26

—Significa —dijo Caxton, intentando explicarle a Gert qué quería la vampira— que dentro de veintitrés horas va a matar a mi novia a menos que me entregue, acceda a convertirme en una vampira y servirla para siempre.

—¿Ésa es tu novia? —preguntó Gert echando un vistazo a la pantalla que repetía el mismo vídeo en un bucle interminable—. Vaya, es bastante mona.

Entonces los monitores se apagaron, y Caxton se dejó caer pesadamente en la única silla del puesto de guardia. Se cubrió la cara con las manos y cerró los ojos. Hundió los hombros. Aquello… era malo. Hasta aquel momento su principal preocupación había sido su propia seguridad. Su plan consistía básicamente en escapar y dejar que fueran otros quienes se encargaran del infierno que se cernía sobre la cárcel. Caxton se sentía preparada para realizar aquel trabajo. Conservar la propia vida era fácil: con la desesperación bastaba.

Pero ahora las cosas habían cambiado. Su nueva misión iba a requerir inteligencia.

Levantó los ojos y fijó la mirada en la puerta que comunicaba la cocina con el muelle de carga. Los temblores habían cesado, los engendros habían dejado de acecharlas. Al parecer, iban a concederle a Caxton tiempo para considerar el ultimátum de Malvern.

—Bueno —dijo. Gert se volvió hacia ella y la miró con los ojos muy abiertos, expectantes, como una niña que esperase que su madre le dijera qué debía hacer—. Acaba de salir el sol. Por eso me ha concedido veintitrés horas. Dentro de veintitrés horas faltará una hora para que vuelva a salir el sol, tiempo suficiente para ofrecerme la maldición antes de que tenga que volver a su ataúd.

Gert echó un vistazo a través de la puerta del muelle de carga. El cielo estaba adquiriendo ya un tono vagamente amarillo y varias nubes violetas cruzaban el firmamento. Gert asintió con la cabeza, confirmando las palabras de Caxton.

—Pues no es mucho tiempo, pero ahora mismo… ¡ha amanecido ya! O sea que de momento estamos a salvo, ¿no? Los vampiros no pueden hacer una mierda durante el día. Lo vi una vez en el Discovery Channel.

Caxton miró de reojo a su compañera de celda.

—No te había tomado por alguien que mire mucho el Discovery Channel…

—¿Por qué? ¿Crees que mi familia no podía permitirse la televisión por cable?

—No —dijo Caxton, que levantó la mano con gesto cansado, a modo de disculpa—. Es sólo que…

—Y no teníamos sólo el cable básico. En casa veíamos hasta seis canales de la HBO, porque a mamá le gustaba el programa de Sarah Jessica Parker.

Caxton se frotó la cara.

—Vale, lo siento. No pretendía insinuar nada.

—En el Discovery daban ese programa sobre el pescador de cangrejos. Eso me gustaba.

Caxton retomó las palabras de Gert con la esperanza de que ésta se hubiera cansado ya.

—Es cierto, como dices, que durante el día los vampiros son inofensivos —dijo—. Pero a sus siervos el sol no los afecta en absoluto, de modo que seguimos teniendo problemas. Tengo que pensar en cuál va a ser nuestro próximo paso. Necesito estar un momento a solas para pensar. ¿Puedes buscarte un lugar cómodo y dormir un poco?

—Cómo no —contestó Gert.

Era así de fácil. Su mami iba a ocuparse de todo, no tenía de qué preocuparse. Eligió un rincón del puesto de guardia, se acurrucó y al cabo de unos minutos ya estaba roncando.

Eso dejó a Caxton a solas con sus pensamientos, algo que suponía un problema en sí mismo, pues era incapaz de concentrarse en cómo superar a Malvern. Su mente estaba demasiado ocupada castigándose a sí misma.

«Clara no debería estar aquí», pensó Caxton. Su novia no debería estar en la prisión. Caxton debería haber roto con ella hacía tiempo, cuando aún le habría resultado fácil. Cuando habría bastado con una llamada telefónica. En lugar de ello, había obligado a Clara a ir a visitarla, a romper con ella cara a cara. Pero Clara no había tenido el valor de hacerlo. Si Caxton hubiera sido mejor pareja, si se hubiera percatado de que Clara necesitaba seguir adelante sin ella…

Por otro lado, estaba convencida de que no era una coincidencia que Malvern hubiera asaltado la cárcel justo en el momento en el que Clara terminaba su visita mensual. Caxton sabía bien cómo funcionaba el cerebro de Malvern. Durante años, Caxton había demostrado ser más lista que todos los vampiros con los que se había topado, con una sola excepción. Como resultado, Malvern se había impuesto siempre que se había enfrentado a ella o, por lo menos, había logrado escapar. Y eso era precisamente lo que empujaba a Malvern, su objetivo primario en todo momento: vivir una noche más.

