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Dentro del puesto de guardia, la mujer del labio leporino intentaba abrir la puerta con una porra de madera. El suyo era un acto de pura desesperación: había perdido el control de la UAE.

A pocas celdas de distancia, el siervo continuaba cargándose a internas mientras buscaba a Caxton. De ella dependía detenerlo antes de que matara a alguien más.

Había otros problemas que requerían su consideración. Era evidente que la prisión acababa de recibir un ataque vampírico, por ejemplo. Pero iban a tener que esperar. Caxton abrió del todo la puerta de la celda y salió al exterior.

Encontrarse fuera de la celda sin los tobillos esposados era una sensación rara. A pesar de lo terrible de la situación y del terror que la embargaba, se sentía extraña. Caxton intentó ignorar la parte de su cerebro que le repetía sin parar que se estaba metiendo en un lío y que a los guardias de la prisión no les iba a gustar nada aquello. Caxton se planteó la posibilidad de liberar a la del labio leporino. Por un lado, no le habría venido nada mal contar con refuerzos y, por otro, en el puesto de guardia había armas. Sin embargo, dudaba mucho de que abrir la puerta desde fuera resultara más sencillo que hacerlo desde dentro.

Se agachó y le palpó la garganta a la mujer que había abierto la puerta de su celda. Tenía pulso, pero muy débil. El siervo se había empleado a fondo con ella, la había rajado desde la axila hasta la cadera y muy probablemente le había cercenado varias arterias y venas. La mujer necesitaba algo más que unos primeros auxilios. De hecho, Caxton dudaba que un equipo médico pudiera salvarla. A pesar de lo mucho que le debía a aquella mujer, de quien ni siquiera sabía el nombre, había otras personas a las que podía resultar más útil. Personas a las que podía salvar.

Desde el interior de una celda situada unas puertas más allá, Caxton oyó a una mujer que chillaba y suplicaba por su vida. Un hilillo de sangre cruzó el umbral de la puerta y formó un destello rojizo sobre el suelo de hormigón de la UAE. Caxton se quitó las zapatillas (que la habrían delatado, pues hacían ruido al pisar) y se acercó descalza a la puerta abierta. Entrar en estampida y tratar de salvar a la mujer sería un suicidio. Los siervos no eran ni muy listos, ni muy fuertes, ni muy rápidos. Sin embargo, con un cuchillo de caza y con la escasa preparación de Caxton en autodefensa sin armas, el siervo no iba a tener que ser ninguna de esas tres cosas para herirla, y de gravedad, si ésta actuaba con un ímpetu excesivo. Así pues, apoyó la espalda contra la pared, junto a la puerta, y carraspeó para llamar la atención del engendro.

Los gimoteos del interior de la celda no cesaron, pero Caxton oyó el chirrido del tacón de una bota sobre el suelo. El siervo la había oído y estaba dando media vuelta para averiguar de dónde provenía aquel ruido.

El engendro podía actuar de forma estúpida o inteligente. Si era estúpido, saldría corriendo de la celda con el cuchillo en alto, tropezaría con el tobillo extendido de Caxton y caería al suelo. En algún momento, el cuchillo se le escaparía de las manos, de modo que Caxton podría arrebatárselo y matarlo.

Si era listo, en cambio, se quedaría donde estaba y esperaría que fuera ella quien entrara a buscarlo.

Caxton oía su propio corazón. Contó treinta latidos antes de decidir que el siervo había elegido la opción inteligente y maldijo en voz baja.

Pero el engendro la oyó.

—¿Eres tú, Laura? ¿Quieres que juguemos un poco? ¿Por qué no entras a saludarme? Debes saber que tengo órdenes de no matarte. La señorita Malvern quiere hablar contigo.

Caxton se mordió el labio. El siervo podía estar mintiendo, pero sabía que pensar eso era hacerse ilusiones. Malvern estaba detrás del ataque a la prisión, naturalmente. Justinia Malvern, el último vampiro vivo de Pensilvania. Ella y Caxton compartían una larga historia. Malvern llevaba casi un siglo y medio ideando planes para destruir a la buena gente del estado. Durante ese tiempo, había creado una legión de nuevos vampiros, ejércitos completos cuya única misión era ayudarla a conseguir sus objetivos. Y durante los últimos años, Caxton había sido la encargada de frustrar todos sus planes y aniquilar a sus descendientes. Sin embargo, nunca había logrado aniquilar a Malvern y, al parecer, le había llegado la hora de pagar por ese fracaso.

A lo mejor Malvern quería torturarla hasta la muerte. Caxton sabía que no iba a gozar de una muerte rápida si la vampira podía evitarlo. Si podía mirar. Aunque también había otras posibilidades. Malvern siempre había querido convertir a Caxton en una vampira. Sería un gran golpe que le permitiría convertir a su mayor enemiga en una valiosa aliada. Malvern se lo había ofrecido en más de una ocasión, pero Caxton siempre lo había rechazado. A lo mejor toda la prisión estaba sufriendo tan sólo para que Caxton tuviera otra oportunidad de decir que no. O a lo mejor Malvern tenía otra cosa en mente, un plan brillante a la par que retorcido para el que necesitaba que Caxton cumpliera alguna función diabólica que ésta ni siquiera era capaz de imaginar.

