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Laura Caxton estaba completamente perdida.

No le sorprendía: nunca había visto un mapa de la prisión; ése no era precisamente el tipo de información que se ponía a disposición de las internas. Cada vez que se había desplazado por el centro, lo había hecho guiada por un guardia. Intuía vagamente que se encontraba en la zona oeste de la prisión y que la puerta principal estaba en la zona este.

Pero tenía que haber más puertas. Otras formas de salir de allí.

Por el momento, su gran plan consistía simplemente en escapar, salir de la prisión, contactar con alguna autoridad e informar de lo que estaba sucediendo. Si entonces querían que volviera a entrar y se enfrentara a Malvern con armas de verdad y con refuerzos, lo haría. Si preferían ponerla de nuevo bajo custodia y ocuparse del problema sin ella, tampoco se opondría.

La cuestión, ahora, era encontrar la forma de salir de una prisión de alta seguridad sin ninguna herramienta apropiada y sin guardias vivos a los que sonsacar. Y a tientas. Porque Malvern había apagado la luz de la mayor parte de la cárcel. A lo mejor no quería gastar electricidad inútilmente… o a lo mejor sabía que Caxton andaba suelta y quería ponerle las cosas un poco más difíciles. Aquí y allí quedaba alguna luz de emergencia encendida, pero Caxton sabía que tenían tan sólo una o dos horas de batería. Y entonces estaría atrapada en la oscuridad más absoluta, sin una sola ventana por la que entrara la luz de las estrellas.

—Sabía que podía contar contigo, Caxton. En cuanto te vi, supe que íbamos a ser colegas. Ahora soy tu perra, ¿no? Y seguiremos juntas incluso cuando hayamos salido de aquí —dijo Gert—. O sea, supongo que lo soy, porque vamos a salir juntas, ¿no? Vas a necesitarme si quieres largarte. ¡Voy a serte tan útil! Ésta es mi gran oportunidad. Si puedo salir ahora, aún seré lo bastante joven para tener mis propios bebés. Sabía que podía contar contigo.

Caxton asintió con la cabeza pero no dijo nada. No estaba segura de quién las escuchaba, aunque sabía perfectamente quién las estaba observando. La prisión estaba llena de videocámaras que vigilaban cada rincón, cada pasillo, cada puerta blindada. No le cabía ninguna duda de que disponían todas de visión nocturna. Por eso sabía que debía moverse deprisa, que si permanecía demasiado tiempo en el mismo lugar, Malvern lo tendría más fácil para reunir un grupo de siervos y echárselos encima.

Por el momento había tenido suerte. Detrás de la puerta de la UAE habían encontrado un pasillo largo y monótono que desembocaba en un punto en el que se cruzaban tres pasillos. Era el lugar perfecto para instalar un puesto de guardia y, de hecho, los arquitectos de la prisión habían construido una garita de defensa en medio del cruce del pasillo, una especie de torreón con mirillas y cañoneras, y unas gruesas paredes de hormigón ligero. Caxton lo había encontrado vacío. A lo mejor Malvern no disponía de suficientes siervos para cubrir toda la prisión.

Pero Caxton había aprendido hacía tiempo que confiar en una posibilidad como aquélla, en cualquier cosa que hipotéticamente fuera a facilitarle la vida, era caer en una trampa. Una debía prepararse siempre para lo peor y aprovechar los golpes de suerte que pudiera tener, pero nunca confiar en ellos.

De los tres pasillos que podía explorar, dos estaban cerrados con puertas de barrotes. Las puertas podían abrirse con mando a distancia o con una llave. Caxton sabía que la guardia del labio leporino no llevaba encima ninguna llave, pues había registrado su cuerpo sin vida, y estaba segura de que los mandos a distancia estarían estrictamente vigilados. Se aventuró por el tercer pasillo, en cuyo extremo encontró una puerta cortafuegos. Sin embargo, la abrió empujándola, sin mayores problemas.

—Aquí hay algo que no me gusta —dijo en voz alta, con la mirada fija en el pasillo vacío que se extendía al otro lado. Estaba lleno de puertas normales, con pomos pero no había nadie vigilando el pasillo, ni siquiera en las esquinas—. Hay una sola puerta abierta, pero está completamente desprotegida. Esto me huele a trampa.

—No seas tan gallina —dijo Gert, que apartó a Caxton y empezó a avanzar por el pasillo oscuro—. ¡Y yo que te tenía por la gran cazadora de vampiros, que nunca esperaba a que llegaran los refuerzos y se metía en las guaridas de los vampiros con el arma por delante!

—Eso era cuando tenía armas de verdad —le explicó Caxton—. Ya sabes, fusiles de asalto con balas de expansión. Pero ahora, un paso en falso y estamos muertas. Y es posible que acabes de dar ese paso.

Gert bajó los ojos como si esperase ver que tenía los pies rodeados de trampas para osos.

—Pues no, parece que no.

Entonces se dirigió hacia la puerta más cercana y, antes de que Caxton pudiera detenerla, giró el pomo y entró.

—No, espera… —exclamó Caxton.

—No hay nadie —dijo Gert—. Sólo unas cuantas cajas y otras mierdas.

Caxton se detuvo en el umbral y levantó la escopeta. Entonces entró en la habitación y blandió el arma de derecha a izquierda, por si había algún engendro escondido. Al ver que no era así, fue hasta una de las cajas y la abrió. Estaba llena de latas de melocotón en almíbar.

