52
—¡La leche! —dijo Clara—. ¡Qué daño!
Volvía a estar despierta, aunque en cierto modo habría preferido seguir inconsciente. La mandíbula le dolía como si la tuviera desencajada, como si se hubiera dislocado y se le hubiera hundido en el cuello. Le dolía hablar, le dolía incorporarse, incluso le dolía respirar: cada vez que se llenaba los pulmones, notaba un pinchazo terrible que le subía hasta el cerebro y le bajaba hasta el pecho. Con cuidado, se palpó la piel del cuello y la garganta, y la notó hinchada e irritada. Le dolía tocarse la cara, de modo que dejó de hacerlo.
También le dolía abrir los ojos, pero tenía que saber dónde se encontraba. Seguía viva y suponía que las vampiras la habían hecho prisionera pero, aparte de eso, lo que le decían sus ojos no le servía de mucho.
Estaba en una especie de jaula en la que, si quería levantarse, debía mantener la cabeza gacha y era apenas lo bastante ancha como para poder tenderse en el suelo. Los barrotes estaban recubiertos de una espuma amarilla, parcheada aquí y allí con cinta aislante. El suelo estaba cubierto con una lámina de goma que olía como si alguien hubiera orinado encima y a continuación hubieran intentado limpiarlo con un detergente agresivo, pero sin ganas.
Alrededor de su jaula había otras similares. Dos de ellas estaban ocupadas por dos personas dormidas, inconscientes o muertas. Ambas iban vestidas con un mono de color naranja.
En la sala había también una mesa y, junto a ésta, un generador eléctrico portátil apagado. Sentada al otro lado de la mesa estaba la vampira que llevaba el mono sin mangas. Estaba leyendo una revista.
O por lo menos lo intentaba. Cada pocos segundos se acercaba la revista a los ojos, como si tuviera problemas para distinguir las palabras en la penumbra de la habitación. Entonces soltaba un suspiro de exasperación y pasaba tres o cuatro páginas antes de repetir la operación.
—Yo sé leer, más o menos —gruñó la vampira—. O por lo menos entiendo las palabras. O sea, nunca fui una gran lectora, pero podía leer. Ahora, en cambio, me parecen garabatos sin sentido. Y si, por casualidad, logro comprender algo, al llegar al final de una frase ya me he olvidado de cómo empezaba. Pero en el fondo me da lo mismo, ¿sabes? Es como si lo que esta capulla intenta decirme sobre Brad y Angelina hubiera perdido toda la importancia para mí…
—Sabías que estaba despierta —dijo Clara.
—Bueno, para empezar te has incorporado. Joder, ésa es una pista bastante clara. Además, he visto cómo la sangre ha empezado a bombear con más fuerza. Cuando te duermes, el ritmo cardíaco se ralentiza. ¿Sabías que te veo el corazón? Es como tener rayos X en los ojos. Mola bastante, la verdad.
«Es bastante asqueroso», pensó Clara.
—Eso es porque ya no eres humana —le dijo a la vampira.
—¿Qué coño has dicho?
Clara se estremeció, pero se dijo que mientras entablara una conversación razonable y cordial con aquella chupasangre, por lo menos no iba a desmembrarla, comérsela o torturarla. Era algo.
—No pretendía ofenderte. Es tan sólo que… a los vampiros no les interesan las mismas cosas que a los seres humanos. Es normal. Los cotilleos sobre famosos deben de estar bastante abajo en la lista de prioridades de un vampiro…
—¿Ah, sí? ¿Y qué hay en lo alto de esa lista?
«La sangre», pensó Clara, que se guardó mucho de decirlo en voz alta, aunque fuera la verdad. La sangre era lo único que realmente les interesaba a los vampiros.
—No lo sé —dijo finalmente—. Supongo que deberás descubrirlo por ti misma.
—Yo aún me siento bastante humana. Bueno, me siento mejor, más fuerte, pero aún pienso en mis hijos y me pregunto que les parecerá este cambio. También pienso en su padre, aunque… no logro quitarme de la cabeza el pelo que tiene en la espalda. Antes no me molestaba o, por lo menos, lograba no pensar en ello. Pero ahora no puedo concentrarme en nada más: lo veo a él encima de mí, como si presenciara la escena a vista de pájaro, y lo único que veo es esa mata de pelo. Y luego está su olor; nunca se duchaba antes de hacerlo y eso me fastidiaba bastante, la verdad. Pero es que ahora siento náuseas nada más pensar en ello.