En cualquier caso, la última cosa que Caxton quería en aquel momento era ver a Malvern, por lo menos hasta que supiera que contaba con un arsenal necesario para derrotarla.

—No tengo muchas cosas que decirle en este momento —le comunicó Caxton al siervo—. Pero si sales de ahí dentro hablaré contigo.

El siervo se rió.

—Me lo voy a tomar como un no —dijo Caxton.

A lo mejor el engendro pretendía responder, pero antes de que tuviera tiempo de abrir la boca Caxton ya había entrado en la celda. Se precipitó hacia el extremo opuesto agachada, a toda velocidad, con la intención de derribarlo. Sus ojos rastrearon el espacio de lado a lado, tratando de localizarlo.

Sin embargo, lo único que vio fueron las dos presas. Ya no pedían clemencia porque estaban muertas, unidas en un abrazo final y cubiertas de sangre.

El siervo estaba agazapado en la litera superior, esperándola.

El engendro estaba demostrando ser bastante listo. Le saltó encima con el brazo levantado y el cuchillo en alto, apuntando hacia ella. Era posible que tuviera órdenes de mantenerla con vida, pero era evidente que no iba a dudar en herirla si no tenía más remedio.

Una de sus botas le dobló la oreja a Caxton, que rodó hacia un lado en un intento de eludir el ataque. Oyó un zumbido dentro de la cabeza y notó un escozor en la oreja. Levantó las rodillas para protegerse y notó cómo éstas se hundían en la ingle del siervo: un golpe que hubiera dejado sin respiración a cualquier ser humano. El siervo ni jadeó. Ni siquiera tuvo que respirar, pues lo que tenía entre las piernas había perdido ya toda la sensibilidad.

Sin embargo, el impacto bastó para que el engendro perdiera el equilibrio y cayera rodando a un lado. Caxton se agarró de la taza del váter e intentó levantarse a pesar del aturdimiento que la invadía. El siervo le saltó sobre la espalda y blandió el cuchillo ante su cara.

Caxton no logró esquivar el golpe (se movía demasiado despacio), pero seguía siendo más fuerte que el engendro. Se arqueó violentamente, como un caballo desbocado, y el siervo salió volando de espaldas. El cuchillo le cortó el mono a la altura del hombro, pero no entró en contacto con su piel. Caxton se revolvió y lo vio ante la puerta, con el cuchillo preparado, apuntándola, a punto de echársele encima.

Caxton le pegó una patada en la muñeca con toda la violencia de la que fue capaz.

Si hubiera llevado zapatos, o si hubiera sido más rápida, aquel ataque le habría bastado para desarmar al siervo y cobrar una clara ventaja. Sin embargo, el engendro logró apartar la mano justo a tiempo. Caxton encogió los dedos del pie de puro dolor cuando éste chocó con el brazo del siervo. Lo único que logró fue que su oponente diera un paso hacia atrás y saliera de la celda. Estaba atrapada. El siervo sólo tenía que cerrar la puerta, accionar la cerradura y dejarla ahí encerrada. Entonces le bastaría con llamar a los refuerzos y esperar a que llegaran. Eso es lo que ella habría hecho y, de momento, aquel espécimen había demostrado no ser ningún necio.

Caxton soltó un grito de rabia al ver que, con una sonrisa, el engendro alargaba el brazo y agarraba el borde de la puerta.

Sin embargo, no tuvo oportunidad de cerrarla. La mujer del labio leporino apareció tras él y lo apuntó en la nuca con una escopeta. Había logrado salir de la garita.

—No te muevas, cabronazo —dijo la funcionaria de prisiones.

El siervo empezó a darse la vuelta. No había soltado el cuchillo.

Caxton se arrojó al suelo y se cubrió la cabeza al tiempo que la funcionaria apretaba el gatillo. La escopeta rugió y por el cañón salió un estallido de fuego. Caxton sabía que el arma no contenía ni perdigones ni balas. Las escopetas que usaban los guardias de la prisión disparaban balas de postas, eran unas cápsulas de nailon llenas de unas bolitas de cerámica que se liberaban al dar en el blanco. Para un ser humano normal, recibir el impacto de una bala de postas de cerámica era muy doloroso, pero rara vez provocaba daños permanentes.

Sin embargo, el cráneo de un ser humano normal gozaba de una integridad estructural mucho mayor que el de un siervo. La cabeza del engendro que en su día había respondido al nombre de Murphy estalló como una calabaza madura al recibir el impacto de un mazo y dejó el interior de la celda (y también a Caxton) cubierto de restos de cerebro, esquirlas de hueso y tejidos blandos inidentificables. La bala de postas rebotó en la espalda de Caxton y cayó al suelo con un ruido húmedo.

—¡Mierda! —dijo la del labio leporino.

Caxton empezó a respirar de nuevo.

—Esta cosa no era Murphy —le dijo la funcionaria, que se había agachado junto al cuerpo del engendro.

—Tiene razón. Es posible que se trate del cuerpo de Murphy, pero…

—Murphy tenía un tatuaje en el reverso de la mano. Este capullo no tiene ningún tatuaje.

Caxton echó un vistazo a la mano y vio que era cierto.

—Entonces, ¿qué coño hace esta cosa vestida con el uniforme de Murphy?