25

Caminando muy despacio, llevaron a Clara al centro de mando de la prisión, una sala circular situada en el piso superior del edificio principal del centro penitenciario. Unas amplias ventanas dejaban entrar algo de luz, aunque ésta provenía sobre todo del centelleo de las varias decenas de monitores de seguridad, en los que podían verse pasillos desiertos y puertas cerradas. Cada pocos segundos la imagen de las pantallas cambiaba y mostraba otra sección de la prisión. En una pantalla, Clara vio imágenes del pabellón B. Parecía que la mayor parte de las internas se habían acostado ya, aunque algunas seguían andando por las celdas, visiblemente preocupadas por lo que sucedería al día siguiente.

En el centro de control, un pequeño grupo de siervos observaban los paneles de control y los terminales de los sistemas de seguridad. La mayoría estaban reunidos alrededor de una pantalla situada al fondo de la sala. Señalaban la pantalla y se reían.

La pantalla mostraba a Laura y a una mujer que Clara no reconoció. Ambas observaban atentamente algo situado encima de sus cabezas.

Al ver a su amante, a Clara le dio un vuelco el corazón. Sabía que Laura estaba en algún lugar de la prisión, se la imaginaba arrastrándose por los conductos de la ventilación, o escondida en algún lugar recóndito; en definitiva, había logrado imaginar que Laura se encontraba en lugar seguro. En cambio, la imagen granulada y de baja calidad de la pantalla dejaba claro que Laura había estado corriendo un peligro tras otro. Como siempre. Tenía la cara manchada de sangre o de algo más oscuro, y, luego, como pegotes de una sustancia asquerosa.

Clara se apartó de la pantalla. No podía seguir mirando a Laura si no quería que se le partiera el corazón.

En el centro de la sala habían montado una videocámara con un trípode. Malvern colocó a Clara frente al objetivo mientras la directora se encargaba de los controles. Durante un instante posaron inmóviles, mientras el zoom de la cámara se acercaba y se alejaba. La directora soltó un taco y ajustó una palanquita de la cámara.

—El alba se acerca —dijo Malvern—. ¡Apréstese!

—Ésta no es mi especialidad —respondió la directora, que pulsó un botón situado en la parte de delante de la cámara. Soltó otro taco y lo intentó con otro botón. Junto al objetivo se encendió una luz roja que indicaba que la cámara estaba grabando.

Clara miró por la ventana y vio que una mancha azulada pugnaba por imponerse al negro cielo nocturno. El sol iba a salir en cualquier momento. Clara sabía que, en cuanto lo hiciera, Malvern debía estar de vuelta en su ataúd. Los vampiros no se quemaban con la luz del sol, pero con la llegada del amanecer morían de nuevo, inevitablemente, por fuertes, viejos o listos que fueran. Sus cuerpos se licuaban dentro del ataúd y sus tejidos se descomponían para reparar cualquier daño que hubieran podido sufrir durante la noche.

—Dele el cartel —insistió Malvern.

La directora se inclinó ante la cámara y le tendió a Clara una hoja de papel en la que podía leerse: 23 HORAS. Clara lo sostuvo en alto. Malvern la tenía cogida del brazo. Clara sabía que si no hacía lo que le ordenaban, a la vampira no le costaría nada partirle los huesos como si fueran palillos.

—Muy bien, y ahora corte la comunicación —ordenó Malvern.

—Vale, vale —respondió la directora, que pulsó otro botón. La luz roja se apagó—. No tiene por qué ser tan críptica, ¿sabe? Veintitrés horas, muy bien: eso es una hora antes del amanecer de mañana, pero ¿qué sucederá entonces? No se lo ha dicho. ¿De qué le sirve amenazarla si ni siquiera le dice lo que quiere que haga? Hay altavoces en todas las salas de la prisión. Podemos emitir sus condiciones una y otra vez, y asegurarnos de que Caxton entiende el mensaje.

—No le permito que me cuestione —dijo Malvern usando un tono marcadamente menos cordial que hasta aquel momento—. Laura sabe exactamente qué espero de ella. Algunos juegos son mejores si se juegan en silencio, como…

—Vale, ya lo he pillado —la interrumpió la directora—. El whist debía de ser un juego cojonudo, no lo dudo. Escuche, aún queda algo de tiempo antes de que llegue el amanecer. Si le parece bien, podría ofrecerme la maldición ahora. Así podría estar a su lado mañana, cuando Caxton acuda a cazarla.