Los vampiros desprendían su propio olor corporal y no había ducha que pudiera eliminarlo. Olían como el fondo de una jaula de hámster. Como la jaula de un hámster enfermo, para ser exactos. Se trataba de un asqueroso olor animal, muy leve, pero que indicaba claramente la proximidad de un vampiro. Ahora Clara lo distinguía perfectamente, aunque tuviera a la vampira a tres metros de distancia.
—¿Tú eres… Hauser, verdad? Yo estaba presente cuando Malvern te ofreció la maldición —le contó Clara a falta de nada mejor que decir—. En el despacho de la directora. ¿Dónde está la directora, por cierto?
—Está muerta —respondió Hauser—. Ha sido lo primero que ha hecho Malvern en cuanto ha despertado y ha visto cómo se habían torcido las cosas durante el día.
Clara cerró los ojos. Si tenía algún plan… En realidad no tenía ninguno, sabía que estaba jodida, pero su cerebro no paraba de darle vueltas a la situación, aunque supiera que no le quedaba ninguna esperanza. En cualquier caso, si hubiera intentado pensar conscientemente en algún plan, éste habría consistido en enemistar a Malvern con la directora y ensanchar aún más el abismo que se abría entre las dos. Pero al parecer Malvern había optado por cortar por lo sano y resolver el problema.
—Eh, tú. ¡Eh! —dijo Hauser, que se levantó de detrás de la mesa y se acercó a una de las otras jaulas—. Sé que estás despierta.
La vampira le pegó una patada a la jaula, que se desplazó medio metro sobre el suelo. Dentro, una figura se agarró penosamente a los barrotes para no caerse.
—Laura —suspiró Clara al ver quien era.
Laura no dijo nada. Se sentó en el suelo de la jaula y bajó la cabeza. Uno de sus brazos tenía mala pinta. Lo llevaba pegado al pecho en un ángulo que parecía doloroso. Tenía la cara magullada y el labio hinchado, pero seguía viva.
—¿Y tú? ¿Quién coño eres? —gruñó la vampira, que agarró la tercera jaula ocupada. La levantó fácilmente y la dejó caer al suelo con un estruendo ensordecedor.
La mujer que había dentro se revolvió y golpeó débilmente los barrotes con una mano.
—Puedes llamarme… Gert. O Gerty, como más… te guste.
—Era la compañera de celda de Laura… quiero decir de Caxton —le explicó Clara a la vampira. Si lograba que Hauser volviera a sentarse y se tranquilizara, habría menos posibilidades de que matara a una de ellas accidentalmente. Era evidente que tenía órdenes de no hacerlo, pero los vampiros a veces no sabían medir sus fuerzas—. Ayudó a Caxton a escapar de la UAE.
—¿Este pedazo de mierda logró salir de ese agujero? ¡Joder! —dijo Hauser—. Parece que esté a punto de darle un ataque al corazón. Bueno, que se joda. No tendrá que sobrevivir mucho tiempo más. Sólo hasta las cinco.
Clara frunció el ceño.
—¿Y qué sucede entonces?
La vampira se encogió de hombros.
—Eso no depende de mí. Sois vosotras tres quienes decidís. Malvern ha dicho veintitrés horas y ése es el tiempo del que disponéis. Cuando esté a punto de cumplirse el plazo os debo preguntar si queréis ser como yo, más dura que un clavo, y vivir para siempre, o si preferís morir. Eso sí, con una condición.
Naturalmente que había una.
—¿Qué condición? —preguntó Clara.
—Tenéis que tomar la decisión de forma unánime. Las tres os convertís en vampiras, o las tres morís. A mí me parece bastante simple, pero si una de vosotras dice que no, os comemos a las tres.
«En otras palabras, vamos a morir», pensó Clara. Ninguna persona racional y lógica podía preferir la otra opción y convertirse en…
—Yo digo que sí, por favor —susurró Gert.
En su jaula, Caxton no dijo nada. Con la uña, estaba despegando un pedazo de cinta aislante que mantenía la espuma pegada al barrote de hierro. Ni siquiera había mirado a Clara y aún no había abierto la boca.
Clara no pudo evitar pensar que tenía que ser una mala señal.