—Debe de ser una especie de almacén —dijo Caxton. Abrió varias cajas e inspeccionó su contenido: leche en polvo, remolacha en conserva, guisantes… En la siguiente sala había varios paquetes que contenían las bandejas de plástico que se utilizaban en la cafetería.

—Debemos de estar cerca de las cocinas; la comida se almacena siempre cerca del lugar donde vas a manipularla —explicó Caxton.

Gert utilizó el cuchillo de cazar para abrir una lata de piña. Entonces se metió varias rodajas en la boca y masticó ruidosamente.

—Está buena. ¿Cómo es posible que cojan todo esto y lo conviertan en la mierda que nos sirven para comer? —preguntó Gert.

—A lo mejor… A lo mejor es una buena noticia —siguió diciendo Caxton, ignorando por completo a su compañera de celda—. Si esto es un almacén, tiene que haber una forma de hacer que todas estas cajas entren y salgan. Deben de descargar los camiones cerca de aquí… Debe de haber una zona de carga cerca. A lo mejor encontramos una salida.

Gert se encogió de hombros.

—Bueno, más o menos. Los camiones entran por la puerta principal y dan la vuelta al pabellón E. Para ello tienen que cruzar dos puertas y hay un sitio con una hilera de púas donde pueden pincharles las ruedas si hay algún problema.

Caxton miró fijamente a su compañera de celda.

—¿Qué pasa? —preguntó Gert—. Llevo ya unos años aquí dentro. ¿Crees que mi antigua compañera de celda y yo no hablamos nunca de fugarnos? La gente ve cosas y habla. Todo el mundo quiere saber cómo funciona este edificio. Y sobre todo cómo salir.

Caxton se rió. Aquella posibilidad ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

—Vale —dijo—. ¿Y tú cómo lo harías?

Gert volvió a encogerse de hombros.

—Bueno, primero tendrías que follarte a un guardia. Algunos de ellos lo hacen, ya sabes. Entran en la celda con la excusa de realizar un registro en busca de armas blancas y entonces, si quieres hacerlo, te quitas la ropa. Si lo haces lo bastante a menudo, empiezan a traerte cositas.

Caxton arqueó las cejas.

—¿Como qué? ¿Chocolatinas? ¿Pintalabios?

Gert puso los ojos en blanco, arrojó la lata de piña en un rincón, fue hasta la siguiente puerta del pasillo y la abrió.

—No, idiota —dijo justo antes de entrar—. Crack, cristal… Drogas, vamos. Es la única forma que las chicas de aquí tienen de colocarse. Pero si realmente les gustas, les puedes pedir cosas. No puede tratarse de nada demasiado evidente, pero hay un tipo de cepillo de dientes al que puedes arrancarle la punta y se convierte en una navaja realmente peligrosa. O un buen cepillo de pelo, de los que llevan metal dentro. Con tiempo, se pueden hacer un montón de cosas con un trozo de metal. Ganzúas, por ejemplo. O sea, que o coges a uno de los guardias como rehén, y no debería ser muy difícil teniendo en cuenta que llevan los pantalones a la altura de los tobillos y la polla colgando, o logras que te lleven a la enfermería, abres un par de puertas utilizando la ganzúa y llegas hasta el muro. Entonces tan sólo queda superarlo. Nosotras nunca logramos resolver esa parte.

Caxton frunció el ceño y entró con Gert en una sala llena de sillas. Había cientos de ellas amontonadas que formaban siluetas extrañas en la oscuridad.

—Le veo unos cuantos problemas a tu plan. De entrada, a los siervos no les interesa el sexo.

—Sí, bueno… Oye, esto está muy oscuro —dijo Gert—. Parece una mina de carbón.

—No, tampoco está tan oscuro —dijo Caxton, que había estado en no pocas minas de carbón en su vida.

Gert tropezó con algo y se agarró a una de las montañas de sillas. Éstas traquetearon y chirriaron con un ruido de mil demonios. En un acto reflejo, Caxton se puso muy tensa y desenfundó la pistola eléctrica.

Entonces intuyó la presencia de un cuchillo que le pasaba a pocos centímetros de la cara, y comprendió que su paranoia tenía motivos. Apenas logró entrever el pálido brillo del filo del cuchillo a la escasa luz de aquella sala, pero eso le bastó para calcular aproximadamente de dónde provenía el ataque para, acto seguido, contraatacar con la pistola eléctrica y apretar el gatillo.

Se oyó un chisporroteo eléctrico y un chillido agudo. Entonces el siervo le pegó un puñetazo en el estómago, la apartó de en medio y salió corriendo. Durante un instante, Caxton vio su silueta recortada en la puerta, luego desapareció.

—Mierda —dijo Caxton. Esperaba que la pistola eléctrica tuviera sobre ellos un efecto similar al que tiene sobre las personas, pero no hubo suerte—. Ahora sí que estamos jodidas.

Gert chascó la lengua.

—¡Qué va! ¡Pero si se ha largado corriendo!

Caxton soltó un suspiro de frustración.

—No conoces a esos bichos. Son débiles, cobardes y no acertarían ni a un granero disparando. El problema es que nunca trabajan solos. No se ha largado. Ha ido a buscar refuerzos.