nuevo en la silla. Entonces levantó los ojos, clavó la mirada en Clara y durante un rato no hizo nada más que respirar, que parecía ser lo único de lo que era capaz. Entonces, en un alarde de fuerza de voluntad que hizo que la frente se le perlara de sudor, se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Hsu, venga conmigo —dijo, agarrándose al marco al que se sujetaba con las dos manos—. No me fío de estos cabrones, temo que puedan intentar algo cuando no esté mirando. —Clara se acercó a la puerta e intentó coger el brazo de la directora, pero ésta se la quitó de encima bruscamente—. No tiene ningún motivo para mostrarse amable conmigo.
—Usted es un ser humano que vive y respira. El único que hay en esta habitación aparte de mí —sugirió Clara.
La directora soltó un gruñido de desdén.
—«Que vive»… —escupió—. No es tan bueno como lo pintan. No cuando hace que te sientas así. Vamos.
La directora caminaba con paso tambaleante, pero su voz no había perdido ni un ápice de su temple. Se internó en los pasillos de la prisión seguida de Clara, que avanzaba con cautela, tratando de no dar un paso más largo que otro. La directora se detuvo en varias puertas para gritar órdenes a los grupos de siervos que había reunidos alrededor de equipos de radio o pantallas de televisión.
—¡Empezad a preparar el desayuno! Tengo a más de mil cabronas que alimentar. Y vosotros, quiero tener información detallada de cada pabellón, cada hora. La mitad de las internas detestan a la otra mitad. Tenemos a integrantes de la Hermandad Aria compartiendo celda con chicas de los Latin Kings. Si no las vigiláis en todo momento van a terminar arrancándose los ojos, pues ésa es la forma en que creen que sus novios querrían que actuaran. Si veis alguna arma blanca, se la arrebatáis. Si se pelean a puñetazos, las separáis. Tampoco es que se trate de ciencia espacial. ¿Cómo? No, no me importa si follan. Lo hacen todas las mujeres en todas las cárceles. No lo hacen porque sean tortilleras de verdad, sino porque se aburren.
Clara se puso tensa de rabia, pero entonces se fijó en la mirada vidriosa que la directora tenía en el único ojo que le quedaba y en cómo le temblaban las manos. La mujer, que era ya algo mayor, se detuvo a medio paso y se llevó una mano a la frente. Tenía un aspecto horrible. Era difícil no sentir algo de compasión por ella, independientemente de si lo merecía o no.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Clara—. ¿Tiene fiebre?
Bellows soltó un gruñido ante las preocupaciones de Clara, pero poco a poco fue recuperando el porte y, finalmente, respondió a la pregunta.
—En realidad tengo frío —admitió la directora—. Estoy temblando. Y oigo un pitido persistente. Creo que estoy a punto de entrar en estado de shock. —La directora apretó los dientes y apartó las manos de Clara—. Pero nadie se ha muerto por un estado de shock. Sobreviviré. Tengo trabajo que hacer. Sin ir más lejos, tengo que matar a su novia.
A Clara se le encogió el corazón.
—¿Cómo? No, la cosa no va así. Malvern le ha concedido veintitrés horas. Quiere que se una a ella y convertirla en…
—Pero ahora mismo Malvern no está al mando. Si te soy sincera, no entiendo por qué pierde el tiempo con Caxton. Vale, entiendo la broma: convertir a la mayor cazavampiros del mundo en vampira tiene su gracia, ja, ja. Pero eso es como pedirle a un perro que vigile el pavo de Acción de Gracias. Un perro es un perro y siempre querrá subir a la mesa y hundir el hocico en el asado. No —dijo—, pretender convertir a Caxton en vampira es muy mala idea. Por eso me la voy a cargar antes de que anochezca. Así no tendremos que preocuparnos por ella nunca más. —La directora miró a Clara de soslayo—. ¿Tú crees que Malvern se lo va a tomar muy mal? Caxton lleva mucho tiempo siendo un coñazo para ella. No creo que se vaya a echar a llorar si, al despertar, descubre que está muerta.
—¡No puede hacerlo! ¡No puede! —gritó Clara.
La directora sonrió a pesar del dolor que sentía.
—Espere y verá —dijo.
Al llegar a la siguiente puerta, la directora asomó la cabeza y arrastró literalmente a uno de los siervos que había ante un televisor. Clara miró la pantalla y vio que mostraba una de las duchas de la prisión, que en aquel momento estaba vacía. Estaba demasiado asustada pensando en lo que podía sucederle a Laura para preocuparse por lo que los engendros debían de haber visto allí.
—Tú, reúne a tantos de los tuyos como encuentres y dirigíos al muelle de carga que hay detrás de la cafetería —ordenó la directora—. Matad a Caxton.
—¡No! ¡No puede hacerlo! —gritó Clara, pero nadie le hizo caso.
El rostro arrasado del engendro se llenó de arrugas: estaba pensando.
—Pero… Pero… La señorita Malvern ha dicho que… —logró decir con un leve tartamudeo.
La directora agarró al siervo por los hombros.
—En estos momentos, la señorita Malvern está convertida en un charco asqueroso dentro de su ataúd, mientras que yo estoy despierta y dispuesta a arrancarte los brazos. Cumplid con lo que os he ordenado de prisa y sin hacer ruido. No le deis opción de defenderse. ¿Me has entendido?
—Sí, señora —murmuró el siervo, que se marchó corriendo por el pasillo.