Malvern era sobradamente capaz de matar a Clara en cuanto se cumpliera el plazo. Cualquier vampiro lo sería, de hecho. Los vampiros no veían a los humanos como criaturas racionales, con ideas y sentimientos, sino que los consideraban ganado. Malvern podía terminar con ella sin parpadear, y no precisamente porque no tuviera pestañas. En realidad, Caxton sabía que no tenía ninguna garantía de que Malvern fuera a mantener a Clara con vida ni un segundo más ahora que ya la había utilizado para lo que quería. En su mensaje no había dicho que Clara fuera a vivir veintitrés horas más. No había dicho nada parecido.

Pero aquel tipo de ideas no iban a llevarla a ninguna parte. Necesitaba pensar que Clara sobreviviría por lo menos durante otro día, que aún estaba a tiempo de rescatarla.

Y de matar a Malvern en cuanto estuviera segura de que Clara estaba a salvo.

Eso era lo esencial. Llevaba años luchando contra los vampiros y aunque siempre había logrado evitar que muriera gente (o, al menos, evitar que muriera mucha gente), Malvern siempre se le había escurrido en el último segundo. Y no podía permitir que aquello volviera a suceder. Era indudable que Malvern planeaba algo grande en aquella ocasión. Para tener aquel aspecto tan sano y fuerte debía estar bebiendo litros y litros de sangre cada día. Caxton imaginaba de dónde provenía toda aquella sangre: debía estar exprimiendo a las internas, utilizándolas como fuente de alimentación cautiva. Los funcionarios de la prisión debían de estar muertos, si no es que colaboraban con ella. Alguien de administración (la directora, recordó de pronto) había estado chateando con otra persona que utilizaba el mismo inglés antiguo tan típico de Malvern. En su momento no había logrado atar cabos, pero ahora era evidente: en aquella situación había participado un topo.

Pero convertir la prisión en su banco de sangre particular parecía atentar contra la habitual elegancia de Malvern. La vampira, que solía planificar todas sus acciones con mucha antelación, debía de saber que tan sólo iba a poder pasar un tiempo limitado dentro de la cárcel. Antes o después, alguien en el exterior iba a preguntarse por qué ninguno de los funcionarios del centro se había marchado a su casa con su familia. O a lo mejor un bus cargado de nuevas prisioneras se plantaría ante la puerta y no habría nadie que pudiera salir a recibirlas. De una forma u otra, las autoridades terminarían sitiando el centro, y Malvern iba a tener que recurrir a la fuerza para salir de allí. Y por duro que fuera un vampiro, bastaba con un número suficiente de policías con fusiles de asalto para acabar con él. Malvern no podía desear un enfrentamiento.

La vampira actuaba a contrarreloj y, a pesar de ello, parecía no tener ninguna prisa. No en vano, acababa de concederle a Caxton casi un día entero para que considerara su oferta. Casi un día, cuya mitad la vampira iba a pasar dentro de su ataúd, incapaz de dirigir a sus siervos y de luchar por sus propios medios.

Aunque, desde luego, a Caxton no le estaba poniendo las cosas nada fáciles. La prisión estaba llena de engendros y, por lo menos, un ser humano. Y, entre todos, iban a impedir que Caxton causara demasiados estragos, sobre todo teniendo en cuenta que podían controlar todos sus movimientos y seguirle la pista a dondequiera que fuera mediante los cientos de videocámaras que controlaban los rincones de la prisión.

Caxton se levantó y cogió la cámara que había instalada en el techo de la garita de guardia. Tiró de ella, pero la cámara no cedió, ni siquiera cuando se colgó de ella con todo su peso. Caxton soltó un gruñido de frustración, se sacó el spray de pimienta del sujetador y roció el objetivo. Así, por lo menos, iba a impedir que la cámara pudiera enfocar, aunque eso supusiera que el ambiente cerrado de la garita se llenara de olor a comida picante, lo que hizo que a Caxton le rugieran las tripas.

Malditas cámaras. Nunca iba a poder cubrirlas todas de spray.

Aunque a lo mejor había algo que sí podía hacer.