—Reproducid el mensaje en la pantalla que Laura está mirando —ordenó Malvern, que ignoró la súplica de la directora. Los siervos congregados alrededor de los monitores de televisión se pusieron firmes y empezaron a teclear en los ordenadores—. Reproducidlo una y otra vez, hasta que estéis seguros de que lo ha visto. Vosotros —dijo dirigiéndose a otro grupo—, preparad mi ataúd. Ha llegado el momento. Mientras duermo, ocupaos de ella como si fuera yo misma.

Entonces se preparó para marcharse.

—Espere —dijo la directora.

Malvern se volvió y le dirigió una mirada fría e implacable.

—Por favor —dijo la directora—. Me hizo una promesa. Yo he cumplido con mi parte del plan, ¿no es así? He hecho todo lo que me ha pedido.

—Y será recompensada, a su debido momento. Cuando Caxton sea mía le…

—¡A la mierda Caxton! —exclamó la directora—. Nunca va a hacer lo que usted le pide. Nunca será lo que usted quiere que sea. ¡Centrarse en ella es un error estúpido!

Lo que sucedió a continuación fue imposible de ver para el ojo humano.

Clara sintió como si alguien le hubiera golpeado el codo con un bate de béisbol. Malvern cruzó la sala sin soltarle el brazo. El dolor fue intenso. Pero lo peor fue que el brazo le salió disparado hacia arriba y la alarma de la muñequera de electroshock se disparó. Clara se quedó paralizada, consciente de que si no se movía durante un segundo, el mecanismo de control no se activaría y no le provocaría violentas convulsiones.

La cámara con el trípode salió volando por los aires, rebotó contra una silla y golpeó a un siervo, que cayó al suelo. Malvern estaba de pie junto a la directora y la tenía agarrada por el cuello.

—Primero vino a mí como suplicante y me imploró recibir el mayor don que alguien de su especie pueda recibir —dijo Malvern con voz susurrante—. Se somete a mí y me suplica que acepte su lealtad. Y luego empieza a cuestionar mis decisiones.

La directora intentó decir algo, pero lo único que salió de su garganta fue un jadeo ahogado.

—¿Realmente está tan impaciente para ganarse mi favor? —le preguntó Malvern—. ¿Para encarnar mi forma? Veamos…

La vampira, a quien le bastaba una mano para inmovilizar a la directora, colocó el pulgar de la otra encima del ojo de la mujer.

—Yo no soy su amiga —dijo Malvern—, ni su cómplice, aún. Soy su dueña.

Y con esas palabras le hundió el dedo en la cuenca ocular.

Ahora sí, la directora soltó un grito mientras la mejilla se le manchaba de sangre y de fluidos vítreos. Malvern siguió apretando hasta que a la mujer se le puso la cara morada y el ojo que le quedaba, en blanco. Entonces arrojó a la directora al suelo.

Clara no pudo hacer otra cosa que observar al tiempo que bajaba lentamente el brazo para no activar la alarma del dispositivo de control. Lo último que quería en aquel momento era llamar la atención.

—No toleraré ninguna rebelión en mi guarida —dijo Malvern—. Curadle la herida y rellenadla con lino.

Un siervo se dirigió rápidamente a la puerta del centro de mando, donde había un botiquín colgado de la pared, y cogió vendas y antiséptico para tratar a la directora.

—Pero… ¿por qué? —gimió la mujer, agarrándose la mejilla con una mano. Sus dedos palparon el lugar donde había estado su ojo. Al constatar que la cuenca estaba vacía, soltó otro chillido—. ¡No tenía por qué hacer eso! ¡Ahora pasaré la eternidad convertida en un monstruo!

Malvern le dedicó una mirada gélida.

—Un monstruo como yo, quiere decir. Le está bien empleado. ¿O acaso desea más heridas para poder recordarme? Podría arrancarle la lengua, por ejemplo, para que reconsidere su tendencia a bramar mis intenciones por todos los rincones de este lugar. También podría arrancarle las orejas o darle una forma nueva a su nariz. ¿Le gustaría eso?

La directora meneó la cabeza con vehemencia. Entonces apartó las manos del engendro que intentaba tratarle la herida y le arrebató las vendas.

—No, naturalmente que no. O sea… Lo… lo siento. Se me ha ido la cabeza. Por un segundo. —Entonces hizo una pausa y soltó un chillido mientras se aplicaba crema antiséptica en el ojo—. No volveré a cometer ese error.

—Más le valdrá si desea seguir con vida —dijo Malvern, que levantó los ojos y miró por la ventana—. Y ahora debo irme. Confío en que tratará bien a nuestra rehén.

—Desde luego —dijo la directora al tiempo que, lentamente, se ponía de pie.